Muchas personas experimentan hoy en día una terrible sensación de no tener tiempo. No tienen tiempo para su pareja, para sus hijos, sus padres, para atender a los amigos, para hacer realmente bien el trabajo, para ordenar el papeleo que uno acumula, para ocuparse de asuntos domésticos o/y administrativos, y, colmo de los colmos, para responder a los mails (¡sin duda alguna lo más grave!). El tiempo de trabajo ha ido disminuyendo en la última centuria, pero da la impresión de que esta compresión del tiempo dedicado a ganarse la vida ha conllevado paradójicamente un achicamiento del mismo tiempo, como si la mayor permeabilidad del ocio y del trabajo hubiese trastocado y agujereado el tiempo, impidiéndonos ser nosotros mismos, porque de eso se trata, y aún más cada vez que avanzamos en edad, de ser fieles con nosotros mismos, y, por lo tanto, de no hacer lo que nos repugna, nos desagrada, nos aburre o nos enfada. ¡Tarea ímproba! Solo que hay una serie de imponderables en la vida que vuelven esta batalla permanente, porque hablamos de una verdadera batalla, una batalla abocada en buena medida, o en bastantes casos, que no es lo mismo, al fracaso. La vida se ha vuelto más complicada, o mejor dicho, la hemos vuelto complicada, abstrusa y burocráticamente complicada. Aunque si por lo menos fuese sabrosamente complicada la vida tendría algo de venturosa, en toda la diversidad semántica de este vocablo. Sería una aventura venturosa, si se me permite esta especie de retruécano.
Basta recordar, por poner un ejemplo más bien anodino aunque significativo, cómo presentábamos a los chicos y chicas de primer año de carrera los estudios que iban a iniciar, en la reunión de presentación, hace veinte años, con los que hacemos hoy en día en nuestra Universidad. Unas palabras de la directora, salpimentadas de alguna que otra referencia jocosa o irónica, permitían decir en unos minutos lo esencial. Los colegas ahí presentes podían completar las observaciones o buscarle cosquillas, de manera educada y cortés, a lo que había dicho la “jefa”. En contraste, este año, al igual que en los últimos años, presentamos un power-point que dura más de media hora, por cierto muy bien hecho, en el que las consignas que hay que respetar se suceden una tras otra, relativas al deporte, a los tests en lenguas extranjeras, a la llamada en Francia “inscripción pedagógica”, a la creación de una dirección electrónica, y, como no podía ser menos, al sempiterno COVID que sigue coleteando, y a un largo etcétera en el que me he dejado muchas cosas en el tintero para no aburrir al paciente lector. ¡Pobres y sufridos estudiantes actuales! ¡Qué nostalgia experimentaba —le decía a una colega que lleva más o menos el mismo tiempo que yo en la Universidad y que sonreía a mis palabras— cuando pensaba en esas vueltas a las clases tan sencillas y dicharacheras que hacíamos hace veinte años, tan tardías, pues como en España, se comenzaban las clases a fines de septiembre o a comienzos de octubre!
Lo curioso del caso es que esa “cronofagia” permanente, esas obligaciones e imperativos sociales por los cuales Cronos nos devora con parsimoniosa crueldad, es mucho más difícil de “derrocar” que el propio patrón, jefe, decano o responsable que podamos tener en el trabajo. Es tan difícil que parece un fatum, un triste destino al que estuviésemos todos condenados, como si el ser uno mismo tuviese siempre que esperar, a las próximas vacaciones, al fin de semana, cuando hay suerte, quién sabe, a la jubilación. ¿Por qué no tendría que haber una permanente jubilación, de júbilo, por la cual nadie tuviese que ser instrumento de tortura cronológica del prójimo?
