Después de que en 2013 el Benfica volviera a disputar una final de competición europea por primera vez en más de dos décadas al enfrentarse al Chelsea de Benítez, Torres, y los “tres amigos” en la final de la Europa League en el Amsterdam Arena, el campeón luso ha vuelto a perder, de nuevo, ante un Sevilla inferior en la final de 2014 en Turín. El Benfica, equipo de tradición, historia, linaje y abolengo, de nuevo pierde una final—y resulta casi imposible no girar la mirada y pensar, como siempre, en el maleficio de Guttmann y en una edad de oro que no solo lo fue para el fútbol portugués.
En este espacio hemos comentado ya la carrera de Guttmann, un entrenador itinerante de gran capacidad táctica y mayor ambición monetaria. Precisamente esta última fue la fuente de su partida, tan inesperada como rencorosa, tras conseguir la segunda Copa de Europa consecutiva para el conjunto lisboeta, en 1962. Su obsequio de despedida se redujo a una sentencia: “pasarán más de 100 años antes de que el Benfica vuelva a ganar una Copa de Europa”. Y así, como si nada, nació el mito.
El gran Eusebio sufrió en pleno las consecuencias más inmediatas de aquel maleficio, pues ese Benfica campeón volvería a disputar finales de la Copa de Europa en 1963, ’65 y, finalmente, 1968 contra un Manchester United surgido de las cenizas del accidente de Munich, 10 años antes. Para entonces la generación de Coluna, Águas, José Augusto y la Pantera Negra ya había alcanzado su cénit, por lo que, si aquella hubiese sido la última final a la que el Benfica hubiera llegado lo de Guttmann no tendría mayor mística.
Pero desde entonces el Benfica ha pasado por momentos imponentes, y si bien es cierto que en los últimos 25 años el Porto ha sido capaz de desplazarlos en la cima del fútbol portugués, también es verdad que el club de Lisboa ha conseguido reinventarse más de una vez. Una de ellas obedeció a la década de los 80, cuando la Copa de Europa llegó a convertirse en una obsesión para el equipo de la capital. Fueron los años de Sven-Goran Eriksson, llegado en la temporada 82-83 del Goteborg, con quien había conseguido sorprender al poderoso Hamburgo de Magath y de Ernst Happel en la final de la copa UEFA el curso anterior, coronándose con un contundente 0-3 a domicilio ante el equipo hanseático.
Tras darle el primer título europeo a un club sueco, la misión de Eriksson era regresarle al Benfica algo del brillo de aquellos lejanos 60, y en la final de la UEFA de 1983 casi lo consigue contra el Anderlecht belga. Pero el equipo de Vercauteren y de Czerniatynski trabajó un magro 1-0 en casa, y en el Estadio da Luz un gol del español Juan Lozano fue como un balde de agua fría sobre la cabeza colectiva de un Benfica que acababa de marcar el primer tanto del partido un minuto antes. Así acabaría el encuentro, y así eludiría un nuevo trofeo las arcas de las águilas. Eriksson se quedaría un año más, antes de partir a tierras italianas y el Benfica pasaría por una nueva crisis, antes de resurgir con el título doméstico en la temporada 86-87 que los clasificaría a la soñada Copa de Europa.
Corría el año 1988 y se cumplían 20 temporadas desde la última presencia del Benfica en una final del máximo trofeo continental de clubes. Quizás por eso, a medida que el equipo progresaba, eliminando al propio Anderlecht en cuartos, a aquel magnífico Steaua en semis, se reforzaba la convicción de que esta, finalmente, sería la temporada de los lusos. Hasta que se interpuso el PSV, Guus Hiddink y la suerte, que es caprichosa, en el Neckarstadion de Stuttgart. La misma suerte que había sido despiadada con el Madrid, eliminado en semis tras dos empates con el PSV sin perder un solo partido en una competición de la que ya había eliminado al Napoli de Maradona y a los dos finalistas de la edición previa, el Porto y el Bayern. Esa suerte que vino a sonreírle a van Breukelen, el portero del PSV, que pararía el último penalti del encuentro—el sexto de la tanda—y haría de Ronald Koeman, Eric Gerets, Soren Lerby y compañía campeones de Europa.
La desgracia del Benfica atraería nuevamente a Eriksson a costas lusitanas al término de su primer período italiano, en el que solo consiguió una Coppa Italia con la Roma en 1986. El Benfica, campeón de Portugal en la temporada de 1988-89, se clasificaba a la Copa de Europa una vez más y Eriksson tomó las riendas del equipo aquel verano. La búsqueda por llegar a la cima del fútbol europeo en aquel momento era obcecada por parte del Benfica, y una vez más estuvo a punto de conseguir el éxito. El equipo de Eriksson llegó a la semifinal con facilidad. Allí se encontró con el Marsella—aquel Marsella inmenso de Deschamps, de Jean-Pierre Papin, de Tigana, el principito Francescoli y Chris Waddle—a quien venció por goles fuera de casa, tras perder 2-1 en Francia y ganar en Lisboa 1-0.
Pero en la final esperaba otro gigante, uno que de hecho escribiría parte fundamental de la historia del fútbol moderno: el Milan de Arrigo Sacchi. El once inicial de ese Milán pareciera un listado de leyendas del fútbol de los 90: Gullit, van Basten y Rijkaard, claro, pero también Ancelotti, Baresi, Costacurta, Maldini, Tasotti—en fin, una defensa de hierro con un ataque fulminante que ese año ya había eliminado al Bayern y al Madrid con empeño, sí, pero también con énfasis.
Aquella final en el Ernst Happel de Viena fue la última que el Benfica llegó a disputar en los últimos 23 años. Como tantos clubes cegados por el brillo de la Copa de Europa, los rojos se vieron sumidos en una profunda crisis económica a mediados de los 90, en parte por el esfuerzo que se hizo para conseguir aquello que sigue eludiéndolos. Sin embargo, a diferencia de tantos otros clubes, el Benfica ha sabido reinventarse, en parte gracias a su cantera, en parte gracias a una astuta estrategia de transferencias. La lista de jugadores que se han formado o al menos han jugado en el Benfica recientemente parece un Quién es quién del fútbol de élite: Fabio Coentrao, Ángel di María, David Luiz, Javi García, Javier Saviola, Alex Witsel, etc, etc.
Aun así, el Benfica sigue sin poder romper el maleficio. Se lo impidió en 2013 un Chelsea que Mourinho insiste estaba fabricado para disputar la Champions, no para ganar la Europa League, y se lo negó en 2014 la táctica de Unai Emery, un Sevilla obstinado y un travesaño despiadado. Y eso que, en todo caso, nada de ello habría expiado el espíritu de Bela Guttmann, porque estas han sido finales de lo que se conocía como la Copa UEFA, no la Copa de Campeones de Europa. Guttmann partió en 1962, hace 52 años. Todo hace pensar que aún quedan 48 años de sufrimiento para los aficionados rojos.