Atrás quedan los sueños que hoy son sólo hielo o piedra
Lepoldo María Panero
Decir que provengo de un tiempo que ya no existe sería, cuando menos, impreciso. Primero, porque a todas luces me refiero al pasado y no hace falta demasiada argumentación para alegar que la memoria es la máquina a la vez más tenaz y vaporosa que todos ustedes y yo conocemos. Segundo, porque quizá ese tiempo que trato de recuperar en realidad es una forma extremada del presente y, tercero, porque no sé por dónde más empezar a deshilar cuanto contiene este libro.
Mejor arrancar por lo que alguna vez fue el principio, o una serie de principios que se atropellan unos a otros en recuerdos que tienden a confundirse conforme ha pasado el tiempo.
Sí, el tiempo.
Tengo apenas diecisiete años y, a diferencia del viaje iniciático por toda Europa arriba de un tren con el que se atarea mí generación, yo estoy a punto de embarcarme en mi personal versión de la Odisea con destino a Estados Unidos a bordo de una serie interminable de autobuses Greyhound que correrá desde Laredo hasta la frontera con Canadá y más allá, hasta la ciudad donde vine al mundo, Montreal. Quien lo dijera, tuvieron que pasar 32 años desde entonces, el camión de una vida que te pasa encima, para pensar en escribir algo al respecto.
Conservo en su estado precario el boleto de los hoy inexistentes Ferrocarriles Nacionales de México con el cual abordé, en la también extinta Estación de Balbuena, el tren 71, coche 69, clase A-C, con destino a Nuevo Laredo, Tamaulipas.
Soy un nervioso pero entusiasmado escuincle de diecisiete años a punto de treparse a un tren, yo solo, sin la compañía de nadie más. Ninguna imagen precisa me viene a la mente, sólo el ruido circundante de otros pasajeros, algunos avisos que se escuchan desde la lejanía de los altavoces de la Estación Balbuena, eso y la sensación de los abrazos de mi madre, quien entonces tenía 46 años de edad, cuatro menos que yo al decidirme a poner todo esto por escrito transcurridas más de tres décadas y cumplidos ya los 50.
Por contraparte, mi padre quizá estaba presente, quizá no, pero como siempre, en la escena brilla por su ausencia, ya sea física, ya afectiva, emocional o como se llame. En buena medida, mi propia historia es la historia de su ausencia, pero también de su enfermiza, mortífera cercanía. Este libro va a tratar acerca de varios asuntos, y entre ellos se tuvo que colar desde el inicio su sombra, una auténtica losa, la sombra de mi padre, la cual, creo, apenas he aprendido a burlar. Cuántos años tuvieron que pasar, cuánta vida, para escribir esto. Se dice fácil, no lo fue en absoluto.
Vamos tirando, dice la expresión.
De regreso a la Estación de Buenavista, de la cual hoy apenas queda un rastro, un mínimo y distante trazo como empotrado en un horrendo y colosal centro comercial que se levanta en la esquina del Eje 1 Norte e Insurgentes, llamado Fórum Buenavista, de vuelta a otro tiempo ubicable no en el pasado, sino en otro planeta, aparece mi madre, siento, ya lo dije, sus preocupados abrazos, una todavía joven madre que se despide de su hijo que está a punto de partir hacia quién sabe dónde, mientras yo mismo me despido de lo que mucho o poco que me quedaba de adolescente.
El tiempo ha desintegrado todo recuerdo de cuándo y dónde compré el boleto de tren que me llevaría hasta Nuevo Laredo pasando por Monterrey, al contrario de la libreta Travelpass de los autobuses Greyhound, cuya pequeña oficina, ubicada en el número 27 del Paseo de la Reforma, reaparece en mi memoria con una preocupante claridad: un par de escritorios, un mapa carretero de Estados Unidos colgado de una de las paredes (la persona que me atendió me regaló una versión plegada del mismo, Map of the USA. Travel for Tomorrow Council, y que conservo hasta la fecha, doblado en 14 idénticos y desgastados rectángulos), ningún mostrador, teléfonos de disco, otra especie actualmente desaparecida, no menos por cierto que la agencia de ventas de la otrora mítica línea de autobuses gringos: hoy día, pasados treinta y dos años, cuando escribo esto, al número 27 de Reforma le corresponde un edificio de apartamentos tamaño ratonera de no menos de 20 o 25 pisos.
