Apenas han pasado dos días desde la final de la Liga de Campeones de Europa, el pasado sábado, y pareciera que todo lo que se puede decir al respecto ya se ha dicho. Que Messi es un grande; que Guardiola también; que Ferguson se vio completamente derrotado a nivel táctico; que el Chicharito ha, definitivamente, sentado a Berbatov; que el United utilizará la frustración para adaptar su juego en Europa, tal como lo hiciera tras el 4-0 que le propinara el propio Barcelona en la fase de grupos de la Champions de 1994-95. De lo único que no se ha hablado ha sido del estadio, y eso, cuando se trata de Wembley, denota (denuncia, casi) la diferencia que existe entre el nuevo recinto ubicado en el este de Londres y las instalaciones antiguas, conocidas como La Catedral del fútbol.
El viejo Wembley fue construido con un motivo muy especial, que no tenía nada que ver con fútbol, y que pertenecía enteramente a otra época: la Exposición del Imperio Británico, organizada, con un formato similar al de las Exposiciones Universales, para 1924, la cual se extendió hasta 1925. El Estadio de Wembley, o como se conocía en aquel momento, el Estadio del Imperio, tardó poco menos que un año en construirse, y costó unas £750.000 de la época, Su inauguración coincidió con la final de la FA Cup, el equivalente a la Copa del Rey, en su edición de 1923, disputada el 28 de abril en un campo completamente abarrotado de personas, pues la Federación de fútbol no había contado con el entusiasmo general por conocer el nuevo estadio, y en ningún momento limitó el número de entradas a la venta. Sería la famosa “Final del Caballo Blanco”, en homenaje al miembro de la guardia montada que se pasearía alrededor del campo, empujando al público hacia atrás, hasta que el perímetro del terreno de juego quedara habilitado para el encuentro, el cual terminó con un 2-0 a favor del Bolton, contra el West Ham.
A partir de ese momento, todas las finales de la FA Cup se jugarían en Wembley, hasta el año 2000, cuando se tomó la decisión de demoler el estadio y reemplazarlo por otro. Una decisión desafortunada, no porque el viejo Wembley no fuera anticuado, sino porque a la hora de hacer el cambio no se consideró la historia y el acerbo cultural del edificio, sino que se descartó la posibilidad de hacer reformas de cualquier tipo (inviable, demasiado costoso, impractico, se dijo) y se optó más bien por demoler La Catedral, con sus míticas torres, y erigir un nuevo súper estadio moderno, como cualquier otro. Ganaron las matemáticas, pero lo que se perdió no se puede reducir a simple sentimentalismo.
No son sólo las cinco finales de Liga de Campeones que se disputaron en el viejo estadio –las dos que perdió el Benfica del gran Eusebio (la del ’63 contra el Milán de Cesare Maldini y Giovanni Trapattoni y, por supuesto, la del ’68 contra el United (reloaded) de Matt Busby), la del ’71, primera de tres en fila que ganaría el mítico Ajax de Johan Cruyff, la del ´78 del Liverpool, que retenía la copa con su trio de escoceses, Dalglish, Hansen y Souness; y, por supuesto, la del Barcelona de Cruyff en el ´92. No son sólo las imágenes, inolvidables, de Bobby Moore levantando la Copa del Mundo, de manos de la Reina Isabel, tras el no-gol de Geoffrey Hurst en una de las finales más controversiales de la historia, ni del primer gol de oro, marcado por Oliver Bierhoff, en la final de la Euro ´96. En fin, no son sólo finales de copas, del mundo, de Champions, de FA Cups, sino un estadio único cuando se construyó y hasta el último día de su existencia, sobre todo por lo que significaba cultural e históricamente. Es por ello que, cuando se tomó la decisión de cambiar el estadio, los ingleses se traicionaron a sí mismos.
Hoy en día, cuando se juega una final en Wembley ya no se habla de La Catedral. Ahora se habla de Messi, de fútbol, de momentos históricos que han podido suceder en cualquier parte, en el White Hart Lane, o en el Millennium de Cardiff. Es una pena, porque la mística también forma parte del deporte más bello del mundo.