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Del arraigo, aquella (otra) ambición


El fin de la temporada de fútbol en Europa trae, como todos los años, una marea cada vez más amplia y profunda de cambios y rumores que se retroalimenta constantemente hasta convertirse en un monstruo descomunal e ineludible. Porque el fútbol de ahora es como la vida en general: rápida, fragmentaria, superficial. Hace 20 o 30 años, todo era más lento, perdurable, estable, identificable. Detrás de ese cambio yace el negocio de la inconformidad, y el fútbol anda metido en esa vorágine desde la ley Bosman, que no es sino una consecuencia de la postmodernidad.


Al abrirse la ley Bosman, se extendió por Europa un virus de avaricia que contagió a todo el establecimiento futbolístico. Los clubes medios y modestos empezaron a fichar indiscriminadamente, endeudándose con los bancos (y convirtiéndose en sus esclavos, claro). El resultado: clubes históricos que se hundieron o debieron refundarse (Oviedo, Celta, Logroñés, Burgos, Murcia, Compostela). Estos equipos nunca volverán a ser lo que fueron, porque destruyeron sus antiguas estructuras. Aquellas que servían para manejar los clubes pequeños como un abasto: tanto gasto/tanto ingreso, y eso funcionaba: se fichaba lo que se podía; el resto, debía hacerse con entrega y lucha en el campo. Además, resulta que, entonces como ahora, gran parte de los jugadores fichados apenas con criterio a raíz de la ley Bosman acaban siendo auténticos fiascos—un montón de rusos, ucranianos, holandeses, franceses y demás hierbas que no son mejores que cualquier muchacho de la cantera.


El advenimiento del fútbol millonario en Europa ha acabado con aquel modelo económico, que ha sido reemplazado por otro. Ahora un puñado de equipos acaparan una proporción absurda del talento futbolístico internacional abriendo una brecha insalvable entre los clubes de élite y los de clase media. Antes de la ley Bosman las plantillas eran más estables y perdurables. Salvo excepciones puntuales, los jugadores eran prácticamente los mismos año tras año, lo cual llevaba a la la identificación de la afición con los jugadores (quienes, en su inmensa mayoría, eran nacionales), la compenetración entre los jugadores y la permanencia de buenos jugadores en clubes modestos. Hoy en día, ligas como la holandesa, la belga, las de Europa del Este o las ligas sudamericanas se han devaluado enormemente, pues su modelo financiero se basa en la formación de jóvenes figuras destinadas a la exportación. A los clubes rumanos o brasileros les interesa menos una copa que convencer al mundo de que Neymar, o cualquier otro fenómeno de turno, es el nuevo mesías.


No se trata de glorificar el pasado, ni de echar de menos lo que inevitablemente no volverá a ser. La movilidad es fundamento esencial del concepto (post)moderno de la Comunidad Europea y su incorporación a los estamentos del fútbol es natural. Indudablemente, existe el riesgo de que en esta época la mayor ambición de un club y, posiblemente de su afición, sea que un jeque exótico y magnánimo tome las riendas del negocio. Pero la prosperidad no puede venir a costa de la independencia, y, como muchos clubes han descubierto de la manera más cruel posible, cuando son las sobras de la plusvalía del petróleo o cualquier otra panacea moderna las que alimentan al deporte se hace difícil diferenciar entre la afición y los perros.


Afortunadamente, de vez en cuando (y cada vez menos) surge una figura, una situación, un ejemplo que nos hace recordar que en estos tiempos de contratos sin valor, cláusulas de rescisión incalculables y sueldos multimillonarios, todavía existe un residuo—¿germen?, o apenas sedimento—del tipo de arraigo, de identificación, de lealtad, inclusive, que una vez imperó en el fútbol europeo. Hablar de Maldini es hablar de otra generación, y el ejemplo de Gerrard, inscrito en el mito del Liverpool, es tal vez exaltar una excepción. Pero ahora que el Bayern se ha convertido en el club de moda—y eso antes de que Guardiola tome el mando—resulta pertinente resaltar el caso de Bastian Schweinsteiger, no porque haya jugado toda su carrera en el Bayern (también lo ha hecho, por ejemplo, Philip Lahm), sino porque en reiteradas ocasiones ha venido el diablo a tentar su mano, y al menos una vez estuvo Schweinsteiger a punto de partir. Tras un tango y un bolero con el Milan, el United y aquel Madrid de la era Schuster/Juande Ramos/Pellegrini, Schweinsteiger se dejó de coqueteos y firmó un contrato de seis años con el Bayern que selló con una rueda de prensa donde dejó claro que su prioridad era ganar la Champions, pero que para él sería mucho más significativo hacerlo con el Bayern que con cualquier otro equipo.


Eso fue en diciembre de 2010, seis meses después de la derrota de los suyos contra el Inter de Mourinho en la única final de Champions a la que van Gaal llegaría con el Bayern. Dieciocho meses más tarde, Schweinsteiger fallaría el penalti que abriría las puertas al título del Chelsea de Drogba. Pero un año después Heynckes completaría una de las temporadas más espectaculares en la historia del fútbol moderno en Europa, y Schweini, Lahm y compañía conquistarían la máxima competición de clubes en el continente con el equipo de su infancia. Es cierto que el Bayern, como el Barca, se encuentra en una situación privilegiada que le permite el lujo de costearse el arraigo de sus jugadores. Sería difícil ver a un Schweinsteiger, Lahm o inclusive a un Thomas Mueller jugar toda su carrera en el 1860 Muenchen o inclusive en el Vfl Stuttgart. Y sin embargo, este arraigo—posiblemente el último que tiene cabida en el fútbol actual—no se ve en equipos como el Madrid y el United, ni hablar ya del Manchester City o el PSG. Esta ambición, no solamente la de llegar a ser grande, sino la de crecer con el club y llevarlo a la grandeza, nos recuerda que el fútbol puede ser más que un negocio, y mucho más que simplemente un juego.

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