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Democracia y desobediencia civil

 

Breve preámbulo sobre el peligroso descrédito de la ley

 

Hablar en serio de desobediencia civil, si quiere dársele el valor que tiene a esta figura, es hablar del valor de la ley. Acaso resulte inesperado y aun paradójico en una exposición sobre la Desobediencia Civil (DC). No lo creo, como espero se vea.

 

Estamos más necesitados que nunca de ello en un momento de deterioro democrático –que por un lado impulsa la DC, y por otro, sin embargo, hace que se devalúe la ley– y de corrupción extendida por doquier. Lo que viene a añadirse a ya muy viejos factores que operan en esa misma línea de desafección a la ley: al fin nuestra sociedad está marcada hondamente por el catolicismo, que a diferencia del protestantismo, como bien vio Hegel, traslada el poder de la ley al poder de la Iglesia, como sucede en las viejas monarquías o tiranías; donde sus agentes pueden perdonar los pecados, donde los milagros interrumpen las leyes mismas de la naturaleza, etcétera. Sin meternos en la cuestión teológico-filosófica de un Dios Voluntad suprema que, a diferencia de los dioses griegos, no tiene por encima ley alguna, el destino o la necesidad (ananké), al que viene aparejada la cuestión teológica, que subyace a toda monarquía omnímoda, de si Dios hace y manda lo justo porque lo es, o si es justo porque Dios lo hace y manda.

 

A este factor se le añade el lastre aun patente en la cultura política –o, mejor, en su falta–: la excepcionalidad secular de la democracia en nuestra vida política (no-política). Solo ahora vivimos el más largo periodo de nuestra historia de su vigencia. Ello va unido al valor secundario de lo político frente a otros valores comunitarios que se presentan como naturales o primarios: religión, patria, identidad, etcétera. A este respecto es notable lo que hace poco decía el general Juan Antonio Chicharro, que ante los movimientos independentistas catalanes, declaró: “El patriotismo es un sentimiento, la Constitución, solo una ley” (El País, 27 de febrero, 2013). Expresa bien eso que condenaba Hegel en los románticos, hacer del sentimiento una política, y su desprecio, en consecuencia, de la ley, que Aristóteles denominaba aneu oréxeos nous (razón sin apetito). Mal sabe el general que el nacionalismo al que se enfrenta es otro sentimiento.

 

Frente a esto vamos a defender aquí, en primer lugar, la articulación conceptual entre ley, política y democracia. En una segunda parte analizaremos la figura de la Desobediencia Civil, para, en último lugar, ver su pertenencia consustancial a la democracia. 

 

 

La articulación de los conceptos de ley, política y democracia

 

La democracia, como es bien sabido, nace en Grecia, y nace con Clístenes (570- 507)[1] en Atenas, como atestiguó Heródoto. Fue con él con quien por vez primera se aplica a la ciudad el término nómos. Lo que existía antes en su lugar era de naturaleza distinta, era lo que se conocía por thesmos –aun con Solón se mantenía ese nombre–, que tiene un carácter bien distinto, pues éste iba unido siempre a la autoridad que lo imponía, a la figura de un legislador personal. Por otra parte, importa señalar que no era escrito, y se daba siempre acompañado de un ritual, de una forma acuñada en que se recitaba, y se realizaba siempre en el momento del acontecimiento a que se refería. El ritual, además, era atesorado en exclusiva por unas familias. A ellas pertenecían los exégetas. Ellos eran quienes guardaban la memoria, y sus técnicas las conservaban en secreto.

 

Contrastan radicalmente con todo esto las características de la ley, del nómos, que mencionamos sucintamente. Este es escrito. Al principio en un muro, las paredes de la stoa, accesible a todos. Por esto mismo era también público. Y su aprendizaje y memoria era cosa de todos, no pertenecía a ningún grupo social determinado. Por esto era transmitido por la paideía o educación. El nómos había de estar basado en razón. El nómos es lógos, por eso podría decirse que disfrutaba principalmente de una, digamos, publicidad interna, ya que se hacía por su lógica accesible a todos. Universal y objetivo, no podía sino remitir a la verdad. Aristóteles lo denominará, como dijimos, razón sin apetitos. Consecuentemente, no dependía de una autoridad, ni de hombre alguno. A diferencia del thesmos de Solón, el nómos era ley elaborada por el démos, ya no por un legislador personal. Un démos que con Clístenes ya no se definía por relaciones de parentesco o de sangre, no era ethnos o génos. Las tribus que componían el demos estaban distribuidas por un igual de forma abstracta, por distritos (división geométrico-decimal en diez tribus. El modelo espacial se opone al modelo gentilicio).

