A Enrique Vila-Matas
En términos narrativos, esta es una historia que podría contarse de un modo bien simple y directo, con la precisión de quien redacta una nota para una enciclopedia. Sería así:
El rey de Atenas estaba obligado a entregar anualmente un tributo de catorce jóvenes, siete de cada sexo, a su homólogo de Creta. Los catorce jóvenes eran destinados al alimento del Minotauro, un monstruo mitad hombre mitad toro que habitaba en el laberinto construido por Dédalo, habilísimo arquitecto y escultor, amén de padre de Ícaro. Pero no es de Dédalo de quien quiero ocuparme, sino de Teseo, de Ariadna y del Minotauro. Teseo, hijo de Egeo, rey de Atenas, se presenta voluntario para ir a Creta como uno de los catorce jóvenes del tributo anual, con la declarada intención de matar al Minotauro y liberar a su patria del odioso tributo.
Al llegar a Creta se enamora de la princesa Ariadna, hija del rey Minos, y ésta le proporciona los medios para matar al Minotauro, así como un ovillo de hilo o de lana (las versiones difieren) con el que poder encontrar el camino de regreso dentro del laberinto. Teseo mata al Minotauro y regresa vencedor a Atenas, llevándose consigo a Ariadna. El barco hace escala en la isla de Naxos. Ariadna se queda dormida en la playa, y ese es el momento que elige Minerva para ordenarle al héroe que leve anclas y siga sin demora camino del Ática. Cumple la orden Teseo, y Ariadna despierta y queda desconsolada viendo cómo se aleja el barco de su amado.
Con escasas variantes, cuya insignificancia excusa su relato, así nos ha sido transmitida la historia. ¿Es aceptable en términos lógicos? Desde hace tiempo me persigue esta pregunta, y como secuela me asedian un sinfín de cuestiones, dignas al menos de ser planteadas. El curioso lector puede agarrar el cabo de este hilo y seguirme en el razonamiento.
Comencemos por el Minotauro. ¿Quién era? Se conocen al menos tres versiones. Según la primera, el Minotauro sería un toro divino de excepcional hermosura que Poseidón hizo brotar de las aguas para regalárselo al rey Minos con la condición de que se lo ofreciera a él en sacrificio. La segunda versión propone que Minos, deseoso de conservar el hermoso toro en su ganadería, lo sustituyó por otro en el sacrificio, y Poseidón, que no tenía pelo de tonto, advirtió el cambalache y, lleno de ira, inspiró a Pasífae, esposa de Minos, una pasión ciega por la divina res: fruto de la coyunda resultó ser el Minotauro (o sencillamente Tauro, monstruo ya descrito: vide supra), y Minos, espantado ante el engendro, lo encerró en el laberinto, donde lo hacía alimentar con carne humana; la de los catorce jóvenes del tributo ateniense. Y la tercera y última de las versiones quiere que el Minotauro o Tauro fuese un general de Minos con quien Pasífae habría cometido adulterio, y enterado el rey de ello recluyó a su infiel servidor en una oscura prisión que es donde lo mataría Teseo.
La versión número uno se cae por su propio peso. Si mantenemos la hipótesis tradicional de su alimentación antropofágica, el Minotauro no puede ser el divino toro regalado a Minos por Poseidón. Incluso en Creta, y en la época minoica, los toros eran herbívoros. Debería añadir que los pastos alimenticios de una res son difíciles de renovar y regar dentro de una construcción (a pesar de todo) civil, como lo es un laberinto. Pero este es un pormenor menor al lado del argumento principal.