Todo este planteamiento podrá parecer a algunos lectores algo ingenuo o primario. Es desde luego lo que siento y pienso en estos momentos. Mañana igual no estaré de acuerdo con lo que digo ahora. En cualquier caso, no creo alejarme mucho del espíritu del libro que acaba de publicar J. Á. González Sainz y de los móviles fundamentales que le han conducido a escribirlo. La vida pequeña tiene como título la trilogía. Y el primer volumen: El arte de la fuga. “Vida pequeña” pero que poco a poco vemos viendo que es la verdaderamente grande. “Fuga” que es huida de la realidad mostrenca, del tiempo “cronofágico”, pero, en buena medida, regreso al tiempo que nos llena y a aquel hueso recóndito y fértil de la realidad que es lo real, y que es lo que verdaderamente nos embelesa. Arte de la fuga pues creo recordar que concibe dicha huida de una manera musical y artística, como un arte de vivir. Pero no es tanto eso de lo que hablaba Burckhardt, y que retomó poco más tarde su alumno Nietzsche y, décadas después, Foucault, de hacer de una vida una obra de arte, una obra maestra si fuere posible. No sé si es que somos mucho más escépticos, pero esta pretensión, todo lo loable y magnífica que sea, nos parece en el siglo XXI muy alejada de nuestras posibilidades, tanto que una sonrisa sardónica y amarga se esboza en nuestros labios. No es en absoluto lo que pretende el autor de este libro tan sabroso y en su punto, tan en su sazón, (menciono palabras a las que él les saca mucho jugo, expresivo y conceptual), y, no por ello tan resueltamente sin contemplaciones, tan templadamente radical, si se me permite el oxímoron. Presumo que lo que pretende José Ángel es sencillamente —y no es poco—ofrecerse una guía en la vida y ofrecérsela al lector. Una guía que le haga mejor y que nos haga mejor. Una guía que nos disipe desvíos y yerros que cometemos (¡ay!) cada dos por tres, que nos limpie la retina de chuminadas que nos ocupan y nos desocupan la vida y que, en definitiva, nos permita ir a lo esencial de la vida.
La guía para María Zambrano era una especie de experiencia sapiencial, a caballo entre la filosofía y la epístola, entre un tratado ético o un catecismo y un consejo de un amigo. Una guía es como una carta dirigida a un amigo en la que el autor desconoce al destinatario pero lo intuye, lo perfila en su escrito, de tal forma que el lector tiene la extraña impresión de que, pese a que el libro habla en términos generales, se dirige en el fondo a él, única y exclusivamente a él. Zambrano habla de una tradición hispánica muy apegada a este género peculiar y problemático (como género), que iría desde Séneca hasta Ortega, pasando por Maimónides, San Ignacio de Loyola, Quevedo, Luis de Granada y Miguel de Molinos. Tendría del ensayo su capacidad de sugerir, de insinuar verdades que solo el lector puede buscarlas, rumiarlas, digerirlas y hacerlas suyas, a su manera. El libro de Gónzalez Sainz figura en la colección “Narrativas hispánicas” de Anagrama, pero no es, en sentido estricto, ni una novela ni siquiera una narración, aunque pueda concebirse como una narración a ras de la vida, una divagación, más estructurada de lo que parece a simple vista, una meditación contada en voz alta, un ensayo de alguna manera narrativo a lo largo del cual o durante el cual hay una voz propia, discretamente presente que no es en absoluto la voz de un yo autobiográfico o “memorialístico” y aún menos íntimo o intimista, impúdico como suele ser habitual en nuestra rabiosa postmodernidad. J. Á. tiene la decencia de no echarnos a la cara, a la cara pública, del espacio público, como se hace tantas veces en los medios de comunicación o en las redes sociales, una “confesión” de sus más inconfesables debilidades “privadas” que, en todos los seres humanos, sin excepción, podrían ser patéticas o ridículas. Ni siquiera nos habla de su vida cotidiana, ni de los sitios por los que pasea, ni de las personas con que se encuentra, ni de los libros que lee. De algunos sí nos dice cosas muy sustanciosas, pero no como algo a lo que se dedicase tal o tal día, a la manera de un diario. Sabemos, eso sí, que ha vuelto a Soria, a esa tierra que le vio nacer, después de haber recorrido tantos sitios, que no lugares. Ahora vive en su lugar, no sé si en su lugar natural, como diría Aristóteles, pero sí desde luego en el lugar, geográfico o no, desde el que todos ansiamos vivir, el lugar que nos permite ahondar en nosotros mismos y vivir mejor, más clarividente y serenamente. La vida pequeña está escrito —no lo olvidemos— después de haber vivido su autor unas cuantas décadas, después de una larga experiencia, que es la que suele decantar, como en una destilería el buen wiski, saberes y amarguras, dichas y arrepentimientos. La vida larga va destilando, gota a gota, una vida pequeña, pero más honda, más calladamente intensa.
Me gustaría en una segunda y última parte que presentaré a los lectores de mi blog en pocos días extraer de este hermoso y profundo libro algunas citas, algunas palabras, algunas cuestiones claves que se hermanen con las preocupaciones que aquí nos ocupan. Desearía invitar al lector a que deguste este libro de José Angel como un buen vino, mirando atentamente su color, sintiendo sus múltiples aromas, degustándolo con emoción y placer, sin ningún tipo de distracción, en la soledad más absoluta, soledad que implica que todos los problemas que nos angustian o nos rasguñan los dejemos de lado. Yo me dejo llevar por el retrogusto tan sutil que me ha dejado y le invito al lector a que me espere en la próxima cita. Hasta pronto.
Le Mans, a 23 de septiembre de 2021