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Demasiada bondad

El otro día, escuchando la radio, confundí la voz de un coach con la del cura de mi colegio. Ha pasado mucho tiempo; aun así, identifiqué de inmediato el tono dulzón con el que predicaba su buenismo inverosímil. De hecho, tuve que prestar atención para comprobar si era él o no, porque el discurso no hubiese desentonado en misa. Pero una idea delató al coach: no creía todopoderoso a Dios, sino a sí mismo.

Como todos los profesionales del gremio, luchaba sin descanso por sus sueños, y era capaz de sortear cualquier obstáculo que se interpusiera en su camino con el poder de su mente. Pero no se convirtió en un superhombre de cualquier modo; tenía su historia: después de años entregado a un trabajo exitoso pero insatisfactorio, en un alocado e inesperado giro de los acontecimientos, lo dejó todo y se fue a Asia para encontrarse a sí mismo. Aquel viaje, lógicamente, le mostró el camino de la verdad. Y desde entonces comenzó a ejercitar la gratitud y la bondad, y todo ello, ligero de equipaje, claro.

Ante esto último tuve que apagar la radio. Se me hizo muy cuesta arriba su historia de esfuerzo y superación, sobre todo porque no se contentó con mostrarse optimista: también quiso evidenciar su altruismo, y eso ya es insoportable. Es diabólico pasarse la vida predicando la bondad de los actos propios. Además, ante un supuesto altruista, tiendo a ver un traidor.

En los diarios de Iñaki Uriarte leí algo sobre este asunto: «Nunca me acostumbraré a la distancia que existe en algunas personas entre sus peroratas morales para el público y la deshonestidad con que actúan en la vida privada. A lo que sí me he acostumbrado es a que sean mis amigos». En ese sentido, bastante tengo con los que me rodean como para cargar también con el equipaje de los forasteros.

Pero debo decir que no dejé la entrevista en un arrebato de hurañía, sino al recordar que en su día también corrí el riesgo de pasarme de intensidad, de caer en el coaching. Dejé mi trabajo, y decidí darme un tiempo. Aunque no me fui a Asia, sino a hacer el Camino del Norte; estuve un mes caminando, desde Irún hasta Santiago. En cambio, yo no experimenté ninguna epifanía; solo me reía al verme paseando en lugar de trabajando.

Y si hay algo que todavía recuerdo y anhelo, fue la facilidad con la que podía librarme de la gente. Cuando alguien me aburría o me incordiaba, bastaba con recorrer algún kilómetro más de lo planeado, buscar alojamiento en el siguiente pueblo, y lo más probable era que nuestras vidas jamás volviesen a cruzarse. Barra libre de puntos finales: las ventajas de la vida nómada. Por un momento, volví a disfrutar de aquella sensación apagando la radio.

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