Cualquiera podría objetar, y con razón, que se trata de un trozo, apenas el fragmento de una vida. Mi única respuesta: ha sido un largo tiempo, el suficiente para sentir que me he levantado más de una vez de mis propias cenizas. Lo cual, por cierto, no significa ningún logro mayor, pues aplica igualmente para la vida de cualquiera de nosotros, ¿no es cierto?
En aquella época yo leía poco, en cualquier caso mucho menos que durante mis años de infancia y temprana adolescencia. Sin embargo, años antes de abordar el tren que me llevaría hasta Nuevo Laredo, y de ahí hasta la garita fronteriza que cruzaría para ingresar a Estados Unidos por vía terrestre, me esperaba una suerte de acercamiento a un paisaje literario no lejano a los relatos y “crónicas imaginarias” de los años ochenta del siglo XX que Juan Villoro había reunido en su libro Tiempo transcurrido, y que yo descubriría mucho tiempo después de comenzar mi propio viaje, allá en los años del fin de la adolescencia en que los referentes culturales colisionaban unos con otros y terminaban fundiéndose indistinguibles al inicio de esta crónica imaginaria que lleva por título ‘1985’, así tal cual:
La casa de Ricky fue la única que se sustrajo a la primavera de las antenas parabólicas. Mientras sus amigos veían cientos de canales extranjeros él se sentía que conformar con la televisión local.
Su angustia se agravó cuando supo que el 13 de julio se transmitiría el concierto de Live-Aid desde Filadelfia y Londres: ¡dieciséis horas de rock en vivo! […]
Después de dieciséis horas ante la enciclopedia en movimiento del rock, Ricky apagó la tele […] Fue al baño y tomó el primer Valium de su vida.
Al día siguiente salió en el coche. Había visto tanta televisión que la realidad le pareció opaca, deslavada. Tal vez por eso manejó más rápido que de costumbre, como si la velocidad pudiera darle mayor relieve a los objetos. No quiso oír ninguno de sus casetes. Avanzó de prisa, tratando de modificar el contraste de lo que veía, de extraerle a la realidad colores reales, de poner el paisaje en sintonía […]
A las pocas cuadras el coche avanzaba rápido, cada vez más rápido, bruñido y poderoso, perdiéndose en el vasto laberinto, y Ricky veía el cielo sucio y torturado por los cables con la desesperación de quien busca el desierto y sólo encuentra el polvo.
Hay en este pasaje, en estas líneas que no escribí yo, algo que me pertenece íntimamente. Suena extraño, solamente puede sonar al sutil ruido de la prosa, porque soy y no soy el Ricky que imagina Villoro en su crónica –también imaginaria. No soy yo quien maneja un automóvil que avanza raudo por las calles de la ciudad de México, aunque sí soy quien, desde que pude imaginar semejante cosa, intentó cualquier vía de escape no sólo de la urbe sino hasta del propio país: en esos años nunca crucé el umbral de la velocidad máxima manejando un feroz bólido pero sí logré el don del movimiento perpetuo, ya fuera desplazándome en territorio estadounidense durante semanas enteras a bordo de un autobús de pasajeros, ya mudándome de países en múltiples ocasiones una vez alcanzada esa forma de la desgracia renovada que se conoce como la edad adulta.
Nadie crea que tengo derechos de exclusividad sobre esa muy peculiar condición de ambigüedad, esencialmente de índole cultural que –un mundo en sí mismo– comparto con quienes crecimos en un país que siempre ha visto hacia el norte, hacia Estados Unidos, no sin una gran carga donde lo mismo se combina la admiración, la reticencia, el embeleso y el rechazo. Es decir: lo que cualquiera que haya nacido en el México de la segunda mitad del siglo XX conoce de sobra. Estoy hablando, en las conocidas palabras de Carlos Monsiváis, de la primera generación de norteamericanos nacidos en México. Una frase en apariencia genial, aguda, tras la cual se esconde un cuestionable reclamo nacionalista. No es extraño: la dijo para la posteridad un intelectual que siempre postuló el canon del nacionalismo cultural.