 

Se entendía que donde imperaba el nómos no lo hacía el hombre, que aquel está por encima de su voluntad. La lex (nómos) será el único rex (basileus). Y conforme con todo esto, si la ley era del démos obedecerla no era sino obedecerse a sí; los demás son siervos, lo otro es tiranía. De consuno iba pues ley y libertad. Orgullo de los griegos era, como nos cuenta Heródoto, el que ellos, a diferencia de los persas, contra los que luchaban, no obedecían a voluntad de rey u hombre alguno sino al nómos.  

 

El nómos es lo que se necesitaba para mediar la relación entre iguales, pues donde se da una relación jerárquica uno manda y otro obedece; no hace, pues, falta ley alguna. No la había, por esa razón, en el dominio jerarquizado del oíkos (casa). Donde hay relación de iguales no puede mandar uno, sino la ley, ha darse el imperio de la ley. Es claro, entonces, que en la monarquía no se necesita, por tanto, nómos. Como bien decía Platón, es aneu nómos (sin ley), pues en ella el soberano es la ley. El soberano es ley viviente, nómos empsychos –como sostenían los neopitagóricos–.

 

En ese misma deriva, nómos se oponía conceptualmente y en el uso a tiranía. Y a violencia. La ley impedía el natural dominio del fuerte, del poderoso. En definitiva, los débiles mediante la ley se hacían los fuertes. Mientras que la fuerza o violencia era privilegio de unos pocos la ley lo era el de todos.

 

El nómos era, entonces, para el espacio de los iguales, no para el oíkos sino para la pólis (ciudad). Por eso nómos está intrínsecamente unido al concepto de política. La justicia del oíkos (oikonomikos dikaios) no se denominará “política”, en ella no hay nómos, y propiamente no hay siquiera injusticia[2]. En ese campo hay relaciones de pertenencia, y no hay injusticia respecto de lo propio. Pero en la pólis nadie pertenece a nadie, ahí sí puede hablarse de justicia o injusticia. La justicia es, por definición, política (politikos dikaios) en cuanto que se refiere a la ley, es katá nómon (conforme a la ley).

 

Por esto mismo, igualdad y libertad están hondamente articuladas. El polités o ciudadano es libre porque no está bajo el dominio de ningún otro hombre, es, como dirá el derecho romano sui iuris (derecho de sí), a diferencia del esclavo o servus que es sub potestate, está bajo poder de otro. Para que se dé ese derecho a sí se necesita evidentemente del imperio del nómos, que evita que estemos a expensas de la voluntad de nadie[3], nos protege de los poderosos. En este sentido, muy en contra de la interpretación liberal de este mismo principio, la ley está profundamente ligada a la libertad. Como antes dijimos, ley es libertad; obedecer la ley es obedecerse a sí; los demás son siervos, lo otro es tiranía.

 

Antes que se usara e impusiera el término demokratía este régimen o politeía se conocía por el nombre de isonomía. Una palabra compuesta por isos (igual) y nómos. Esa igualdad debe entenderse en un doble sentido: como igualdad ante la ley, ciertamente; frente a los privilegios del linaje, la riqueza o la fortuna, todos iguales ante ella, pues todos (se incluían los campesinos) participan en la ekklesía (asamblea). Pero también, lo que suele pasarse por alto, igualdad en el hacer la ley. Igualdad en participación, que implicaba el derecho de isegoría y la libertad para hacerlo, con el compromiso de tal, abiertamente, verazmente, lo que se denominaba parresía. Participación significaba, claro, poder decidir, tomar parte en el gobierno; todos los ciudadanos podían hacerlo, y se reglamentaba que fuera por turnos. Cualquiera puede gobernar y, además, debiera hacerlo así, en tanto que cualquiera, sin introducir sesgos particulares, por el bien común.

 

Se daba pues una igualdad de principio entre los destinatarios de la ley y sus propios emisarios. Y tal igualdad exigía –no es idea nueva– cierta nivelación material, y cosas como el misthos (paga)[4]. Ese carácter doble era el que mejor definía al polités, gobernar y ser gobernado, dado que la asamblea poseía todos los poderes, no solo lo concerniente a la ley sino también a su vigilancia y ejecución. Una condición, la de ciudadano, que no era equivalente, pues, a la de mero residente, o la del que goza pasivamente de unos derechos, de un estatuto. Tampoco aquí cabe la interpretación liberal. Como reconoció Aristóteles esa condición donde mejor se daba era en la democracia.

