Decía en la primera parte de este ensayito que en “pocos días” ofrecería su segunda parte. Era el 23 de septiembre… El tiempo —como el Cronos visto por Goya— ha devorado literalmente esta ingenua pretensión. El libro de González Sainz me ha ido rondando la cabeza durante todo este otoño. Unas veces fuera de las aulas, otras veces dentro de ellas. He leído incluso junto a mis estudiantes un extracto del libro. Abría el libro para releer pasajes y luego lo cerraba pues mis ocupaciones de todo tipo me agarraban prácticamente del cuello. En todo este tiempo ha habido sinsabores —¡y yo que hablaba de degustar el tiempo y de degustar su guía!— así que ya no soy exactamente el mismo que en septiembre. Y me supongo que ya no soy el mismo lector de este delicioso libro que al inicio del otoño.
Sea lo que sea, no era solo el libro lo que me daba vueltas en la cabeza. Le daba vueltas a lo que es una vida miserable. La raíz latina nos dice que por un lado es algo infeliz y por otro lado algo que nos inspira compasión, conmiseración. Algo es miserabilis si es digno de piedad, de tristeza. También algo patético. Posteriormente se han ido añadiendo a estas dos facetas semánticas la idea de pobreza extrema y la de mezquindad. Una vida miserable nos puede parecer la que tuvo la madre del guionista de cómics Antonio Altarriba, Petra Ordoñez, narrada en su estremecedora El ala rota, en especial en su infancia y primera juventud. En realidad, ella —obviamente— no era miserable, sino la vida que le habían impuesto, su padre brutal y feroz, aunque no desprovisto de algunos que otros rasgos “amables”, la España rural y franquista, los hombres en general. Miserable era la ignorancia y la aspereza violenta de un país que quedó en manos de unas beatas, de unos meapilas y sobre todo de unos fanáticos, políticos y religiosos. A continuación, lo que me preguntaba era hasta qué punto podemos vivir hoy en día, en la Europa del siglo XXI, vidas miserables. Lo que es miserable para mí, tal vez no lo sea para otra persona, pensaba. Hay también un grado de miseria, más allá del cual se torna absolutamente insoportable, sea la intensidad “objetiva” que tenga. Una vida digna sería aquella en que nada fuese miserable, en que nada fuese vivido como miserable. Cuando el dinero aprieta mucho y las deudas se acumulan, cuando la vida cotidiana se vuelve monótona y gris, cuando las frustraciones afloran en cualquier momento, cuando no hay estímulos de ningún lado salvo el runrún de la televisión o de las pantallas, grandes o pequeñas, las alegrías momentáneas son como amapolas en un erial, raras. El grito inicial de protesta de los chalecos amarillos fue una protesta contra la vida miserable del siglo XXI. Hoy en día no hace falta vivir en la miseria, moral y económica del abuelo materno de Altarriba, para tener vidas miserables. Hay vidas miserables con pantallas gigantes de televisión y PlayStation. El engorro ético que tiene el término “miserable” es que cuando nos servimos de él para aludir a la vida de alguien, el riesgo inmediato es que la conmiseración que genera nos conduzca al desprecio. Y, ojo, ¡esto puede ocurrir con nosotros mismos!
El primer texto que escribió Spinoza fue la Reforma del entendimiento, que se califica —de una manera errónea, a mi modo de entender—de “tratado”, cuando en realidad tendría que ser visto como una “guía”, en el sentido zambraniano del término. No olvidemos que la filósofa quiso hacer una tesis sobre Spinoza, dirigida por Ortega. Estamos ante un momento decisivo en la vida del holandés. En efecto, se acaba de instalar en la aldea de Rijnsburg, no muy lejos de la ciudad de Leiden, poco después de haber sido excluido de la comunidad judía de Ámsterdam. Bento, o Benito, deja en manos de su hermano el negocio familiar de importación y exportación. A partir de entonces apenas tendrá trato con sus familiares, con sus correligionarios, pues el Hérem lo prohíbe. Pues bien, lo primero que dice en la Reforma es lo siguiente: lo que los hombres buscan con más perseverancia es la riqueza, los honores y los placeres sensuales. Los tres nos conducen por un camino de frustraciones, arrepentimientos y tristezas, en especial si son tomados como fines en sí mismos. Los tres, en definitiva, pueden llevarnos a una vida miserable puesto que ésta no es sino aquella que nos genera frustraciones, arrepentimientos, mezquindades, miserias y persecución constante e ilimitada de ganancias. Lo que busca, en contraste, Spinoza es una “nueva vida”, una vida más frugal, más elemental, algo ascética, pero no forzosamente aislada, solitaria. En contraste con la imagen tópica que nos hemos hecho de su vida, y siguiendo la magnífica biografía de Steven Nadler, el joven sefardí no dejó en ningún momento de estrechar lazos de amistad con numerosas personas que ya había conocido en su ciudad natal o que fue conociendo en la Universidad de Leiden. Pule lentes con inigualable destreza y en otros momentos dibuja con fruición. Es preciso —dice él en este primerizo texto— “curar” el entendimiento, purificarlo, con el fin de adquirir, “con otros individuos si se puede”, una naturaleza superior. Aquello único que puede ser objeto de amor, sin frustraciones, arrepentimientos ni tristezas, tiene que ser algo “eterno e infinito”. Está ya aquí apuntada la unión del alma pensante con toda la naturaleza. Pero también la búsqueda de un saber de las esencias adecuadas de las cosas.