Me explico.
Confieso que, con excepción de Apocalipstick (2209), que considero imprescindible para comprender la profunda y extrema mutación que experimentó la ciudad de México al mediar el siglo XXI, soy mal lector de los libros de Monsiváis. No puedo por lo tanto emitir un juicio más o menos serio acerca de sus cientos de crónicas acerca de María Félix, Fidel Velázquez, los charros sindicales, la Virgen de Guadalupe, Juan Gabriel y un largo y mexicanísimo etcétera.
Conozco, eso sí, sus primeras impresiones acerca del célebre concierto de rock en Avándaro, conocido también como el Woodsotck mexicano del 11 y 12 de septiembre de 1971, a raíz del cual se hizo popular el trasunto y frasecita acerca de la primera generación de gringos nacidos en territorio mexicano. En una carta privada que Abel Quezada hizo pública en su columna del periódico Excélsior publicada el domingo 26 de septiembre de 1971, Monsiváis se refiere a la masa de greñudos y encueradas congregados en el poblado de Tenantongo, Estado de México, para bailar y desmadrar a ritmo de rock setentero, en los siguientes términos:
150.000 gentes, las mismas que no protestaron por el 10 de junio [en referencia al “halconazo” ese mismo año], enloquecidas porque se sentían gringos. El horror.
¿Ya no será posible consolidar la idea, la noción de país?
Si lo que nos une es el deseo de ser extranjeros, estamos viviendo en el aire.
No presumo de patriota y lamento drásticamente las formas abyectas de nacionalismo a que nos ha arrojado la demagogia oficial, pero este nacionalismo invertido (“soy tan mexicano que ya entiendo inglés”, “Soy tan de México que me envuelvo en la bandera norteamericana”) me sobrepasa. […]
¿Qué es la Nación de Avándaro? Grupos que cantan en un idioma que no es el suyo, canciones inocuas; rechazo a la guerra de Vietnam, pero no a la explotación del campesino mexicano; pelo largo y astrología, pero no lecturas y confrontación crítica. Creo que la ‘Nación de Avándaro’ es el mayor triunfo de los mass media norteamericanos: es el Mr. Hyde de artículos, reportajes y crónicas sobre Woodstock. Es uno de los grandes momentos del colonialismo mental en el Tercer Mundo.
Tan lamentable resultó la ventaneada a Monsiváis por Abel Quezada, que el primero se dedicó a tratar de explicarse y re-explicarse en repetidas ocasiones a lo largo del tiempo en las revistas Siempre! (3 de noviembre de 1971), Personas (5 de septiembre de 1977) y el diario El Financiero (26 de octubre de 1989), no sin afectar el estilo más bien escurridizo y el lenguaje atrofiado que le era característico –díganme ustedes si no: “Las instancias se niegan y se integran entre sí. Ante la moral imperante Avándaro representó un estallido radical. Ante la búsqueda de alternativas, confirmó su dependencia. ¿Fue Avándaro un hecho colonial? Sí pero no porque un festival masivo de rock deba ser asunto exclusivamente norteamericano sino por el intento básico de su reclamo: duplicar, sin problemas, una experiencia ajena, es decir, una vez más ponernos al día a través de la emulación detallada.”
¿Entendieron algo? Yo no.
Y, sin embargo, la ocurrencia mantuvo su vigencia explicativa al menos hasta la segunda, tercera y cuarta generación de estadounidenses nacidos en México, entre las cuales me incluyo, nacido en 1970 fuera del país pero educado en el mismo todavía bajo el manto del nacionalismo educativo, de la férrea e implacable cerrazón política y económica; en ese mismo mundo tan lejano que hoy parece el precámbrico, anterior a la globalización extremada en los ámbitos de la cultura y los patrones de consumo masivos, y desde luego el fugaz desdibujo –una promesa que, como la económica, se quedó en promesa– de las identidades tribales y nacionalistas al mediar el nuevo milenio.