 

Isonomía, por último, evoca también el sentido de equidistancia respecto al poder depositado simbólicamente en el centro, lugar vacío que nadie puede ocupar. El término isonomía se utiliza en Heródoto por democracia, y su opuesto principal es tiranía –al igual que opuesto a tiranía será el término mismo de política–. Isonomía como nombre de un régimen significaba, pues, al mismo tiempo: isegoría, isonomía e isokratía (igualdad de gobierno). Podría ser atribuido perfectamente al régimen de Clístenes. El término demokratía solo será usual, más tarde, a mediados del siglo V.

 

Si seguimos con esta articulación de conceptos, diremos ahora que política es una actividad por la que el démos es autoteles, se autoinstituye, automodela, tiene su fin (telos) en sí mismo (autos). En eso consistía precisamente la denominada tekhné politiké (arte de la política) que, según el mito, Prometeo habría entregado a todos los hombres. Y esto puede hacerse obviamente porque se supone que la realidad social es modelable, poiética; aunque, inmediatamente, hay que añadir que esta tekhné no es algo individual, pues el término política hace referencia  a lo común y público (koinos, xynos), a lo que a todos concierne. El elemento esencial en ese trabajo común de automodelación es justamente el nómos. Es la política actividad de hombres[5] libres e iguales, que deliberan juntos, y se alternan en el gobierno. No hay profesionales o expertos políticos distinguibles del ciudadano cualquiera. La política no es cosa de sacerdotes, de reyes o de familias de rango. Es una actividad diferenciada, autónoma y capital en la vida de cada uno, de cualquiera.

 

 

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Queda expuesta pues, aunque sea de esta manera condensada, la conexión que quería destacar como elemento primero de esta navegación, la ligazón del concepto de ley al dominio de la pólis, de la política, y en particular de la democracia. Su negación para la tiranía o la monarquía –no olvidemos la oposición tradicional de rex y lex–. Por eso puede decirse en estricta teoría que esos no son regímenes políticos, como de hecho así lo pensó, el teórico de la política por excelencia, padre de todo el republicanismo: Aristóteles[6]. Veamos ahora nuestro segundo punto. 

 

 

Desobediencia civil 

 

Así se instituyó la democracia, y hoy después de un largo desarrollo histórico –posterior a un largo periodo de desaparición hasta del lenguaje político– nuestras democracias son Estados organizados jurídicamente, Estados de derecho (la nota del imperio de la ley es su nota primera) democrático y social. Y llegados a este punto, la pregunta inevitable es cómo puede sostenerse, justificarse la desobediencia civil, a esa ley que según todo lo dicho es nuestra, nos hace libres y…

 

Si queremos dar una respuesta consistente debemos empezar por establecer algunos distingos. Son muchas las luchas que se han desarrollado en las que esta divisa se ha esgrimido. Desde los tiempos de David Henry Thoreau y su meritoria lucha contra de la guerra con México, 1848 y en contra de la esclavitud: su obra Civil disobedience (1849) es pionera, y ha tenido una influencia que aun perdura. Los del gran Tolstoi y su denuncia de la guerra, de la servidumbre campesina y de la opresión zarista. O el testimonio liberador de Gandhi. Y después de un tiempo desparecida la divisa sería recuperada definitivamente en los años sesenta por Martin Luther King, en el contexto de la lucha por los derechos civiles. De ella se reclamaron los movimientos antinucleares en Alemania, movimientos de parados en Francia, luchas a favor de Palestina. En España tomó fuerza con el movimiento de “insumisos” al servicio militar, y hoy es destacable la desobediencia de médicos respecto a las restricciones de atención a los inmigrantes, o las de jueces frente a la desigualadora subida de tasas judiciales. Pero también, hay que registrar el que la derecha haya enarbolado a veces la idea, contra los matrimonios homosexuales, por ejemplo.

 

La apelación a la DC se ha dado, pues, bajo circunstancias y en relación a fenómenos muy diversos, ha habido no poca confusión en su uso y aplicación. Es evidente que cualquier desobediencia de la ley no puede calificarse de DC, por lo que se hace necesario empezar por una definición:

 

La DC es una figura específica, aunque sus límites no sean del todo nítidos. El filósofo estadounidense John Rawls la definía así: “un acto público, no violento, consciente y político, contrario a la ley, cometido con el propósito de ocasionar un cambio en la ley o en los programas de gobierno”. Y añadía: “Actuando de este modo apelamos al sentido de justicia de la mayoría de la comunidad, y declaramos que, según nuestra opinión, los principios de la cooperación social entre personas libres e iguales, no están siendo respetados”[7]. Rawls se apoyaba en la definición del profesor de filosofía de Princeton que encabezó la lucha contra la pena de muerte, Hugo Adam Bedau: “alguien comete un acto de desobediencia civil, si y sólo si, sus actos son ilegales, públicos, no violentos y conscientes, realizados con la intención de frustrar leyes –al menos una–, programas, o decisiones del gobierno, apelando a principios éticos, con aceptación voluntaria de las sanciones y con fines innovadores”[8].