En la versión número dos se suscitan una infinitud de preguntas que la invalidan casi por completo a no ser que descendamos a aberrantes abismos del alma humana. Pero ¿por qué no hacerlo? se preguntará quizás el curioso lector, quien sabe que el alma humana es capaz de todas las aberraciones. En tal caso, adelante. Se entiende bien que Minos quedase espantado ante un hijo de Pasífae cuya cabeza mostraba a la vista sus propios proverbiales pero invisibles cuernos. Pero ¿por qué no lo mató? (Y dicho sea de paso, ¿qué sucedía mientras tanto con el divino toro que había engendrado al monstruo? ¿y cómo es que Poseidón, que después de todo era un dios, no se lo arrebató de vuelta a Minos, cuando para ello le hubiese bastado un simple chasquear de sus dedos? Pero regresemos al punto en que abrí el paréntesis). Lo transmitido es que Minos, en lugar de matar al hijo bastardo de su arrebatada Pasífae, lo encierra en el laberinto y lo hace alimentarse de carne humana. Con lo cual volvemos a lo mismo: ni el toro ni el hombre –y de ambos participaba Tauro– son por naturaleza antropófagos. Ergo, la dieta de carne humana le fue impuesta al pobre bastardo por el cruel Minos. Pero ¿a partir de cuándo? Porque, monstruo o no, la primera alimentación, tanto para el becerro como para el crío, es láctea. En otras palabras: ¿a partir de cuándo fue destetado Tauro y obligado a comer carne humana? Podemos suponer que por el sencillo procedimiento de negarle cualquier otra clase de alimento, si bien ello no pudo ser en la más tierna infancia, so pena de que le implantasen una dentición de adulto a la desdichada criatura. (Habría que averiguar si la odontología estaba tan adelantada por aquellas calendas). Pero sea. Ya lo tenemos adulto a Tauro, y dentro del laberinto.
Convengamos en que disponiendo de condiciones óptimas para la conservación de productos cárnicos, los catorce cadáveres de otros tantos jóvenes atenienses pueden alimentar a un antropófago durante un año. Una cuestión subsidiaria, aunque no de poca monta, es que el suministro de los jóvenes no se haría en lote sino por el procedimiento del cuentagotas, a fin de evitar que los recovecos del laberinto propiciaran el afortunado azar de que dos o tres de ellos se encontrasen e hicieran frente al monstruo constituyéndose en cuadrilla. (Aquí cabría todo un sugestivo inciso acerca de un hipotético origen de la tauromaquia en tierras de Creta).
Hay enciclopedias saturadas de increíble inocencia en las que puede leerse que el Minotauro se alimentaba de la carne de quienes entraban al laberinto. ¿Entraban, o los hacía entrar Minos? Pero es que esas mismas enciclopedias, de cuyas sabias fuentes no deberíamos dudar, nos aseguran que varios importantes descubrimientos hechos en Cnosos han demostrado que estos antiguos mitos, inexplicables hasta los tiempos modernos, tienen su base en hechos reales e históricos, perfectamente comprobados. Y es por eso que sigo interrogándome, e interrogando al lector y a los hechos, en términos de pura lógica. Y confío en que al llegar a este punto la segunda versión también habrá quedado bastante desmantelada.
Resta, pues, la versión número tres, bastante más aceptable desde el punto de vista de la verosimilitud para todos quienes tengan dificultades en admitir la existencia de seres fabulosos como el Minotauro. Sólo que en esta versión nos quedamos, para empezar, sin laberinto, y en consecuencia se viene abajo toda la historia del hilo de Ariadna y el comportamiento heroico de Teseo. A esto se añade el problema de encajar en el destino del general adúltero y encarcelado por Minos a los catorce jóvenes del tributo ateniense. ¿Debemos suponer que Minos los destinaba a la alimentación de su prisionero? Para ello hubiese tenido primero que dejarlo casi morir de hambre, y una persona desfallecida por el prolongado ayuno es bastante seguro que no hubiera tenido muchas posibilidades de sobrevivir a la defensa de su propia vida hecha por cada uno de los jóvenes destinados al sacrificio. El curioso lector puede argüir que la crueldad de Minos llegaba al extremo de suministrarle al prisionero los jóvenes atados de pies y manos, víctimas indefensas. Aún así quedaría el hueso duro de roer de la implacable lógica (y el curioso lector advertirá que el lenguaje desbarra en direcciones cuasi gastronómicas: volvamos a convenir en que disponiendo de condiciones óptimas para la conservación de productos cárnicos, los catorce cadáveres de otros tantos jóvenes atenienses pueden alimentar a un adulto durante un año, pero es evidente a todas luces que la monotonía de la dieta lo llevaría más tarde o más temprano a un suicidio liberador.
