1. Hay algo especialmente odioso en el concepto de contagio. Nunca lo he visto tan claro como al saber que en Japón determinados contratos de alquiler obligan a la familia del inquilino a pagar un exorcismo en caso de que éste se suicide en el apartamento. Aunque la explicación, de alguna forma, se halle en los trabajos de Paul Rozin, profesor de psicología en Pensilvania, en torno al contagio y la contaminación moral. A partir de un puñado de preguntas como, por ejemplo, si el entrevistado bebería de un vaso que hubiera estado en contacto con una cucaracha esterilizada o se pondría un jersey que hubiese pertenecido a Hitler, Rozin ha demostrado la pervivencia de determinadas formas de pensamiento mágico en el subconsciente colectivo estadounidense. “Los sujetos –señala en un estudio realizado con Carol Nemeroff y publicado en la revista Ethos en 1994– borran frecuentemente la distinción entre el campo moral y el físico cuando tratan cosas negativas, como si un germen (o menos comúnmente un residuo) estuviera presente al pensar en enemigos o en cosas malas. Y al revés, como si un elemento no físico sobrevolara su pensamiento cuanto abordan la enfermedad”. Aunque Rozin no se ocupa del suicidio, sino de la alimentación, sus conclusiones resumen a la perfección el doble nudo que oprime a la muerte autoinfligida: nos comportamos frente al suicidio como si fuera un virus y frente a la enfermedad mental como si fuera el Mal.
2. A diferencia de lo que ocurre con otro tipo de violencias, el efecto contagio sobre el suicidio ha penetrado con singular eficacia en la mentalidad periodística contemporánea. Es decir, los periodistas atribuyen a la imitación una importancia capital y no un rol secundario sólo en este caso. Ignoro los motivos. Están los obvios del cableado cerebral, diseñado para hallar causas sencillas y descartar sucesos sin una causa aparente, la adscripción de la prensa a la doctrina de la tabla rasa o la pervivencia de cierto pensamiento mágico. Pero no son exclusivos del suicidio. Así que pudiera ser por el tabú. Sin embargo, cuando se piensa que la imitación es una herramienta fundamental del aprendizaje, la conclusión viene rodando: todos los suicidios, todos los crímenes, todos los atracos, todos los incendios provocados son una imitación. ¡No sé a qué esperan para prohibir los periódicos!
3. He leído El suicidio de Durkheim una vez, aunque lo haya ojeado cincuenta mil. Hasta hace poco no di con esta clave: “Los hechos no llevan la huella de la imitación”. Fíjense ahora en el mito: un joven sueco se mata con una pistola y Las penas del joven Werther abierto a su lado, un zapatero se lanza por la ventana con el libro en el bolsillo de la camisa, una mujer se suicida en la cama con el libro bajo la almohada. Por no hablar de la llamada canción húngara del suicidio, Gloomy Sunday: suicidas ahogados en el Danubio sosteniendo en la mano la partitura, la nota de despedida de un zapatero donde se reproducían algunos versos. Pero el mito no sólo obliga a esquivar esa verdad de la experiencia formulada por Durkheim. Obliga a considerar el suicidio como un acto impulsivo. No tengo espacio ni tiempo, así que habrán de confiar en mí: el suicidio es en la mayoría de veces un acto premeditado, entre otros motivos, porque el instinto de supervivencia no se doblega fácilmente.
4. Durkheim: “Puede decirse que, salvo raras excepciones, la imitación no es un factor original del suicidio. Se limita a exteriorizar un estado que es la verdadera causa generadora del acto, y que seguramente hubiese encontrado medio de producir su efecto natural, aunque ella no hubiese intervenido, ya que es preciso que la predisposición sea particularmente fuerte para que tan poca cosa baste a transformarla en acto”.
5. Si escuchas esta canción, corres el riesgo de suicidarte. Si lees este libro, estás en peligro de muerte. ¡Qué gran campaña de promoción!
6. Se piensa, y con razón, que los adolescentes son un grupo especialmente vulnerable a la imitación. En este sentido, no creo que haya habido un suicidio más inquietante que el de Kurt Cobain. Un estudio de 1997 publicado en Archives of Suicide Research analizó las tasas de suicidio entre adolescentes y adultos jóvenes en Australia durante los treinta días posteriores al suicidio de la estrella. El intervalo se comparó con el mismo intervalo de los cinco años anteriores. No hay pruebas de que las tasas aumentaran, sino más bien de que se redujeran. Cuando se analizaron los suicidios por arma de fuego (el método empleado por el cantante), tampoco se halló ningún incremento.
7. Existe una gran evidencia, por el contrario, de que excepcionalmente se produce una concentración de suicidios en el espacio y en el tiempo: los llamados clusters, documentados en prisiones, residencias de ancianos, universidades, etcétera. Mas parece que en ellos el contagio, por así decirlo, sea algo previo. Estudiantes cuya vulnerabilidad al suicidio, a través del abuso de sustancias, intentos previos, estrés o trastornos compartidos, les hace formar grupos, por ejemplo. Lo que en determinadas circunstancias (como podría ser el suicidio de uno de ellos, aunque no sólo) aumentaría su riesgo de suicidio. En los últimos tiempos, la suicidología ha observado, sin embargo, que a pesar de existir numerosos clusters potenciales, la tragedia se desata en muy pocos. Entre las hipótesis sobre este carácter excepcional, hay una que me gusta especialmente: la muerte de un miembro del cluster también podría tener un efecto catártico sobre el resto.
8. Un día, hablando sobre clusters con el psiquiatra Juanjo M. Jambrina, le pregunté qué era lo que se imitaba. Respondió: “Yo diría más bien qué es lo que se pierde: el miedo a morir”. Es una hipótesis plausible. Un pensamiento del tipo: si mi amigo se ha suicidado, yo que estoy pensando en ello también puedo. Afortunadamente, querer suicidarse no es lo mismo que poder hacerlo. Y una de las pruebas es la enorme brecha entre el número de intentos y el de suicidios consumados, observable también en los clusters.
9. No hay estudios concluyentes acerca de que la exhibición del suicidio reduzca los niveles. Ni, por supuesto, a la inversa. Con todo, la Organización Mundial de la Salud elaboró en el 2000 algunas medidas para combatir el supuesto contagio de los medios. Entre ellas, ésta: “No deberá informarse del suicidio como algo inexplicable o simplista”. Estoy de acuerdo. “Un hombre se suicida por problemas económicos en Málaga”, “Un menor transexual de 17 años se suicida por acoso escolar”, “Una modelo musulmana se suicida por miedo a un matrimonio forzado”, “Una italiana se suicida por no soportar la repercusión de un vídeo sexual que su ex publicó en la red”. Presentar el suicidio como algo simplista no es sólo la mayor contribución de los medios a la materia, sino la propia de la teoría del contagio.
Sergio González Ausina (Dénia, 1978) es periodista. Ha colaborado en El Mundo, El País y Factual y es autor de El periodista y la obsesión. En FronteraD ha publicado El suicidio y sus huellas. Una conversación con María A. Oquendo (con Juanjo M. Jambrina), Un niño se despide. El suicidio infantil, la prensa y los culpablesy El desafío del Mal. Reedición de ‘El camino de la libertad’, 30 años de democracia en España, y mantiene el blog Cruce de caminos.