 

Según esto, en lo que coinciden la mayoría de los especialistas, la DC reúne estas características sobresalientes, que rápidamente mencionamos: Es pública, manifiesta, no pretende clandestinidad alguna. El criterio de publicidad es doble: se dirige a la esfera pública, y, como veremos, apela a principios públicos. Rehúye, pues, todo disimulo u ocultamiento. Además, la acción de DC tiene un carácter simbólico, no violento. Garantiza la integridad física y moral de los que se oponen a la protesta o de terceros ajenos a ella. Lo que no quiere decir que no se den las presiones y desórdenes propios de cualquier manifestación o protesta convencional, o que no deba emplearse en caso de legítima defensa.

 

Según algunos intérpretes, también exigiría el haber agotado los mecanismos legales para el cambio de la ley desobedecida.

 

Por otra parte, la DC ha de ser fundamentada jurídica, política y moralmente. Sus manifestaciones, como afirma Jürgen Habermas, son “actos que formalmente son ilegales, pero que se realizan invocando los fundamentos legitimatorios generalmente compartidos de nuestro ordenamiento de Estado democrático de derecho”[9]. No se pone, pues, en cuestión el ordenamiento jurídico en su conjunto, sino alguna norma concreta[10]. El desobediente está, pues, comprometido con su sociedad, no se sitúa en un afuera para hacer una enmienda a la totalidad.

 

La diferencia de la acción de DC con respecto a otras acciones, como las del revolucionario o partisano, etcétera, es que el sujeto de ella se identifica con los fundamentos constitucionales de la república democrática, no actúa en el sentido tacticista del sujeto de otras acciones, y pretende apelar al sentido de la justicia de la mayoría. Este es un punto en el que coinciden teóricos de diversas escuelas como Habermas, Rawls, Ronald Dworkin, Peter Singer, etcétera.

 

Rawls la considera el fiel que nos indica una comprensión adecuada de los fundamentos morales de la democracia. “Para aquellos ciudadanos que reconocen y aceptan la legitimidad de la Constitución, el problema es el de un conflicto de deberes. ¿En qué punto cesa de ser obligatorio el deber de obedecer las leyes promulgadas por una mayoría legislativa (o por actos ejecutivos adoptados por tal mayoría) a la vista del derecho a defender las propias libertades y del deber de oponernos a la injusticia? Este problema implica la cuestión de la naturaleza y límites de la regla de mayorías”[11].

 

La regla de la mayoría es incuestionable, pero si su ejercicio se hace en condiciones de nula deliberación, o de abierta asimetría de participantes, etcétera, se desvirtúa su legitimidad. A la mayoría le es exigible el ocuparse de esas condiciones que refuerzan la legitimidad de la regla. El deterioro de la legitimidad de lo que se presenta como expresión de la voluntad mayoritaria se ha agudizado en el contexto actual de globalización y desbordamiento de los Estados nacionales, contexto de deterioro de la democracia (partidos y representantes autonomizados en lógicas internas); imperio de los procedimientos estratégicos, monopolio de los mass-media, homogeneización entre gobierno y oposición, imperativos supranacionales ajenos a todo control, vaciamiento de lo político por lo económico, y la constitución de poderes neofeudales (banca, brokers, multinacionales) –se ha hablado de procesos de refeudalización, de constitución de poderes que disputan a los Estados y pueblos la soberanía– procesos al mismo tiempo de vaciamiento de la política, de su no-lugar.

 

Suele haber coincidencia en cuanto a circunscribir la justificación de la DC a los casos de leyes que afecten negativamente a derechos básicos (Singer)[12], a los principios de igual libertad o igualdad de oportunidades (Rawls), o que pongan en cuestión la dignidad humana o la igualdad política (Dworkin).