De todo lo reflexionado hasta aquí deberíamos desprender que la figura del Minotauro resulta harto improbable, al menos desde mi congénita desconfianza a la palabra del poderoso, y si hay algo que es evidente de toda evidencia, en la historia del laberinto y su habitante antropófago, es que se trata de un relato puesto en circulación por el rey Minos. Pero desmitificar no es la tarea que me he propuesto, ya que amo los mitos, y el de Teseo vencedor del Minotauro, gracias al hilo de Ariadna, se cuenta entre los más bellos. Y sin embargo, ¿no tendremos al final que llegar a la desmitificación, cuando, pese a su belleza, se nos haga claro como el día que ese mito obedecía a los innobles propósitos de uno de los muchos tiranos que en el mundo han sido? No lo sé, y por no saberlo me atrevo a aceptar como auténtica –pero sólo en cuanto hipótesis de trabajo– la existencia de un Minotauro y de un laberinto, y a partir de ahí urdir una explicación plausible de su muerte a manos de Teseo y la salvación del héroe por medio del ardid famoso: el ovillo que le entrega su amada Ariadna.
El punto de partida para acercarnos al tema del hilo de Ariadna pasa por el increíble episodio del abandono de la princesa por Teseo en la playa de Naxos. Es posible que me equivoque, pero creo firmemente que la explicación de dicho abandono está vinculada de modo inequívoco con el legendario ovillo de hilo (o lana, repito la divergencia de las versiones) entregado al héroe ateniense por la doncella minoica. No se entiende bien, o al menos no lo entiendo yo, que Teseo abandone a Ariadna justo después de haber vencido al Minotauro con la ayuda de ella, a no ser que Teseo descubriese en ese gesto un ardid destinado a convertirlo en víctima. En tal caso, su conducta en Naxos –olvidemos la orden de Minerva, que ya sabemos que a los dioses podemos invocarlos como disculpa siempre que nos conviene– no sería nada más, ni tampoco nada menos, que una refinada forma de venganza.
¿Existen elementos lógicos que avalen esta explicación? Se me antoja que sí, y considerarlos será nuestro siguiente paso.
El mito aduce que Teseo, al llegar a Creta, se enamoró de la princesa Ariadna, hija de Minos, y ella le proporcionó los medios para matar al Minotauro, amén de un ovillo de hilo o lana con el que poder encontrar el camino de regreso dentro del laberinto. Al aceptar este compendio de la acción estamos aceptando de manera tácita lo más o menos obvio: que también Ariadna se habría enamorado de Teseo. Pero ¿es tan obvio? Y al mismo tiempo estaríamos olvidando que en la resolución del episodio partimos de la veracidad de la versión número dos acerca de quién sería el Minotauro: un hermanastro de Ariadna, hijo de su madre Pasífae y la divina res obsequio de Poseidón. ¿Será tan desdeñable la hipótesis de que Ariadna pudiese estar si no enamorada, presunción tal vez excesiva, al menos curiosa de poder ver a su hermanastro, recluido a perpetuidad en el laberinto por orden de su padre? Sólo apunto la duda, sobre la que volveré después de echar una ojeada al famoso laberinto.
El nombre laberinto parece provenir del egipcio, de la expresión Lapi–ro–hunt, literalmente el templo a la orilla del lago. Y es que, en efecto, el prototipo del laberinto es el inmenso palacio que habría de ser la tumba del faraón Amenembrat III, de la XII dinastía, construido a la orilla del lago Moeris, frente a la antigua Crocodilópolis, que hoy conocemos bajo el nombre de Fayum. La más fiable de las enciclopedias nos asegura que se trataba de un inextricable dédalo (y aquí se produce el curioso anacronismo de describir como dédalo a una construcción que Dédalo copió del laberinto egipcio), del que no era posible salir sin guía, compuesto de miles de habitaciones cuadradas cubiertas por sendos sillares y comunicándose entre sí por estrechos corredores. El conjunto formaba como una especie de ciudad aparte, de plano cuadrangular y unos 200 m. de largo por 170 m. de ancho. Es decir, que si Pitágoras no miente, la superficie total del caprichoso e inhospitalario edificio abarcaba 34.000 m².