Pertenezco a una de tantas generaciones de gringos nacidos en México: desde niño consumí televisión y películas de vaqueros, caricaturas, comedias, historias de extraterrestres, abducciones y viajes interestelares, novelitas de misterio del tipo los Hardy Boys (quién las recuerda hoy, por dios), ya puberto y adolescente mucho rock, cine en cantidades industriales, gusto desmedido e implacable por los tenis y las T-shirts. Recuerdo dos de ellas en especial, que me duraron un tiempo que ahora parece una eternidad: una azul obscuro, el logotipo de los Osos de Chicago al frente; otra blanca, con la imagen de Bruce Springsteen al frente y la larga lista de ciudades estadounidenses donde el cantante y la E Street Band darían conciertos al reverso.
Los Bears de Chicago, ciudad en la que años después yo viviría una larga temporada, y The Boss todavía existen, de hecho se convirtieron en dos poderosas franquicias típicamente americanas, semejantes a los gadgets, artefactos y dispositivos de la marca que ustedes gusten y que se han convertido, esto se ha dicho hasta la náusea, en extensiones y prótesis de nuestros falibles cuerpos de mierda.
Antes hubo otros aparatejos, hoy tan extintos como los dinosaurios. Estoy hablando, por ejemplo, de mi WalkMan amarillo, a prueba de agua; estoy hablando también de una respetable colección de casetes de música que simplemente desaparecieron en la noche del tiempo.
Armado con ambos, una veintena de cintas magnetofónicas y mi preciado WalkMan, me despedí de mi joven madre en la estación Balbuena una cálida noche de julio de 1988.
No recuerdo si llevaba algún libro conmigo. Otro recuerdo imposible de extraer bajo las placas tectónicas de la memoria.
Una vez a bordo del tren dediqué un largo rato a mirar a través de la ventana.
No vi gran cosa que no fuera la oscuridad de los cinturones de miseria de la ciudad México.
Pasadas un par de horas entró a la cabina un diligente empleado de Ferrocarriles Nacionales de México para transformar en tres patadas aquel reducido espacio en un confortable dormitorio. La emoción del momento no evitó que cayera rendido hasta la mañana siguiente, cuando el tren se detuvo en Monterrey antes de continuar hasta Nuevo Laredo, frontera con Laredo, Texas.
Degradación no es exactamente lo mismo que descomposición. Uno escribe los nombres de ambas ciudades evocando calles sin pavimentar de un lado, y los edificios chaparros e impecables del otro, sin terror ni ansiedad, sin la carga de violencia y los litros de sangre que han arrasado ese y otros puntos de la frontera de México con Estados Unidos. Según un reportaje reciente de la revista VICE, en Rio Grande, una pequeña ciudad de 15 mil habitantes ubicada al sur de Laredo, la actividad de los carteles de la droga se ha desplazado hacia el tráfico de personas. Es común escuchar balaceras a media noche, mientras que durante el día los State Troopers tejanos se atarean en detener automóviles cargados de drogas. Una pesadilla incontenible. Un paisaje calcinado: el sur de Texas asumiendo los usos, costumbres y prácticas sociales del estado de Michoacán, ubicado a mil 390 kilómetros al sur, una zona de guerra incrustada en el occidente de México.
A cualquiera le sonará un disparate imposible, pero lo cierto es que cuando yo crucé de Nuevo Laredo, Tamaulipas, a Laredo, Texas, bajo el tórrido sol de verano hace 32 años, el riesgo mayor consistía en aguantar el calor insoportable del desierto. Antes de las 2 o 3 de la tarde el tren ya había arribado a la estación, hoy inexistente y reconvertida, quien lo dijera, en una biblioteca municipal que lleva un nombre demasiado extraño, distante de cualquier noción del realismo mágico, en semejantes peladeros del norte de México: “Estación Palabra Gabriel García Márquez”.
Poco después esperaba, junto con otras cuarenta almas, a bordo de un infame y destartalado autobús en la vieja estación de autobuses de Nuevo Laredo –actualmente funciona la “nueva”, construida unos metros más adelante, avenida César López de Lara 3228–, para ser llevados a la más bien modestísima estación de Greyhound, emplazada en Salinas Avenue, de lado texano. Ignoro si ese servicio sigue en operación, lo dudo. El negocio debe ser propiedad de los cárteles, que se dedican al trasiego de drogas pero también, y al parecer con mayores márgenes de lucro, de personas: niñas, niños, adolescentes, parejitas veinteañeras, abuelas esperanzadas en reencontrarse en Chicago con el hijo al que no ven hace quince años.
