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Acordeón¿Qué hacer?Dejad hacer, dejad pasar, el mundo va solo

Dejad hacer, dejad pasar, el mundo va solo

Esta feliz expresión (Laissez faire, laissez passer, le monde va de lui même) la utilizó por primera vez Jean-Claude Marie Vicent de Gournay, fisiócrata del siglo XVIII, contra el intervencionismo del gobierno en la economía. Una supuesta mano invisible haría que de la suma de los vicios privados resultasen virtudes públicas. Sin embargo, esta fábula no funciona en la realidad. Como dice Daniel Bensaïd en sus Fragmentos descreídos, para que la mano invisible actúe beneficiosamente de forma mecánica requeriría unos ojos ciegos. O la mano no es invisible, o los ojos no son ciegos. Si trasladamos esta lógica económica a la antropología filosófica, tenemos que concluir que el hombre jamás puede ser –en la tierra, se entiende- un espíritu puro.

 

El hombre tiene que cohabitar con su caída: el propio mal que él provoca. La cuestión es saber cuánto mal es capaz de soportar. O, dicho al modo moderno, cuánta injusticia es capaz de tolerar para que la vida le resulte agradable aun mirando a los otros.

 

La primera justificación que el hombre busca para librarse de toda responsabilidad ante la injusticia social es o bien acudiendo a Dios, o bien apelando a sus méritos propios. Hoy ya sabemos que invocar a Dios es un recurso inútil, además de desagradable: son más los problemas que nos genera que las soluciones que nos ofrece. Tampoco los méritos propios (dones naturales, inteligencia, voluntad y virtudes) son tan propios. Todo mérito tiene un debe: herencia, condición económica, relaciones interpersonales (¡qué padre no le ha dicho a sus hijos que sin relaciones no se va a ningún sitio!), contexto socio-histórico, etcétera.

 

Como esta primera tentativa no nos acaba de convencer plenamente, ensayamos una segunda: son los otros quienes no se esfuerzan por mejorar su condición. En realidad, son seres abúlicos, perezosos, incapaces de cultivar la cultura del esfuerzo. Ellos, y sólo ellos, son responsables de su situación. Y retóricamente nos preguntamos: ¿acaso no les hemos dado un Estado del bienestar?, ¿no hemos puesto en funcionamiento, a costa de nuestros ingresos, el ascensor social? Es decir, para que la injusticia social nos resulte digerible nos acogemos a la externalización de la responsabilidad.

 

Una vez que depositamos sobre las espaldas de los otros la mochila de la desigualdad, nos interrogamos cuál ha de ser el papel del Estado y cuánto dinero debemos aportar para que cumpla eficazmente sus funciones. Y entonces decimos que, como el hombre únicamente persigue sus propios intereses, es decir, que es incapaz de desligarse del cálculo egoísta, la intervención del Estado es buena cuando garantiza un gasto social favorable a nuestras oportunidades y mala cuando se orienta hacia gastos de los que no sacaremos provecho alguno. E inmediatamente nos preguntamos: ¿por qué pagar por cosas que no voy a disfrutar?, ¿por qué pagar por personas que desconozco y que además sospecho que son ociosas por vocación? Consecuencia instantánea: el papel  del Estado debe ser limitado y selectivo y mis impuestos deben ser mínimos.

 

Hasta aquí no he hecho nada más que reseñar una de las últimas obras de John Kenneth Galbraith, La cultura de la satisfacción. No obstante, desde su publicación, en 1992, han pasado muchas cosas. La principal: los efectos negativos de la globalización se han acentuado y las clases satisfechas, beneficiadas por aquel modelo de Estado y las persistentes reducciones de impuestos, se han ido estrechando.

 

Vamos a lomos de la desregulación del mercado económico mundial y la flexibilización de las relaciones laborales. Ambas instancias –la económica y la laboral- se han privatizado hasta extremos insospechados desde la Segunda Guerra Mundial. Si el Estado debe ser mínimo y menguar los impuestos, y si la macroeconomía no puede ser pública sino privada y el empleo pierde el carácter social para reubicarse exclusivamente en la esfera individual, entonces inevitablemente tendremos que estar dispuestos a tolerar una mayor brecha social. A cambio de que no nos toquen nuestra cartera concedemos mayor tolerancia a la desigualdad social. Ya no sólo “dejamos hacer” en lo económico sino, lo que es más grave, “dejamos pasar” a la injusticia.

 

A partir de ahí lo urgente e importante será mantener el “orden diario” puesto que, como vemos en Grecia, cuando las vacas son flacas el sentimiento de agravio se engolosina. Sobre los más desfavorecidos se acolcha un odio inquietante hacia quienes, desde dentro o desde fuera, pretenden recabar argumentos sobre la legitimidad del sistema y restar importancia al presente para ganar el futuro.

 

¿No fue algo semejante lo que ocurrió en Europa en los años treinta? Lo que realmente sucedió fue que el liberalismo político, la sociedad abierta e incipiente de naciones, se fue al carajo. Los individuos declinaron por la pendiente de los extremos o, si se quiere, avanzaron los odios de clase, de raza, de credos y de etnias. Desapareció la posibilidad de mediación política, esto es, la democracia liberal reventó como un globo. Prosperaron los populismos y cautivados por las distintas banderas de la pureza –una única clase, raza y/o pueblo- los europeos azuzaron la barbarie.

 

Esta es la huella política que nos dejó la crisis económica del veintinueve. El mundo no va solo. Sin el socorro de la solidaridad y la asistencia de la justicia el mundo se vuelve inhabitable. ¿Habrá aprehendido esta lección de la historia Ángela Merkel? O tal vez sigue pensando, como aquellos jóvenes altivos de la cruz gamada, que cada pueblo tiene lo que se merece.

 

 

 

Mario Salvatierra Saru es diputado del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) en la Comunidad de Madrid y profesor de Filosofía

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