No sé si la “vida pequeña” que nos ofrece González Sainz tiene algo de spinozista. “Cambiar de vida” —nos dice él— es cambiar de vida “a los momentos de nuestro día a día”. Este es el empeño al que nos invita. No estamos ya ante lo eterno, sino ante lo efímero o, si se mira bien, ante una especie de eternidad de lo efímero, una especie de aion deleuziano, pero mucho más incardinado con lo real, menos “abstracto”.
Es evidente que en la época del autor de la Ética no existían “cuotas de pantalla, cuotas de mercado, poder de las redes”, ni tampoco “muchedumbres, multitudes y gentíos” de las que nos habla el escritor soriano. Pero sí se puede sospechar que la nueva vida a la que aspiraba Spinoza era una vida templada, en la que cada cosa, cada momento, tuviese su razón de ser. “Hace falta temple, o una verdadera melancolía cabezona —¿no es eso una contradicción?— para querer salir de verás a coger aire, porque fuera de la asfixia y el barullo —se da por sentado—no hay más que barullo”, nos dice José Angel González Sainz. Si uno asoma el hocico por esa intemperie que es esta sociedad hiper-reglamentada, pero en el fondo con no pocos espacios de desorden, hiper-entretenida, pero en el fondo afectada de un tedio pertinaz, en donde se cobijan no pocas personas aprovechadas, indiferentes u oportunistas, “se tiende a actuar”, dice él, como un “forajido” o como un “pobre hombre”. Seguramente todos necesitamos un reconocimiento, en función de lo que merecemos o merezcamos, terreno espinoso, pero más hondamente necesitamos respirar y templar nuestra vida, defendernos de las agresiones que nos acosan, sin olvidar saber neutralizarlas, saber atemperar con ellas. Esto nos permitiría llegar a ser algo más que un pobre hombre o un forajido…
No sé si hay en su libro una especie de “ascética intramundana”, como diría Max Weber, adaptada, claro está, al siglo XXI. No es extramundana pues la huida de la que habla no es una huida a una Alaska, como en el film Into the Wild de Sean Pen, más o menos lejana, o cercana. Por cierto, Soria para los españoles de la cornisa cantábrica o de las tierras mediterráneas tiene algo de Alaska fascinante. El autor nos invita a huir —recordemos que el título del primer libro de su trilogía La vida pequeña es El arte de la fuga—dentro de nosotros mismos, por así decirlo. Una huida que no es dejación ni pasividad, sino un estado de alerta paciente. Tampoco es la de un Bartleby, resistente enrocado y paradójico que seguramente ha hecho correr demasiados ríos de tinta. Confieso que me gusta lo de “melancolía cabezona”. Hay algo de animoso en el propósito del autor, y —notémoslo— eso en un contexto histórico de extrema dificultad, de extrema delicuescencia tecno-mediático-política. La gama de posibilidades que nos ofertan nuestras sociedades es descomunal, pero lo que realmente podemos hacer son habas contadas…Ser animoso es una proeza en el contexto que vivimos. Dicho esto, también hay algo de melancólico, en su trato con el tiempo. Melancolía, la de Magris, su amigo, y melancolía —lo vio muy bien Traverso—la generada por tantos proyectos políticos echados a perder, traicionados, o, peor, erróneos desde el principio.
Se trata, entonces, de construir una vida a solas, pero también juntos (subrayo siguiendo a Spinoza y creo que en el fondo al soriano), y ese juntos apunta a algo que es lo político, no la política, o no forzosamente la política. Tal vez de eso, J.A.González Sainz nos dará algunas pistas en el próximo libro de su trilogía. Pues es esencial —después de haber subido una montaña escarpada— saber encontrar refugio, cuando hace frío y ventisca afuera, y poco después ponerse a leer, a escribir o hacer algo dentro, tomándose un caldo; pero también se necesita mucho temple para afrontar la “intemperie” que es el mundo que nos ha tocado vivir y que nos toca cada vez que salimos del refugio. Y afrontarla sería, a mi modo de entender, un nuevo tipo de arte, no exactamente el de la fuga, sino el del “arte de tejer”, amistades, vidas, proyectos con sentido, colegas y compañeros cómplices en anhelos de transformación, y por qué no, tejer amores. Porque incluso el que huye al corazón del Amazonas, se empareja, se arraiga, crea un lugar y un espacio cívico (pienso en el libro de Leguineche El precio del paraíso), incluso el que huye a Abisinia (pienso en Rimbaud) puede terminar buscando esclavos para su servicio doméstico… Todo puede ocurrir cuando se huye, sea de una manera espacial o no. Creo que el libro apunta, aunque no sea su pretensión, a la cuestión de lo colectivo, de la convivencia. De hecho, en una ocasión habla de la necesidad de saber “lo que es bueno como personas y como sociedad”. E insiste en que hay que aprender a valorar las cosas, a “saber vivir bien”. La pretensión es buena, y valga la redundancia, pero en una sociedad liberal y democrática en la que no todos tienen la misma escala de valores y tenemos todos que respetarnos no veo cómo eso se pueda realizar. ¿A través de consensos? ¿De una sociedad justa, a la manera de Rawls? González Sainz expresa su desazón con esta cuestión, que la compartimos, pero a mi modo de entender no deja claro cómo concebirlo.
En cualquier caso, el libro no sólo nos permite tomar aire fresco, quitarnos toda la escoria que rodea nuestras vidas: nos enseña a mirar de otra manera las cosas, a “asistir a la realidad”, como dice muy bien él, cosa que muchos no hacemos con el debido mimo y atención. Todo esto no es poco. Es mucho.
Ricardo Tejada, Le Mans, a 24 de diciembre de 2021