En cualquier caso, con la mayor incomodidad del mundo, uno era transportado al cruce fronterizo, despachado por los agentes de migración gringos, y conducido al Greyhound en un tiempo que recuerdo suficientemente razonable, si bien no exento de incomodidades.
Atrás habían quedado los padres, los abrazos de mi madre, sus insistentes llamados a la prudencia y la precaución, el suave traqueteo del tren, la comodidad de dormir en posición horizontal, así fuera en un camastro estrecho. Ahí empezaba la verdadera aventura, la odisea, el viaje. La novedosa sensación de ser completamente autónomo y dueño de cada uno de tus movimientos, de cada paisaje observado, de cualquier pensamiento, cualquier espacio en blanco o en negro que te pasara por la cabeza. Después de una vida de descalabros y contrariedades que en algunos casos se hubieran podido evitar, no diré que en ese momento comenzaba el supuesto fin de la inocencia, vaya, que aquí nadie está en una novela de finales del siglo XIX.
Más bien dicho: ni fin ni comienzo de nada que me haya quedado más o menos claro. Si acaso una vuelta de tuerca brutal a lo que –arriesgando parecer el esnob inmamable que nunca he pretendido ser–, hablemos mejor de mi confusión o revoltijo mental-cultural a una edad más o menos temprana. Los pedagogos seguramente la encajonarían en el rubro: “en formación.”
Una nota al pie que no es tal: no seré yo quien venga a reivindicar el patético y nauseabundo centralismo cultural y político de un país como México, pero soy –mi caso dista mucho de ser único– la prueba viviente de que no es obligatorio habitar en Tijuana o Ciudad Juárez para llevar encima de los hombros el sino de una condición fronteriza, la mezcla turbia pero no por ello vivible de fusionar, hermanar, etcétera, desde la infancia hasta la vejez, lo gringo con lo mexicano. O como se dice todos los días de los japoneses: que logran combinar sus modos tradicionales con una modernidad que les viene de fuera.
Ojo: queda más claro que el agua que los mexicanos estamos muy lejos de ser japoneses.
Increíble pensar que para mi madre –mi padre en esto no cuenta, nunca ha contado, hablaré acerca de esto más adelante– resultara del todo natural que uno de sus hijos, con diecisiete añitos de edad, se trepara a un tren y luego a un número incontable de autobuses Greyhound para cruzar un país de dimensiones continentales.
Lo que es tener confianza, me digo yo ahora, transcurridas tres décadas y unos cuantos años. Hoy sería impensable hacerlo por razones obvias: nadie, adolescente tardío o joven adulto se expondría gratuitamente a la violencia, el peligro y el riesgo asociados a semejante road trip, así fuera para cumplir con un rito de paso –bueno, nunca falta el holandés y el alemán enguaracheados con todo y calcetines dispuestos a descubrir un país imposible; y menos obvias: el tren mexicano, al menos el tren que conectaba con Monterrey y Nuevo Laredo, el mismo que ha dejado de existir, y la compañía Greyhound, que ya no pertenece a sus dueños históricos en Hibbing, el mismo pueblo donde nació Bob Dylan, luego Dallas, que fue comprada y seccionada por dos grupos financieros de Chicago y Nueva York, y como tal pasará por una profunda reconfiguración de su modelo de negocios, en la cual están incluidas la mayoría de sus assets, incluidas sus decrépitas estaciones, y por ende también sus rutas y servicios a lo largo y ancho del país, por no mencionar la desaparición, sabrá dios cuándo ocurrió, de sus oficinas antiguamente emplazadas en la Avenida de la Reforma, donde un escuincle menor de edad podía hacerse de una libreta de boletos conocida como TravelPass, para tomar un autobús y el siguiente y el siguiente, a donde se le pegara su rechingada gana: de Laredo a Tulsa, de Nashville a Columbus, de Richmond a Nueva York.
Qué más decir, ya ni el Distrito Federal se llama Défe, ahora todos le decimos, precavidamente y casi que para no ofender a ninguno de sus 25 o cuantos millones de habitantes sean: Ciudad de México.