La congruencia del mito del hilo de Ariadna se vendría abajo si el laberinto egipcio hubiese sido igualado en grandeza por el cretense, pero no: según Plinio, este último no llegaba a la centésima parte de aquél. Y sin embargo, de todos modos, serían algo más de 300 m². Detengámonos a ponderar lo que son unos 340 m² en bruto. Unos 340 m² en bruto significan más o menos tres veces un apartamento moderno de cinco habitaciones, cocina, comedor, cuarto de baño, terraza y servicio. Imaginemos ahora que las paredes interiores que dividen cada apartamento en sus distintas habitaciones fueran tan sólo la décima parte del número de paredes interiores del laberinto, no regularmente distribuidas, y con muchos callejones sin salida, para hacer honor a la idea de lo que es un laberinto. Convengamos en que un ovillo de hilo o de lana que sirviera para guiarse dentro de él, desde la entrada hasta el aposento donde se encontrase el Minotauro, tendría que medir varios centenares de metros. Si reducimos longitud a volumen, resultaría que Ariadna hubiera tenido que entregarle a Teseo un ovillo de tamaño bastante cumplido.
Difícil me resulta imaginar a Teseo avanzando por el interior del laberinto con la espada presta en la mano derecha (o en la izquierda; no sabemos si era zurdo) para repeler la agresión del imprevisible Minotauro, y cargando en el otro brazo el pesado ovillo, con lo embarazoso que ello debería ser. Por supuesto cabe argumentar en contra lo que parece más congruente con la supuesta intención de Ariadna: Teseo dejaría el ovillo a la entrada e iría tirando del cabo libre, desliando el ovillo mientras avanzaba. Es igualmente difícil imaginarlo. Se oponen a ello dos razones. La primera, que desconociendo Teseo el camino correcto hasta el aposento del Minotauro, tendría que andar y desandar muchos callejones sin salida, y ello enredaría el hilo un par de veces a poco que se descuidara. La segunda, y es de mayor peso, que Teseo debía ser desconfiado, como buen griego: ¿quién le garantizaba que un cretense adicto al rey no cortase el hilo cuando ya hubiese avanzado cien metros dentro del laberinto, y él continuase entonces arrastrando un cabo inútil? Y por otra parte, el ovillo en sí, aunque embarazoso de transportar, le podría servir a cambio como escudo en su lucha contra el monstruo. Pero también aquí es factible argumentar en contra: alguien dispuesto a dejarlo sin orientación pudiera seguirlo a escondidas, en secreto, y cortar el hilo a una distancia prudencial de la salida, para retornar a ella siguiendo justamente el rastro dejado por Teseo. Pero ¿y si Teseo regresara precisamente en ese instante de cortar el hilo, al haber descubierto que estaba metido en un callejón sin salida? La persona que cortara el hilo tenía que poseer ciertos conocimientos, no del camino de regreso a la salida (que ése lo marcaría el hilo mismo), sino del trecho por el que andaba ya adelante Teseo, de tal manera que no pudiese ser sorprendida en el momento de cortarlo.