 

En efecto, Rawls restringe el ámbito de la DC, pues considera que solo cabe su justificación en los casos de violación de derechos flagrantes, no respecto de cualquier política del gobierno. En particular, estima que la DC debiera estar referida solamente a la violación del que en su planteamiento figura como primer principio de la justicia, esto es, la igual libertad para todos, y a la primera parte del segundo principio, la igualdad de oportunidades. Pero no ya, por ejemplo, a la segunda parte de este segundo principio, al denominado principio de diferencia (maximin)[13], por el que las desigualdades estarían justificadas siempre y cuando beneficiasen a los más pobres.

 

En esta misma línea, Ronald Dworkin señala como foco de la DC la violación de derechos básicos, que afectan a principios, a la dignidad humana. Y cuando esto ocurre habla de un tipo de DC que califica, un tanto imprecisamente, “basada en la justicia”. Sin embargo, cuando afecta a planes gubernamentales, de decisión política, orientados a alguna meta colectiva, en que la cuestión de los derechos fundamentales no está en primer plano, ninguna cuestión de principio, se daría, entonces, una desobediencia “basada en la política” (policy based), que Dworkin ya no incluiría en su concepto de DC, que no consideraría justificada[14]. A este orden pertenecerían, a su modo de ver, las protestas alemanas en contra de la ubicación de nuevos misiles en su territorio[15]. Con toda claridad ni Rawls ni Dworkin aceptan actos de DC respecto a la justicia distributiva, aun cuando sus modelos de justicia incluyan criterios respecto a la igualdad de recursos.

 

En la definición citada de Bedau aparece explícitamente el delicado rasgo de la disposición a aceptar el castigo. Lo que sería también una muestra de la aceptación de la legalidad general, de respeto a la forma ley, de actitud no violenta, y ejemplo del convencimiento moral del desobediente, que no se comportaría como cualquier desobediente criminal. La DC buscaría cambiar la ley, no evitar la pena; su actitud a este respecto sería de naturaleza socrática[16]. Ni que decir tiene que no todos están de acuerdo con este requisito, no así, por ejemplo Hannah Arendt[17]. Dworkin sostiene que en estos casos los jueces debieran suspender las penas o imponer la mínima posible.

 

Es frecuente hacer la distinción entre situaciones diversas. Señalemos dos tipos: a) que el alto tribunal declare finalmente la ley desobedecida como inconstitucional. En este caso hay coincidencia en que no debiera haber pena alguna. b) cuando el alto tribunal declara la ley ajustada a la Constitución. En tal situación cabría aplicar una suavización de la sanción, o según las circunstancias, dejarla sin efecto a tenor del argumento del error vencible o invencible (el desobediente creía en conciencia que la ley era indudablemente anticonstitucional, y así la leyó, no pudiendo darse cuenta de su equivocación)[18], o en virtud de la denominada tesis del efecto desaliento (cuando una sanción induce a limitar la práctica de derechos básicos por  temor a cometer infracción y ser castigado), tesis recogida en la jurisprudencia de varios países, también en la española. En todo caso, mientras el alto tribunal no se pronuncia se estima que el juez debiera  aplazar el juicio[19].

 

Todos estos caracteres subrayan la naturaleza civil de la DC, como en su momento sostuvo el aún hace poco desaparecido pensador marxista Francisco Fernández Buey, por buenas razones:  en primer lugar, porque es política, esto es, hace referencia a la pólis o civitas, el que actúa lo hace en calidad de civis o ciudadano. El integrante alemán de la Teoría Crítica francfortiana, Herman Dubiel, y otros autores también subrayan este aspecto: el sujeto de la protesta no es un revolucionario, un partisano resistente, sino un simple civis, un ciudadano activo[20]. A esta luz, ni el resistente, ni el revolucionario ni el infractor son “desobedientes civiles”[21]. En segundo lugar, porque la DC es cívica, esto es, no violenta, respeta las convenciones en la protesta, no rompe el diálogo. Se expone a la luz, huye de las sombras de la conspiración o de la clandestinidad. En fin, porque la DC se reclama de la misma civitas que quiere rectificar, apela a los fundamentos democráticos en que se sostiene la civitas que habita.

 

 

Una acción no agotada en lo moral, distinta de la objeción de conciencia 

 

La DC se ha confundido muchas veces con la objeción de conciencia, que, más que oposición a la ley busca el reconocimiento de una exención legal, por ejemplo al servicio militar. Esta no tiene una naturaleza política, en tanto que quien la hace reconoce que la mayor parte de la sociedad no comparte sus valores; tiene un carácter privado, moral en un sentido restringido. En gran medida, hoy la objeción de conciencia ha sido reconocida en los ordenamientos jurídicos.   

