Febrero es un mes asesino. Con el rigor del invierno, los seres vivos se desesperan en la lucha por la supervivencia, y todo lo que sigue vivo tiene que matar para comer, y comer para seguir viviendo. Igual que un alcaudón urbano puede zamparse a un canario que está tranquilo en su jaula, la muerte también pasa hambre en febrero, y hasta se diría que el frío le abre el apetito. Cuando la muerte se pega un banquete, nosotros le llamamos catástrofe. Cuando se los lleva de uno en uno, como se comen las aceitunas del aperitivo, en ese caso aplicamos el vocablo fallecimiento.
Un mes de febrero de hace siete años, la muerte vino a comerse a Faba en un hospital madrileño. Cuando ya se encontraba en las fauces de su rival, no experimentó miedo; todo lo contrario, se sintió completamente, completamente relajado. Por primera vez, desde que dejó de ser niño, había vuelto a perder la responsabilidad sobre sí mismo; por fin ya no podría culparse de nada de lo que pudiera sucederle. Este nuevo orden de cosas le produjo una paz inmensa. Comenzó a percibir que su cuerpo se iba petrificando lentamente.
La opresión que sentía era similar al de una gran losa de mármol que le hubiera caído encima del pecho; pero, con la particularidad de que la presión venía de dentro hacia fuera, y no al contrario. El templo de la vida que hasta entonces había sido su cuerpo, comenzaba a mineralizarse. ¿Son seres vivos las piedras?, (se preguntaba Faba, en sus últimos ramalazos cerebrales). Si hasta envejecen las estrellas, los planetas y las montañas, ¿por qué iban a ser considerados inertes los minerales y las estatuas?
Los hospitales son los aeropuertos de la muerte. Allí se reúnen las criaturas en tránsito entre las dos realidades. Los que son ingresados con más frecuencia son los moribundos o las parturientas; unas reciben vuelos, y otros dejan partir grandes zepelines negros, que majestuosamente se elevan y alejan por el aire, cargados de viajeros con destino a la boca del estómago de una muerte tan feroz como hambrienta.