En otras palabras, y Teseo debería ser lo bastante desconfiado como para no desdeñar esta hipótesis: quien quisiese impedirle encontrar el camino de regreso, si él tirase del hilo en vez de cargar con el ovillo, tenía que poseer (vide supra) una idea bastante clara de la disposición interna del laberinto. Con lo que doy por terminado este trecho del cálculo de probabilidades y me devuelvo al punto de partida. No es sólo difícil imaginar que Teseo hiciera cualesquiera de las cosas que acabo de decir: estoy seguro de que no las hizo. Y si pienso que no las hizo es que tengo buenos motivos para pensarlo. Veamos:
Teseo debió quedarse muy perplejo ante la inesperada ayuda que le ofrecía Ariadna con aquel ovillo descomunal. Después de pensar un poco en todo lo que acabo de exponer, casi podemos aventurar la certeza de que renunció a dicha ayuda. Sobre todo porque (una vez más desconfianza) ¿quién le garantizaba que Ariadna no le estaba entregando la ganzúa del laberinto al Minotauro, es decir, a su hermanastro? Demasiado riesgoso. No. Pero aún podemos quedarnos un momento junto a los dos protagonistas e imaginar, como hasta ahora ha sido lo más común, que Ariadna le entrega a Teseo un ovillo de hilo de volumen normal, de los que usan las mujeres para sus labores de costura. Y entonces surge la pregunta: ¿desconocía Ariadna las dimensiones del laberinto, era tonta, era ingenuamente malvada? Porque lo que sí tengo por evidente es que Teseo, al recibir de Ariadna un ovillo de normales dimensiones, lo primero que haría es pensar en las dimensiones nada normales del laberinto. Con la consecuencia lógica de devolverle el ovillo a la doncella dándole las más rendidas gracias y preguntándose, como yo, si era tonta o si no se había dado cuenta de que para una hazaña de esa envergadura se precisaría un ovillo de tamaño bastante mayor… o si era que andaba reinando en la idea de extraviarlo en el laberinto al quedarse sin más hilo, y entregarlo así a la voracidad del Minotauro.
¿Qué hizo, pues, Teseo? Albergo la convicción de que, como buen griego, se puso a pensar. Porque las dos actividades que más distinguen a todos los helenos de su tiempo son el pensamiento y la desconfianza. Y una vez puesto a pensar, podemos inferir que el objeto de sus cavilaciones no pudo ser otro que cómo entrar en el laberinto sin ayuda y salir también sin ella. Teseo tiene que haber intuido que ningún laberinto es tan inextricable que no se pueda salir de él, por muy perdido que uno crea estar. Y que uno no se pierde si sigue ciertas reglas.
En tiempos modernos, el geómetra Gaston Tarry ha expuesto dichas reglas de un modo convincente: Para no perderse en un laberinto basta efectuar los dos recorridos de cada calle en sentido contrario, y no tomar la calle que ha conducido por vez primera a una plaza sino cuando no se puede tomar otra. Suponiendo que el visitante se extravíe, depositará dos señales en la entrada de toda nueva calle que va a enfilar, y a la salida tres señales o una, según que esa calle desemboque en una plaza nueva o en otra ya explorada. Además, al entrar en una calle donde haya una sola señal, dejará otra. El visitante encontrará la salida del laberinto sin pasar más de dos veces por cada calle, si se ajusta a la siguiente regla: llegando a una plaza, tomar una calle que no tiene señal, u otra que sólo tiene una. Si no hay ninguna en tales condiciones, tomará una con tres señales.
Un cerebro tan despierto como el de Teseo debe haber despejado esta regla de tres como si fuese un juego infantil, asombrándose de que a nadie hasta ese momento se le hubiese ocurrido. Casi estoy por asegurar que en el instante en que halló la solución, incluso pudo aceptar el legendario ovillo de Ariadna. Pero sólo para despistarla y/o como souvenir de su viaje a Creta.