 

Hannah Arendt subrayó en su momento (1970) esta diferencia, reclamando el carácter eminentemente político de la DC, pues se basa en un acuerdo con los otros referente a una opinión discrepante con la política del gobierno. No se trata de una acción individual, o cuestión de conciencia que obedezca a un imperativo moral, a la apelación a una ley más transcendente in foro conscientiae [22].

 

Desde el punto de vista de la pensadora alemana, Thoreau apoyaba su acción como una cuestión de conciencia moral individual, que es apolítica y “no se halla interesada en el mundo”. Arendt se apoya en republicanos tan distintos como Aristóteles y Maquiavelo, y contrapone radicalmente las dos esferas, moral y política, la del hombre bueno y la del buen ciudadano (Aristóteles), lo que aparece en la inquietante afirmación de Maquiavelo: “Amo a mi ciudad más que a mi propia alma”. Considera Arendt que el criterio moral es indiferente a las consecuencias, regido por el principio fiat iustitia et pereat mundus. Sócrates era para ella ejemplo del hombre moral, el hombre que declaraba preferir sufrir el mal a cometerlo, y estar en desacuerdo con la multitud antes que consigo mismo. Para Arendt los hombres buenos solo en situaciones de emergencia aparecen manifiestamente en público, y sus acciones en tal caso sí producen efectos políticos.

 

Arendt estimaba que el fenómeno de la DC era típicamente estadounidense en su origen por cuanto que estaba en “el espíritu de las leyes” (Montesquieu) del país, pues la revolución americana habría sido precedida por la participación y acuerdos comunales, de modo que su contrato social mantendría ese espíritu. Para Arendt la virtud de hacer promesas es la virtud política por excelencia, la que está en la base de las demás, y esa virtud es la que se habría practicado en el pasado previo a la revolución. La falta al contrato despierta, entonces, en los ciudadanos norteamericanos movimientos que se reclaman de ese trasfondo.

 

Respecto a esta contraposición arendtiana entre hombre bueno o virtuoso y buen ciudadano, habría que precisar que el ciudadano de la DC muestra un alto grado de coherencia moral por lo que supone de compromiso con unos principios, de asunción de responsabilidad, de sacrificio personal, de iniciativa individual, porque apela a criterios universales, porque no admite el tacticismo, el cálculo estratégico, la instrumentalidad, se atiene a una estricta no violencia.

 

Por esto, a mi parecer, mejor sería decir que la DC es una acción que supone un punto de sutura entre lo ético y lo político. De ahí el alto valor moral que inspiraban personas como Tolstoi, Gandhi, Bertrand Russell, o Thoreau cuando pronunciaba lo que se ha considerado “la primera palabra de la DC” (Fernández Buey):

 

“Existen leyes injustas. ¿Nos contentaremos con obedecerlas? ¿Nos esforzaremos en enmendarlas, obedeciéndolas mientras tanto? ¿O las transgredimos de una vez? Si la injusticia requiere de tu colaboración, rompe la ley. Sé una contrafricción para detener la máquina (…) Bajo un Estado que encarcela injustamente, el lugar del hombre justo es también la cárcel. Hoy el único lugar que el gobierno ha provisto para sus espíritus más libres está en sus prisiones, para encerrarlos y separarlos del Estado, tal y como ellos mismos ya se han separado de él por principio. Allí se encontrarán el esclavo fugitivo, el prisionero mexicano y el indio. Es la única casa en la que se puede permanecer con honor”.

 

Eso es lo que llevó muy significativamente a Fernández Buey a considerar la DC como un eximio ejemplo de la “política como ética de la colectividad”[23].

 

Si hoy la justificación de la DC es primordialmente política, aun cuando, como señalamos, no se niegue su dimensión moral, hay que recordar que se han ofrecido fundamentaciones de ella estrictamente morales, como la de Felipe González Vicén: “Mientras no hay fundamento ético para la obediencia al derecho sí hay un fundamento ético absoluto para su desobediencia”. O la de Javier Muguerza: “Cualquier individuo está legitimado a desobedecer cualquier acuerdo o decisión colectiva que, según el dictado de su conciencia, atente contra la condición humana”[24].