Apuesto mi reino por un caballo a que las madres y padres de hoy verían con horror el interés de sus vástagos en abordar un medio de transporte que solamente los trabajadores indocumentados y las clases sociales más amoladas de Estados Unidos utilizan. Y veces ni siquiera, pues más de una vez me he subido a vuelos domésticos en ese país a lado de trabajadores del campo a quienes les urge llegar a la pisca del espárrago en Michigan o del limón en Florida.
El autobús es, a la vez, cosa del pasado, historia de abuelas y cincuentones como yo, y asunto del híper-ultra-tiempo-presente: ahora lo usan los más pobres entre los pobres de ese desmesurado y obsceno país, Estados Unidos de América, la superpotencia global, la nación con índices de desigualdad tan atroces que regiones enteras de ella pueden ser considerados pertenecientes al tercer y quinto mundos. En el México retrógrada de todos los tiempos, los autobuses de pasajeros, como el transporte público, han sido tema exclusivo de los pobres, o para mayor imprecisión sociológica: los pobres a secas, pues aquí –que me desmientan la academia o los comentaristas de los periódicos– nunca ha habido de otros.
Viajar en autobús es el primer y último refugio del nómada.
Obligado por un trabajo como burócrata –decirme diplomático, a esta hora, no sólo es cursilería sino una gratuita confesión de estupidez–, dediqué muchos años a mudarme de ciudades, países y hasta continentes. Hoy no encontraría los suficientes ánimos para hacer una triste maleta siquiera. Sin embargo, en mi actual condición sedentaria no dudaría en treparme una vez más al Greyhound con destino a ninguna parte, United States of America. Otra cosa muy distinta sería apañárselas y aguantar el encierro por horas, días y noches en un autobús a mi provecta edad, con mis vicios, dolencias nerviosas y enfermedades crónicas. Requería, en ese estricto orden: un stock respetable de vino tinto y Ginebra, comprimidos de alprazolam para mis trastornos de ansiedad e insulina para mi diabetes tipo 1.
El viaje a través de Estados Unidos en Greyhound resulta tan poco atractivo que solamente conozco una novela cuya trama se mueve a bordo de un autobús. Se trata de Ángeles derrotados (1983), primera novela de Denis Johnson que le valió el reconocimiento temprano y tras el cual le esperaba a su autor, dice la leyenda, la furia imantada de una larga adicción a las drogas y el alcohol. He leído otros libros de Denis Johnson, Hijo de Jesús, El favor de la sirena, nunca su poesía, género en el que se inició muy joven –su caso no es único, hay otros no menos célebres, algo ocurre en quien comienza escribiendo versos y sólo logra multiplicarse en destilados párrafos de prosa–, el tema de los outcasts, de parias y fracasados está presente a lo largo de su obra, incluidos los artículos y crónicas que publicó bajo el título de Seek. Reports from the Edges of America and Beyond (2001) y en el cual demuestra ser, el también profesor de escritura creativa del mítico Writers Workshop de la universidad de Iowa, una especie de versión mejorada de Hunter S. Thompson gracias a la única posesión de las poderosas armas que ofrece la mirada literaria por encima del mero recurso al periodismo. Y sin embargo, también en Ángeles derrotados es posible identificar el eficiente mecanismo de observación con el que el lector de la novela logra registrar el origen doloroso, la parca y malograda procedencia de Jamie y Bill, personajes principales en esta historia que arranca cuando ambos se conocen en un autobús de Greyhound en ruta hacia Chicago y cuyo destino final será, tras recorrer el mundo alucinante de la pobreza que subyace a la extrema riqueza, la ciudad de Phoenix, en el fronterizo estado de Arizona.