Para Teseo, un hombre tan cercano a los entresijos del poder, tiene que haber estado claro que la historia del Minotauro antropofágico encarcelado de por vida en el laberinto no podía ser otra cosa que un instrumento de intimidación urdido por Minos. El que detenta el poder lo hace porque sabe cómo acabar con sus enemigos. Fue para los enemigos de Minos, en Creta, que el astuto rey fraguó el laberinto. Cuando Teseo se presenta voluntario para participar en el grupo de jóvenes atenienses del tributo anual a Minos, entiendo que su intención es doble. De una parte acabar con ese oneroso vasallaje que inflinge un baldón al honor de Atenas, y de otra, capitalizar su hazaña. ¿Cómo? Erigiéndose él mismo en rey de Atenas. Para ello no bastaría simplemente con su arrojo al enfrentarse y derrotar al mítico Minotauro. Es por eso que concierta con el rey de Atenas, su propio padre, engañándolo desde el primer momento, que a su regreso de Creta, el barco donde viaja izará velas blancas si Teseo cumplió su cometido, y velas negras si fracasó en el empeño. Sabedor de cuánto lo ama el rey, su padre, sabedor de que el rey su padre no lograría sobreponerse al dolor por la pérdida del hijo bienamado, Teseo parte para Creta con la premeditada intención de regresar con velas negras izadas en su nave, a pesar de su programada victoria cretense. La consecuencia la sabemos: el rey de Atenas se suicida al avistar sus vigías el sombrío velero que retorna de la isla donde gobernaba Minos.
Y ni que decir tiene que Teseo pasa a convertirse en rey de Atenas al desembarcar en El Pireo, y además se casa con Fedra, la hermana de Ariadna.
¿Por qué con Fedra y no con Ariadna? Ello nos retrotrae a Creta y al ovillo de lino (o de lana) y al presunto Minotauro. ¿De qué modo destruye Teseo el mito del Minotauro? No matándolo, esto entretanto tendría que ser evidente para los curiosos lectores de mi elucubración: ¿cómo matar lo que no existe? No matándolo, no, sino demostrando su no existencia. Pero para ello era necesario que Teseo penetrase en el laberinto y saliera de él, sano y salvo. Sabemos que salir debió serle relativamente fácil, por todo lo que antecede en mi exposición. Pero lo difícil era otra cosa: demostrar que había penetrado hasta el centro del laberinto y, luego, encontrar el camino de salida. Para lo cual le bastaba internarse en el edificio construido por Dédalo llevando consigo el hilo de Ariadna, abandonarlo en alguno de los múltiples, infinitos recovecos de la construcción, y retomarlo en el camino de retorno. Sí, pero ¿y la prueba de que estuvo en el aposento central, en el corazón del edificio, donde se suponía que debiera vegetar (tal vez fuese más adecuado decir carnear) el Minotauro? Quien además, al cabo de tantos años de pertinaz antropofagia, debería estar medio hundido hasta el cuello entre los huesos de sus víctimas, víctima él mismo de una asfixia que podríamos aventurarnos a calificar como de calcárea. ¡Ah! la prueba de su arribo al corazón de la verdad es algo que me temo que jamás podrá ser sabido (prescindo del plebeyo participio pasivo –¡pasivo!– descubierto), porque con absoluta certeza la policía secreta de Minos la destruyó, a fin de lograr perpetuar al rey cretense en su dominio por el terror. Sólo me es dable conjeturar que Ariadna sabía del juego, que participaba en él, y que lo hacía a dos bandas, ganando tanto con el triunfo de Teseo como con la derrota de Minos, y esa puede ser la razón de que Teseo, experto él mismo en dobles juegos, la repudiase al fin dejándola abandonada en la playa de Naxos, tan inhóspita que pudo servir de escenario para una ópera de Richard Strauss.
He dicho, y no a la ligera, la derrota de Minos. Pero lo cierto es que de esa derrota no sabemos nada. Por mi parte la supongo tácitamente, como un hecho consumado, a partir de la propia dinámica del mito tal y como nos ha sido contado de manera tradicional. Porque esa manera tradicional, luego de afirmarnos que Teseo venció al Minotauro, continúa con el relato de la huida del héroe acompañado de Ariadna, el episodio de Naxos, el regreso a Atenas y lo demás que sigue: y nada más. Sí, pero ¿qué sucedió en Minos al saberse, si es que se supo, que Teseo había salido indemne del laberinto? De todo eso, la manera tradicional no nos dice nada. Cabría esperar que se nos contase que el pueblo de Creta celebró a Teseo como su libertador, y que ese mismo pueblo se alzó contra el régimen de terror impuesto hasta entonces por Minos. Pero no, no se nos dice. Sí se nos dice que Teseo huyó (remarco: huyó) llevándose consigo a Ariadna. Ello nos deja nada más que una conclusión posible: Que el régimen de terror prosiguió pese a todo, lo cual refuerza mi hipótesis de que la prueba del arribo de Teseo a lo que llamé el corazón de la verdad, tiene que haber sido destruida. Y si Teseo huye llevando consigo a la hija del rey, ¿no será porque se trata de un rehén ideal, tanto más ideal cuanto que se presupone el enamoramiento mutuo de los protagonistas de esa huida?