 

No es baladí advertir que no es lo mismo la DC en un estado democrático que en uno autoritario o dictatorial. Lógicamente, en este último el desobediente no suele apelar a la Constitución, o a los principios de esta, con los que a menudo tampoco está de acuerdo. En estos casos (Gandhi, Tolstoi), la apelación es de carácter más claramente moral, a intuiciones compartidas de la justicia, aunque tampoco se excluya la apelación a normativas jurídicas o ideas generales que se declara aceptar. Cuanto menos concreta sea esa apelación, más moral aparece la acción. Por esto, en las sociedades democráticas la DC tiene una naturaleza más abiertamente político-jurídica, pues, por lo general, se reclaman de la constitución o de sus principio inspiradores. Podría decirse que en las dictaduras la DC es una acción ético-política, de un sobresaliente carácter moral de patentes efectos políticos, y en las democracias es una acción política que implica un compromiso moral en sus participantes.

 

Con todo, la mayor parte de los autores consideran la DC como una figura exclusivamente propia de regímenes constitucionales o democráticos. Rawls es taxativo al respecto, al considerar que en los demás regímenes cualquier acto de desobediencia puede estar justificado como una resistencia a un régimen básicamente injusto.

 

 

Distinta también del ‘derecho de resistencia’

 

Un derecho muy distinto, de larga tradición jurídica, es el de resistencia. Desarrollado desde el XVI por los protestantes, monarcómanos y opositores, en general, a la monarquía, que llegaba a aprobar el tiranicidio. Tuvo en sus comienzos un carácter conservador, por las fuerzas feudales que se resistían a la sustracción de su poder por la monarquía, pero que luego se distanciaría de ese lastre, lo defenderían los ilustrados. Y en la Declaración de derechos del hombre, de la Revolución, será establecido (1789, 1793)[25]. También es recogido a su manera en la Declaración de Independencia americana (1776)[26]. Hoy es excepcional en las Constituciones; una excepción es la alemana (Ley fundamental de Bon, 1949), en la que sin duda influyó la experiencia de Weimar; por eso aprueba el resistir a lo que suponga destrucción de la democracia. También se hace una referencia a él en el Preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948[27]. Obviamente este derecho supone una situación de conculcación general de los derechos, y en consecuencia una oposición radical al régimen jurídico existente.

 

 

Democracia y Desobediencia Civil

 

Pertenece a la esencia misma de la democracia el que sus instituciones sepan canalizar toda discrepancia y conflicto, que puedan darle expresión y posibilidad de éxito en caso de que obtenga el acuerdo de los ciudadanos. Y, muy en particular, a aquellas disidencias que se refieran a deficiencias en su institucionalización, o que apelen a los principios de legitimidad. Como dice Habermas: “En las instituciones del Estado democrático de derecho se materializa la desconfianza frente a la razón falible y la naturaleza corruptible del ser humano”[28]. Ellas mismas paradójicamente han de alimentar la desconfianza hacia lo institucional y legal por cuanto pueda esconder alguna forma de injusticia, deben mantener la tensión entre lo legal y lo legítimo. El Estado democrático de derecho se apoya en dos pilares de igual valor: la garantía de la paz y legalidad de todos los ciudadanos, pero también en la necesidad de que el poder sea reconocido como legítimo de manera convincente por cada ciudadano.

 

El derecho a la DC se sitúa en la tensión necesaria entre legalidad y legitimidad. Ello implica, claro, deshacerse de la concepción puramente positivista del derecho, en que la legitimidad se basa en la simple legalidad, pues en el caso de la DC se da por supuesto que el orden jurídico aspira a la justicia, y que se obedece a la ley por algo más que el temor a la pena; que hay unos principios sobre los que se sustenta el orden que tienen valor en sí y merecen el reconocimiento, sean de carácter formal o procedimental o bien valores materiales históricamente establecidos. A ellos es a los que apelará la DC, por ello en absoluto es una objeción privada o se refiere a algo que no sea compartible por todos. Como dice Rawls, “apela al sentido de la justicia de la mayoría de la sociedad”; que no es algo vago sino que está encarnado en principios constitucionales. O, como sostiene Garzón Valdés, apela al derecho pues la ley lo contraviene[29].   

 

Nosotros comprendemos también nuestro ordenamiento jurídico y derechos como algo en continua realización, como algo siempre abierto, resultado de un proceso histórico de aprendizaje del que forman parte esas disidencias y rupturas, y que, en consecuencia, nunca debe darse por terminado si no se quiere quedar estancado. El derecho avanza mediante una revisión permanente (Dworkin). Los derechos fundamentales no son meras formulaciones jurídicas positivamente reconocidos en un ordenamiento determinado, funcionan realmente como “principios jurídicos” (Robert Alexy). Este es su más auténtico estatuto.