“Cinco días en este autobús maloliente: ¿cuánto llevas tú? Tu vida entera es un autobús”, piensa para sí misma Jamie mientras recarga la cabeza en el hombro de Bill momentos después de haberlo conocido. Tendido en la cama de una destartalada habitación de motel en Chicago, botella de ginebra en mano, el propio Bill reflexiona como quien busca, sin ningún éxito, desaparecer de sí conforme avanza en el camino:
Aun con la mente en blanco, sabía qué era la calle y quién era él, el hombre de las huellas digitales que observaba la avenida con un pie encima de un zapato y el otro sobre el gélido linóleo, una persona frustrada, un borracho sin oportunidad alguna. No se quejaba de ser quien era, aunque probablemente otros podrían pensar que resultaba horrible. En el pasado había alcanzado un par de veces ese absoluto grado cero de la verdad, y sin miedo ni amargura comprendía ahora que en el fondo había un paso que podía dar para cambiar su vida, para convertirse en otra persona, pero que nunca sería capaz de adivinar cuál. Encontró un cigarrillo y encendió una cerilla: por un rato no existió delante de él más que la llama. Cuando la apagó con un movimiento de la mano y el mundo volvió a su ser, se encontró de nuevo en el punto donde había tomado mucho tiempo atrás todas sus decisiones.
No recuerdo haber pensado, ni leído por cierto, nada por el estilo las semanas que pasé viviendo a bordo de incontables buses de Greyhound. No había tiempo para pensar en el futuro. Los miles de kilómetros que miré pasar a través de las amplias ventanillas del autobús, a lo largo de verdes campos despejados, se abrían ante mi como una exacta representación del futuro. No es extraño, tenía diecisiete años, una edad en que toda noción de futuro no puede ser otra cosa que un campo abierto, tan inmenso como el país que recorrí a grandes trazos, pero sin equivocar un solo kilómetro, una sola ciudad, un solo de esos poblados olvidados en los que el autobús se detenía a media noche a recoger o dejar algún pasajero, una sola estación de Greyhound, ya fuera en una urbe propiamente dicha, ya en alguna ciudad espectral, Tulsa por ejemplo, de la que apenas guardo una imagen borrosa. Lugares en los que estuve y no estuve, ese es el rastro que haber pasado tantas horas y días mirando a través del cristal, dejó un surco en mi memoria, algo casi físico.
Ya he hablado antes de la especie de transculturación –no me gusta el término, pero no hay otro– en la que crecí, quizá a contracorriente de mi generación. Un pie en un país, México, las emociones en otro, Estados Unidos –Canadá también, que sí es distinto–, antes que Francia o España. Hablo de emociones porque el nudo del asunto tiene que ver, precisamente, con mi educación sentimental. Desde niño estuve expuesto a la influencia cultural gringa, empezando por la música. Todavía recuerdo la portada de Desire, la silueta de Bob Dylan y su sombrero de forajido perfectamente delineado, entre otros discos que había en mi casa. Llegada la adolescencia, llegadas las primeras elecciones acerca de qué escuchar, a saber cómo y porqué, decliné a favor del folk y del rock, de Simon&Garfunkel, del ya mencionado Dylan, de Bruce Springsteen, entre otros. Nunca me enteré, al menos me cuesta trabajo recordarlo, qué música escuchaban mis amigos y compañeros de salón de clase, si es que era el caso, probablemente ninguna.
En un pequeño estuche, yo cargaba con una veintena de casetes para mi WalkMan, si bien a ratos también me gustaba escuchar la música del autobús desplazándose sobre la cinta de asfalto de las grandes autopistas estadounidenses. Quizá porque su música se fundía de manera más convincente con el paisaje y con el ambiente al interior de los autobuses Greyhound, las cintas de Bruce Springsteen fueron las que más escuché. No puedo decir que su música acompañaba mis pensamientos a lo largo de las horas, acaso los suplía, por ejemplo la certeza de que, si mi vida no era un autobús, al menos sí consideraba que había nacido para correr:
En el día sudamos en las calles
de un fugitivo sueño americano
En la noche viajamos por mansiones de gloria
en máquinas suicidas
Salimos de jaula en la Autopista 9
rines cromados, gasolina inyectada
pisando sobre la línea
Nena, esta ciudad rasga los huesos de tu espalda
Es una trampa mortal, es un golpe suicida
Porque vagabundos como nosotros nacimos para correr.