Reconstruyamos el guión: Teseo, uno entre las catorce víctimas del tributo anual de Atenas a Creta, penetra en el laberinto y sale de él, cosa que hasta entonces parece como si nadie lo hubiese logrado, y trae consigo además la prueba de que llegó hasta donde se supone que habitaba el Minotauro. Semejante hazaña implicaría que los días de Minos como tirano de Creta están contados. Ergo, la policía secreta de Minos destruye la prueba, con lo que Teseo se convierte ipso facto en un impostor, y el héroe huye para escapar de la muerte, pero no sin asegurarse de que su integridad física está protegida por un escudo: Ariadna. Una vez a salvo, en la playa de Naxos –y ya seguro de que llegando a Atenas se erigirá en sucesor del noble Egeo al haber muerto su padre tras haber visto las velas negras de la embarcación–, se inventa una orden de Minerva y parte para su patria dejando a Ariadna librada a su suerte. En Creta, mientras tanto, Minos sigue en el poder y prosigue su terror, pues su policía hace correr la especie de que la muerte de Minotauro a manos de Teseo no es (curioso: aquí la policía no tiene por qué mentir) nada más que una fábula. Se dice, eso sí, en los corrillos del ágora, que la princesa Ariadna intentó ayudarlo con un ingenuo ardid («¡Imaginaos el ovillo necesario para entrar y salir del laberinto sin perderse…ni perder el hilo!», los cretenses se mueren de la risa), y que al descubrirse la impostura de Teseo ha huido con él para escapar a la ira de su augusto padre.
Y eso es todo. Nada más. Pero también nada menos. Ambos mitos, el del hilo de Ariadna y el del laberinto de Creta, carecen de asideros lógicos. Lo que los vuelve imperecederos es la idea que subyace a cada uno de los dos.
En el caso del laberinto vemos plasmada la idea del poder creyendo que no tiene por qué rendir cuentas a nadie. En ese sentido, el mito llega hasta nuestros días y bastaría que recordásemos el archipiélago Gulag, las mazmorras de la Stasi en la periclitada RDA, la Escuela de Mecánica de la Armada en Buenos Aires o el Estadio Nacional de Santiago de Chile durante las respectivas dictaduras, o la cárcel para prisioneros de guerra musulmanes en Guantánamo después del 11 de septiembre. Va de suyo, pero de todos modos lo diré expresis verbis, que en la anterior lista, o en cualquier otra que pudiera hacerse, no incluiría nunca Auschwitz y el resto de la siniestra maquinaria del Holocausto: el ejercicio del terror policial sobre el propio pueblo o un grupo enemigo concreto, ya casi banal por lo habitual, jamás debe homologarse con el genocidio, aun cuando también sea delito de lesa humanidad.
Y en el caso del hilo de Ariadna nos representamos mentalmente la astucia del dominado para poner en evidencia al poder, e incluso defenestrar al tirano. El equivalente contemporáneo serían los pañales (no pañuelos) que las Madres de Plaza de Mayo adoptaron como tocado.
Llegar a estas conclusiones casi parece superfluo después de habernos internado en el dédalo inductivo y deductivo de las páginas precedentes. Pero se me ocurre que fueron necesarias.
Durante su escritura he consultado una y otra vez la opinión de los amigos, fatigando su paciencia y sus oídos (la mayoría de las consultas las hice por teléfono, otro hilo de Ariadna).
