El posible lector conocerá mi gran afición por Thomas Merton. Es sabido que fue monje trapense, de la Orden Cisterciense de la Estricta Observancia, contemplativa, y que permaneció durante más de 25 años, hasta fallecer, en la Abadía de Nuestra Señora de Getsemaní, en el estado norteamericano de Kentucky, próxima a la localidad de Louisville, la más poblada de ese estado. La misión principal de Merton en esta vida fue su destino de escritor, el excelente escritor que fue. Porque el ser trapense, creyente, un creyente ortodoxo como él era, con todas sus protestas hacia las tremendas injusticias civiles, no es ninguna misión, sino un comprometido acompañamiento, una manera de vivir.
En sus obras, todas muy jugosas, Thomas Merton no sólo dialoga con su norte, Cristo, o con el Padre, o con el Espíritu, sino que habla con muchos escritores, religiosos o ateos, con toda tranquilidad. Lo mismo se dirige a los teólogos protestantes Karl Barth y Dietrich Bonhoeffer que al ateo Jean Paul Sartre, o al remoto filósofo chino Lao-Tse; de los escritos de todos ellos beneficiosamente se aprovecha. Merton siempre estuvo dispuesto a una fértil conversación entre distintas confesiones religiosas. Cuando murió, en 1968, se había desplazado a Bangkok, Tailandia, para intervenir en unas conferencias entre cristianos y budistas.
Hay un libro de Thomas Merton, muy amplio, que recoge una copiosa selección de sus diarios, actividad que frecuentaba sobremanera el monje trapense. Su título: Conjeturas de un espectador culpable. Merton se explaya totalmente en este libro. Y toca el tema del Árbol de la Ciencia, o del Bien y del Mal, al que la primera pareja humana, Adán y Eva, tenía prohibido probar sus frutos. En su texto, Merton glosa este episodio del Génesis, en que la caída del hombre, nos recuerda Merton, “fue una caída al conocimiento del bien y el mal” (la cursiva es suya). Y se pregunta: “La ética cristiana, ¿es meramente una serie específica de respuestas a la cuestión del bien y del mal, de lo justo y lo injusto?”. Al cabo, el escritor se responde que reducirlo a eso es olvidar esa caída. Merton nos lleva a que consideremos que no hay que conocer el bien y el mal, ya que eso sería probar del Árbol de la Ciencia, pues Dios, en definitiva, nos quiere inocentes. Estar a bien con Dios es optar por esa inocencia.
Merton parece decir que el pecado está en la duda. No hay que querer saber, para no dudar. Siendo lo mejor no pensar, sólo sentir. Si pensamos que el Génesis es una fábula literaria escrita por un hombre, sea inspirada por Dios o no, es muy lógico suponer que en ese momento de la Creación aún no se había conformado el habla. Es más, el habla es sólo humana, y aunque el propio Dios se constituya en Logos –Mente Pensante-, la comunicación de Dios con el primer hombre, y la primera mujer, no sería con palabras, sino bajo otra inspiración; comunicación establecida en la sensación y no en el pensamiento; y pensamiento no es otra cosa que una lingüística evolución humana. Por algo Thomas Merton escribía, en unos maravillosos aforismos, que su forma de orar era sencillamente respirar.
Fuera de estas especulaciones teológicas, Merton ensayaba en su escritura una forma muy cándida, a la vez que irónica, y también algo burlona, de expresarse. En Conjeturas de un espectador culpable, él cuenta un suceso doméstico de la abadía referido a las vacas que la comunidad de monjes poseía para explotar su leche. Es un párrafo verdaderamente tierno, una delicia:
Les hacen oír música a las vacas en el cobertizo de ordeñar. Se ha reglamentado y confirmado que sólo hay que ponerles música sacra, no música “clásica”. La música hará que las vacas den más leche. La música sacra es para que sigan en recogimiento los hermanos que trabajan en el establo. Hace ya algún tiempo que les ponen música sacra a las vacas del establo. No dan más leche. Los hermanos no tienen más recogimiento que de costumbre. Creo que pronto oirán Beethoven las vacas. Entonces tendremos leche clásica, quizá leche mundana, y el monasterio prosperará. (Después: ha resultado cierto. Los cerros resonaban con Beethoven. El monasterio ha prosperado. Sin embargo, el hermano ocupado principalmente de la música se ha marchado).
No sé si Thomas Merton leería a Emil Cioran, pero lo cierto es que Cioran afirmaba que Bach era como Dios, divino, toda su música hacía emanar esa sensación, mientras Beethoven, a quien también apreciaba mucho, era mundano; sus sones musicales, eminentemente políticos.