Paso muchas horas estudiando, así que cada día soy mejor haciendo virguerías con los subrayadores. Domino las dos manos, y rara vez se me cae alguno sobre el escritorio; además, lo hago mecánicamente, sin desviarme del estudio. Solo reparo en mi pericia cuando llega el momento de la pausa; es decir, tres veces al día: media mañana, almuerzo y media tarde. Es entonces cuando intento apartar el derecho de mi mente, aunque no siempre lo consigo.
En mi primer descanso de hoy, por ejemplo, no lo he conseguido por culpa de la siguiente declaración: «No es frecuente que se haga justicia pero a veces ocurre». Son palabras del secretario general de un partido político, que aunque quería mostrar su alegría tras el dictado de una sentencia que se ajustaba a sus opiniones e intereses, no ha podido evitar criticar el sistema judicial antes. Qué importante es saber ganar, y qué importante es saber que quejarse en una celebración es una ordinariez.
Igual piensa que las personas que van a trabajar cada semana a los juzgados no hacen o intentan hacer justicia, sino que van allí a comer churros con chocolate. O igual no se ha parado a pensar en la magnitud de la barbaridad que ha dicho, y ha preferido explicar el mundo desde las conspiraciones, que es menos engorroso. De lo que no tengo duda es de que no quería evidenciar que es mucho más dirigente que político, que es lo que al final ha hecho.
Esto me ha llevado a recordar el artículo doscientos cinco del Código Penal, que recoge el delito de calumnia; no por considerar que estaba ante un ejemplo, sino porque las últimas palabras de su definición servirían para describir lo sucedido: «Temerario desprecio hacia la verdad». Algunos artículos tienen su punto.
En la segunda pausa, me he ido a comer a casa de mis padres. Aparentemente, era un lugar inofensivo, pero de nuevo he vuelto a caer en el derecho. Una vez allí, he pensado que era buena idea llevarme un generoso táper a mi casa, y esto me ha conducido irremediablemente a la figura del hurto famélico: la sustracción del bien ajeno está justificada por el estado de necesidad del autor. A quién no le gusta dramatizar. Hemos terminado de comer y, sin darme la posibilidad de amodorrarme, he retomado el estudio: más delitos, más memorización, más virguerías fluorescentes. Y el táper me lo he llevado.
Durante el último descanso me he fumado un cigarro con un compañero, y pensaba que esto iba a facilitar que mi mente se zafara del derecho. Pero me he vuelto a equivocar. Fue al cine a ver Quien a hierro mata y, claro, mis neuronas se han acelerado: tráfico de drogas, Título XVII del Libro II del Código Penal; asesinato, Título I del Libro II. En fin, tampoco he desconectado. Podría decir que conspiran (conspiración, art. 17.1 CP) contra mí, pero no estoy para inventos.
Para terminar bien la jornada, me hubiese venido bien hacer deporte, pero B me ha preguntado si me apetecía una cerveza, y tampoco es cuestión de asaltar los cielos todos los días. Entonces, por primera vez, mi cabeza no ha acudido a ninguna ley, sino al final de una de las últimas columnas de Massimo Gramellini: «Forse non avrà conosciuto la gloria, ma ha conosciuto la vita».