Esta tarde, cuando se enfrenten Holanda y Alemania en partido de fase de grupo de la Eurocopa, habrá rivalidad y se evocará la sombra de un pasado que ha convertido a este enfrentamiento en una de las piedras angulares de la tradición futbolística europea. Dados los resultados previos en este grupo, el partido se perfila prácticamente como una eliminatoria para Holanda, mientras que Alemania sería el primer equipo en asegurarse el pase a la segunda ronda con una victoria. Todo ello hace pensar que este puede ser el primer gran juego de la Eurocopa, cuyo nivel hasta los momentos ha sido más bien famélico.
Algo que muy probablemente no estará presente en esta edición de Holanda-Alemania será el odio visceral que, por ejemplo y desgracia, ayer apartó el protagonismo del enfrentamiento entre Rusia y Polonia del aspecto deportivo. Y es que, 22 años después de la caída de la cortina de hierro, entusiastas de la selección rusa decidieron celebrar el día de su unidad nacional con una marcha a través de las calles de Wroclaw para llegar al estadio donde los anfitriones se medirían a sus antiguos opresores. Las consecuencias de tal desatino logístico eran tan previsibles como deplorables, y, de hecho, todos los diarios de la Europa civilizada, la occidental, han acometido con fuerza en contra de la barbarie evidente en el comportamiento de fanáticos rusos y polacos por igual.
Lo cual nos remite de vuelta al Alemania-Holanda y una historia que en lo futbolístico comienza con la final de la Copa del Mundo de 1974, celebrada en la República Federal de Alemania. Los anfitriones, tras una derrota histórica en la primera ronda contra su hermana República Democrática y una victoria infame en la segunda, bajo un diluvio insólito, ante una Polonia muy superior, se enfrentaba a la Naranja Mecánica, revelación del torneo, adorada por todos. A los de Cruyff y Michel les pasó lo que le pasa a tantos—Hungría en el ’54, Francia en el ’82—contra los teutones: se sabían supriores, se fueron arriba en el marcador, y se confiaron. Neeskens marcó un penalti en el minuto dos, pero los alemanes hicieron lo propio algo más tarde, y el “torpedo” Müller marcó uno de los suyos cuando más duele, justo antes del medio tiempo.
Preguntar qué habría pasado si ese partido se jugaba, no digamos ya en De Kuip, pero en tierra neutral, en Berna o en Wembley, sería preguntar una sandez. Nadie nunca lo sabrá, ni hay manera de hacerlo. Sin embargo, algo sí que es seguro: 30 años después del final de la Segunda Guerra Mundial, el odio que sentían los holandeses, y, ya que vamos, el resto de la Europa civilizada, por los alemanes era tal que el saludo habitual a un teutón en una taberna o garito cualquiera en Copenhague o Marsella habría sido un escupitajo al suelo y un sale boche, o, en el mejor de los casos, la Internacional.
Pero el fútbol sigue siendo uno de los pocos foros, acaso el último, donde el nacionalismo y la vena supremacista continúan siendo vehículos legítimos de expresión. Por ello, a menudo el deporte es tachado de vergonzoso, oscuro, inclusive sucio. Términos todos que podrían adecuarse perfectamente para describir la conciencia, no solo de una persona, sino de toda una nación.
No se trata de justificar, ni, por dios, aplaudir, el comportamiento troglodita de lo que al fin y al cabo siempre resulta ser una minoría. Se trata, más bien, de corregir el discurso moralista y autoindulgente de un occidente tan civilizado que se cree por encima de las banalidades de cualquier juego, por encima de mensajes patrioteros o actitudes mezquinas, por encima, al fin y al cabo, del odio y sus secuaces. Por eso, cuando hoy se enfrenten Alemania y Holanda nadie recordará el plan de Schlieffen ni sus reencarnaciones posteriores y toda la hinchada querrá que gane el mejor.