Los orígenes de la Copa Mundial de fútbol FIFA a partir de los años 30 remiten el torneo a los principios fundamentales del deporte organizado como exponente de los valores esenciales que, en la poco humilde y plenamente categórica opinión del estamento victoriano inglés, debían servir como sustento para toda sociedad moderna que tuviese la más remota ambición de emularla y por lo tanto de adherirse de una manera u otra al mundo civilizado.
El fútbol como fenómeno popular había resultado un éxito rotundo y la viabilidad de un torneo en el que se reunieran las mejores naciones futbolísticas del mundo había sido comprobada con los Juegos Olímpicos de 1924 y ’28, en los que la fanaticada acudió con entusiasmo, a menudo sobrepasando los 20.000 espectadores por partido. Si la pausa obligada por la Segunda Guerra Mundial puso en entredicho la continuidad de la competición, entonces un solo partido en lo que fue el primer mundial de la posguerra consiguió aplastar para siempre cualquier tipo de duda que aún pudiera albergarse en cuanto al futuro del fútbol: el Maracanazo, acaso el partido más importante en la historia de los mundiales y la derrota más estruendosa en la historia de Brasil.
Tanto lo fue que tras la victoria de Uruguay ante 100.000 brasileros con el mentón desencajado y la mirada perdida en el Maracaná aquella tarde de junio de 1950 todo un fenómeno que se venía gestado en el subconsciente colectivo brasilero desde hacía muchos años consiguió desahogo y expresión en el complexo de vira lata que sin duda no fue el resultado de aquella derrota, pero que de alguna manera solo pudo ser conceptualizado a partir de ella. Las consecuencias del Maracanazo se vivieron a nivel social, y a nivel futbolístico el cataclismo acabó con una generación de futbolistas que hubiera preferido mil veces el olvido antes que el oprobio al que se vio condenada.
De aquella selección de 1950 sobrevivieron solo cinco jugadores, protagonistas del próximo fracaso en el mundial de Suiza de 1954, incluyendo al capitán José Carlos Bauer y al central Nílton Santos. Para 1958 el capitán ya no sería Bauer, sino su reemplazo en la defensa, Hilderaldo Bellini del Vasco da Gama en el que jugaba también su compañero de selección Vavá. Bellini se convirtió en un baluarte de la canarinha, ofreciendo solidez y pragmatismo en el corazón de aquel 4-2-4 que pronto descubriría el talento irresistible de Pelé y de Garrincha. El penúltimo de doce hermanos, Bellini era hijo de un emigrante italiano, camionero de profesión y radicado en Itapira, una pequeña localidad aproximadamente 150 kilómetros al norte de Sao Paulo donde Hilderaldo militó en la filial juvenil del Itapirense y en el equipo de segunda Sanjoanense de Boa Vista, antes de ser fichado por el Vasco da Gama a los 22 años de edad.
Humilde y respetuoso, Bellini ayudó a un Vasco da Gama en plena reconstrucción a conseguir el torneo carioca en 1952, y luego en 1956 y ’58, situándose entre los principales candidatos para la titularidad en la nacional. Capitaneando desde el fondo, guió a Brasil a su primera copa y forjó un mito cuando algún fotógrafo le pidió una imagen limpia del trofeo, pues la tomó en sus manos y la alzó por encima de su cabeza. Era la primera vez que alguien lo hacía, o al menos la primera vez que lo hacía conscientemente frente a las cámaras. El fútbol ha evolucionado, no siempre para bien, pero a día de hoy año tras año en los cinco continentes los miembros del equipo campeón de cualquier liga o copa del mundo, por más insignificante que sea, se agrupan en torno a su capitán con las manos al frente y agitando los dedos a la espera de que levante la copa con ambas manos por encima de la cabeza para poder gritar, todos al unísono y en sintonía con la afición, si la hay, en el momento en que el trofeo es presentado no ya a los fotógrafos, sino a los dioses del fútbol.
Con Bellini al mando Brasil deslumbró en Suecia y dio el primer paso de un trayecto arduo, largo, complicado y a menudo contradictorio por superar aquel compleixo que parece acompañarlo desde siempre, como una sombra invertida que no se proyecta por efectos del sol sino que más bien lo oculta. Hoy más que nunca, pareciera que la nación sudamericana está bien encaminada pero Brasil necesita ser capaz de montar un mundial y unos Juegos Olímpicos exitosos en los próximos dos años para exorcizar de una vez por todas los demonios que acaso no son más que el miedo a hacerse responsable de uno mismo. Sea como fuere, para que la Copa Mundial de Brasil sea un éxito total en el país será necesario que Thiago Silva se disfrace de Hilderaldo Bellini y levante la Jules Rimet con ambas manos por encima de su cabeza. Ya veremos.