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Del teatro a la política

Los errores de cálculo sobre las propias fuerzas y sobre las consecuencias de las acciones fueron fatales para unos jubilados alemanes y también para Pablo Casado

 

La obra de teatro Los secuestradores del lago Chiemsee, con texto de Alberto Iglesias, dirección de Mario Gas y que se representa estos días en los Teatros del Canal de Madrid, cuenta una historia real: la de unos jubilados alemanes que secuestraron a su asesor financiero por haber perdido su dinero durante la crisis de 2008, unos cuantiosos ahorros que deberían haberles garantizado un retiro dorado. Advertimos que esta entrada puede contener spoilers, pero son poco graves si consideramos que es una historia cierta y que la recogió la prensa, sobre todo su desenlace.

Los jubilados querían hacer justicia, creían en su derecho a recuperar su dinero y por eso decidieron secuestrar a su asesor, para lo cual se reunieron todos en la casa de uno de ellos mientras pasaban unos días de esos eternos que tienen de merecido descanso nuestras personas mayores. Como rescate pedían la devolución de sus ahorros. No tenían otra aspiración. Pero todo ese tiempo libre para pensar, reflexionar, planificar, no les fue suficiente para planificarlo todo; medir bien sus fuerzas; sus medios; la cohesión, fidelidad y compromiso de los miembros de la banda secuestradora; las habilidades y la pericia de su contrincante; y las consecuencias de sus actuaciones, incluidas las policiales y las judiciales.

Entre los jubilados había alguno con riesgo de convertirse en un free-rider que pactara bilateralmente con el asesor dejando al margen al resto de sus compañeros; el consultor era mucho más avispado de lo que parecía y, por supuesto, muchísimo más que sus ex clientes; y éstos en ningún caso previeron que les pillara la policía ni calibraron la gravedad de lo que estaban haciendo ya que, quizás, para ellos era apenas un apaño para impartir una justicia de andar por casa.

Algo similar, salvando las enormes distancias, parece haberle sucedido a Pablo Casado. Arriesgó el todo por el todo cuando disparó sus dardos contra Isabel Díaz Ayuso. (No juzgamos aquí quién tiene razón ni quién es el bueno o el malo de la historia, como tampoco lo hacemos con los personajes de la obra de teatro: lo miramos desde fuera y realizamos un pequeño análisis sobre sus aciertos y errores en su estrategia).

Cuando el aparato de un partido se lanza contra una pieza, el aparato a priori tiene las de ganar. En algún momento lo hemos comparado con un banco central: ningún inversor, por muy poderoso que sea, puede ganarle; al menos a las autoridades monetarias actuales que están dispuestas a utilizar toda la munición a su alcance que es, por definición, infinita. Los recursos de un inversor, en cambio, son finitos por naturaleza.

Pero es posible que Casado en realidad no fuera el verdadero capitán del aparato del Partido Popular. O puede que dejara de serlo en el momento en que se convirtió en un elemento disfuncional para los intereses de las estructuras permanentes de la organización. Casado, por tanto, calibró mal la dimensión de su poder como dirigente. Y también midió mal los aliados con que podía llegar a contar. Incluso, previamente, pudo no haber atinado en la elección de sus compañeros de viaje, de sus subordinados, de sus subalternos. O no los supo dirigir o parar los pies.

Una de las características de ciertos sistemas (los democráticos, por ejemplo, pero no sólo) es que las estructuras permanecen y se reproducen a sí mismas independientemente de quién las encabece. Pero, al mismo tiempo, para que esas estructuras se perpetúen, es necesario que los puestos dirigentes sean ocupados por quienes garanticen su reproducción. Una de las posibles hipótesis a partir de las que se puede analizar lo sucedido es si Pablo Casado llegó a amenazar un statu quo, un modo de hacer y funcionar. O si lo que llegó a cuestionar fue el papel que se había determinado que su organización tenía que desempeñar en la coyuntura actual.

En todo caso, de lo que no hay duda es de que ha pasado de liderar el aparato del partido a convertirse en un outsider, dada la soledad en la que se ha terminado encontrando.

Hay otra posible cuestión más que Casado no analizó bien: pudo creer –aquí todo es especulativo– que el argumento con el que confrontó con Ayuso (el presunto trato de favor y las comisiones de su hermano) tenía fuerza, iba a ser popular, iba a poner a la gente de su parte e iba, por lo tanto, a hacer difícil que hubiera una corriente de opinión en su contra. Pero eso no ha sido así. El objeto (o el sujeto, Ayuso) de sus públicas sospechas y acusaciones ha contado con apoyos muy ruidosos manifestados en la calle y también por parte del grueso de la opinión publicada, al menos de la conservadora.

Casado, viendo el panorama, reconociendo el error de cálculo en que había incurrido, trató de buscar una salida casi inmediatamente apañando una solución en falso a la cuestión, con un conato de perdón o de acuerdo con Ayuso que no convenció ni dentro de las filas populares ni fuera. Aunque el aún presidente del PP luchó por resistir, estaba sentenciado. También los secuestradores de la obra de teatro llegaron a un acuerdo muy precario con su rehén: ellos pecaron de confiados y el asesor financiero aprovechó su ignorancia y les traicionó. El resultado de los apaños no suele ser positivo en el largo plazo. A veces ni siquiera en el corto.

Los jubilados acabaron con condenas de prisión por tratar de hacer justicia por su cuenta; el líder del PP terminó solo y defenestrado por un cúmulo de errores de cálculo cometidos en una pelea por el poder, como lo son todas en política.

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