Wendy, déjame entrar, quiero ser tu amigo
Quiero cuidar tus sueños y fantasías
Sólo trenza tus piernas en estas llantas de terciopelo
y abraza mis motores
Juntos podemos romper esta trampa
Correremos hasta caer, jamás regresaremos
Caminarás conmigo en la alambrada
Sólo soy un asustado y solitario conductor
Pero ahora sé lo que se siente
Quiero saber si tu amor es salvaje
Niña, quiero saber si tu amor es real
Detrás del Palacio vagabundos drogados
gritan por el boulevard
Las muchachas se arreglan el pelo en espejos retrovisores
Y los muchachos tratan de parecer muy viriles
El parque de diversiones se alza prominente y rígido
Los chavos están amontonados en la playa brumosa
Esta noche quiero salir contigo a morir en las calles
en un beso interminable
Las autopistas están llenas de héroes caídos
En la última oportunidad de conducir poderosamente
Esta noche todo el mundo está en la carretera
Pero no queda un lugar para esconderse
Juntos, Wendy, podemos vivir con la tristeza
Te amo con toda la locura de mi alma
Algún día, niña, no sé cuándo,
Llegaremos a ese lugar
Adonde realmente queremos ir
Y caminaremos bajo el sol
Pero hasta entonces, vagabundos como nosotros
nacimos para correr.
(Traducción cedida por Juan Villoro, 1980)
Muchos años después de mi vida en un autobús, compraría en una librería de viejo, de esas que ya han desaparecido en las ciudades de Estados Unidos, el famoso poemario del más longevo de los poetas beat, Lawrence Ferlinghetti, A Coney Island of the Mind (1958), en cuyos versos encontré la imagen más fiel de buena parte de lo que vi desde mi asiento de Greyhound avanzando a no más 90 kilómetros por hora, una velocidad modesta pero suficiente para fusionar cuanto circulaba al interior y el exterior de esos autobuses:
Ellos son la misma gente
Solamente más lejos de casa
sobre anchas autopistas de cincuenta carriles
en un continente de concreto
separado por anodinos anuncios espectaculares
que ilustran imbéciles ilusiones de felicidad
La escena muestra menos carretas
pero más ciudadanos amputados
en automóviles pintados
que tienen extrañas matrículas
y motores
que devoran América
Si ya la memoria es pura confusión, vale no caer en la trampa –no existen trampas en la memoria: fosas y laberintos, sí– de resbalar demasiado en la más descarada invención de los recuerdos, recurso en sí mismo no censurable cuando descendemos en ella con pico y pala con la intención de extraer una sólida roca que termina por ser apenas un filón, agua que escurre entre los dedos de la mano, inasible indicación de lo que recordamos que ocurrió sin importar la exacta fidelidad de la evocación. De hecho la fidelidad, impuesta, impostada, aparece casi siempre como invariable señal de que, en el acto –en el sentido de actuar y recordar– nos lo estamos inventando casi todo.
¿Cómo no voy a desconfiar de mis recuerdos, inventados o no, si me ha tomado más de tres décadas sentarme a escribir acerca de un viaje perdido en la memoria, acerca de dos países, México y Estados Unidos, extraviados, desaparecidos bajo las cenizas de las constantes mutaciones, dos países que en gran medida han dejado de existir?
Ignoro a qué dioses habría que agradecerles la aparición de ciertos destellos perceptibles desde el fondo de la memoria, no menos que algunos olvidos definitivos en la más densa noche del tiempo.
Sigo sin recordar qué libros llevaba conmigo para leer durante la vida que pasaría viajando a bordo de los autobuses de la compañía Greyhound. No llevaba mucho equipaje, así que es posible pensar que ninguno. Los habría guardado con las libretas de boletos de Greyhound compradas en Reforma 27, el mapa desplegable que ahí me regalaron, el boleto del tren México-Balbuena-Nuevo Laredo. Aplicándome la barrenadora mental para perforar en mi memoria, es posible que hubiera cargado uno solo: una novelita del agente 007 de Ian Fleming de la cual no recuerdo el título, formato pulp-fiction, que leía en aquellos años. Ni siquiera mi quinceañero libro de cabecera, Ciudades desiertas, de José Agustín –ya explicaré más adelante mi gusto incondicional por esta novela. Casi con toda seguridad, mis compañeros de generación habrían empacado En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, en su afán de recorrer Europa arriba del tren, es decir algo con el caché a la altura de la iniciática experiencia europea por antonomasia –o impostación– de miles de chavales mexicanos. He leído a Proust, el de la obra magna y otros trabajos menores, pero a la fecha, sigo empeñado en perder, precisamente, el tiempo perdido.