Y el argumento más escuchado en contra de mi elucubración es que todo el mundo sabe que los mitos son mentiras, que son sólo paradigmas, o epifanías, o símbolos, cualquier otra cosa que una realidad histórica y/o pensable en términos lógicos. Así, desde Ciudad de México (otro laberinto), el maestro Alvaro Mutis me escribió: “Sucede que todo mito –y mucho más los griegos– tiene siempre una cierta vaguedad, una indefinición, una borrosa frontera, porque surgen de ese inconsciente ancestral –Jung dixit!– donde toda imagen tiende a confundirse o a fundirse con otra, y de allí que aplicarles la sana razón cotidiana es un juego muy sabroso pero que deja al mito disecado y como mariposa de museo. (…) En resumen: en todos los mitos toda interpretación es válida, lo que quiere decir que es más discreto dejarlos como están, que ya es un misterio que hayan sobrevivido al afán de explicarlo todo que nos define y acosa a los humanos”. Vale. Pero ¿también los helenos contemporáneos al mito del laberinto y al del hilo de Ariadna, los inventaron conscientes de su valor paradigmático, epifánico, simbólico, horro de cualquier realidad? La lectura de los clásicos helénicos impulsa más bien a pensar que creían en su realidad histórica, o al menos, que había en ellos un substrato de historicismo, de realidad, que era el que les prestaba su espanto o su consuelo.
Por otra parte, en nuestros tiempos desmitificadores sigue habiendo masas innumerables que siguen creyendo a ciegas en el paraíso prometido por el Corán o en el absurdo sadismo de que la madre de Jesús, la Virgen María del olimpo cristiano, subió en cuerpo y alma a los cielos. Quedémonos con este ejemplo que es el más cercano a nuestra sensibilidad occidental, si decir esto no provoca la sonrisa de nadie. Admitamos que, dentro de la lógica propia de la escatología cristiana, el alma de la Virgen María subió a los cielos, suponiendo que a los cielos se suba y no se baje. Pero ¿también el cuerpo? ¿qué hace el cuerpo de una mujer del primer siglo del cristianismo, veinte siglos después, enmedio de tantas almas, si es que son tantas?
Por decirlo mejor, debe aburrirse como una ostra. Pero si recordamos que se trata de un dogma de fe (el de que la madre de Jesús ascendió en cuerpo y alma a los cielos), inmediatamente caemos en la cuenta de que el esquema básico de esa afirmación es una imposición. Es decir, se trata de un nuevo mito creado por el poder, en este caso el de la iglesia católica.
¿A cuenta de qué hay tantísima gente que sigue admitiendo supercherías de semejante calibre y que hacen enrojecer de vergüenza al pensamiento? Por mi parte, confieso un repudio incondicional a todo mito que proceda del poder. Pero tampoco me hacen muy feliz los que son una simple reacción en contra. Los mitos que hacen estallar en mi corazón sus luces de bengala y sus castillos de fuegos artificiales son aquellos que pudiéramos llamar puros, gratuitos, y su mejor ejemplo es el de Ícaro. No deja de ser notable, dicho sea de paso, que Ícaro fuese hijo de Dédalo, el constructor del laberinto de Creta. Pero esa es otra historia.
Y así podría continuar horas y horas, página tras página, si no hubiera que dar en algún momento la puntada final. Aunque sólo sea de un modo provisional. Me lo temo: muy provisional. Ernst Jünger dejó dicho sabiamente, siendo ya centenario, que debiéramos detenernos a reflexionar sobre la pervivencia de ciertas cosas, y nos recordó que lo que fue Plutón para los griegos, lo era hoy el plutonio para los hombres del siglo XX. ¡Cuán cierto!
Los laberintos continúan alzando sus paredes hacia el cielo, los minotauros siguen bramando en sus lóbregos pasadizos, las Ariadnas y los Teseos urden sin tregua sus estratagemas. Pero Ícaro, entretanto, ya vuela.