 

La Constitución debe comprenderse dinámicamente “como un proyecto inconcluso”, no pues de manera esencialista[30]. La Constitución no es letra muerta, comprende un proyecto de vida, genera unas expectativas que han de ir ampliándose. La Constitución es un “proyecto inacabado”, debe interpretarse dinámicamente, como una obra abierta[31], en un doble sentido: por una parte, en la medida en que no tiene una interpretación definitiva, toda vez que los cambios sociales e históricos introducirán continuamente nuevos elementos; y, por otra, porque está abierta a la ciudadanía, en el sentido de que la interpretación no está limitada a los expertos juristas. Al respecto, el constitucionalista alemán Peter Häberle ha desarrollado el concepto de “sociedad abierta de los intérpretes constitucionales”[32].

 

El principio democrático de que todo destinatario de la ley debe poder considerarse su emisor también se aplica aquí: el conjunto de los ciudadanos debe poder ser también intérprete de la Constitución. El tribunal constitucional tiene que abrirse a ese papel de la ciudadanía. El modelo de democracia deliberativa estaría especialmente interesado en este planteamiento; el vigor de la esfera pública, de la sociedad civil está directamente concatenado con tal posibilidad.

 

Habría que considerar la DC, por tanto, como un estímulo moral y cognitivo para el desarrollo de los derechos. Estos no están dados de una vez para siempre, como observamos en su evolución, de los civiles a los políticos, de estos a los sociales, a los de la mujer y de los pueblos, a los medioambientales, a los cosmopolitas, a los de los animales…  

Como han hecho algunos especialistas, con el ánimo de plantear una posible institucionalización de esta figura, cabría considerar la DC dentro del estatuto de las garantías del derecho, no una garantía institucional, o positiva, procesal, etcétera, sino de facto, dependiente de los ciudadanos que vigilan el alcance del cumplimiento de los derechos cuando el Estado los deja desprotegidos. De este modo sería como una auto-tutela del ordenamiento jurídico de la comunidad, como un mecanismo ciudadano que podría ser considerado intrasistémico, interno a la organización del derecho mismo. O, como sostiene Habermas, autorreferencial[33], pues se mueve dentro del propio marco del Estado democrático de derecho, utilizando sus propios resortes para su misma reafirmación, la del Estado de derecho.

 

En cualquier caso, la DC podría funcionar, como lo han contemplado distintos juristas, como un test de constitucionalidad (Dworkin), en la medida en que señala o denuncia lo que juzga una injusticia, y que obliga a las autoridades a examinar más a fondo el fenómeno señalado. A este respecto Rawls señalaba: “la desobediencia civil (lo mismo que la objeción de conciencia) es uno de los recursos estabilizadores del sistema constitucional, aunque sea por definición, un recurso ilegal (…) ayuda a mantener y reforzar las instituciones justas”[34].

 

La DC vendría a cumplir, según todo esto, las funciones de mecanismo para la profundización  de la democracia, y una fuente de ampliación de derechos.  

 

Si bien es discutible que la DC pueda llegar a consolidarse definitivamente de forma jurídica en una determinada regla o institución, no cabe duda de que puede vehicularse a través de la cultura política en que los ciudadanos han de tener sensibilidad y recursos para detectar las injusticias. Por eso un Estado democrático de derecho maduro debe saber aceptar este desafío.     La DC forma parte, pues, de los mecanismos procesales de aprendizaje dentro de la cultura democrática. La democracia nunca puede considerarse definitivamente institucionalizada. La DC contribuye a que el aparato del Estado de derecho no se autonomice respecto de la esfera de la sociedad civil, vuelve contra esa esclerotización el potencial normativo contenido en el Estado democrático social de derecho, lo hace “valer contra la inercia sistémica de la política institucional”[35].

 

En fin, aunque quede aquí solo apuntado, no debiéramos pasar por alto algo capital que hay que tener presente en todo esto, y es que “democracia” es un concepto normativo, y que va unido internamente a solidaridad, que tiene un componente utópico, y cuando la tensión de este con las estructuras legales democráticas desaparece, la democracia misma está en peligro[36].

 

Acabemos. Nos preguntábamos al principio si la Desobediencia civil no vendría a conculcar aquella defensa de la ley, de su imperio con el que surgió la democracia misma en la antigüedad, y ahora vemos que lejos de ser su conculcación es el medio que pretende ser más fiel a su espíritu, una garantía de derecho y de su ampliación, de una democracia que merezca el nombre de tal.

 

 

 

 

Jorge Álvarez Yágüez es doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid. Sus dos últimos libros han sido Política y República. Aristóteles y Maquiavelo (Biblioteca Nueva, Madrid, 2011), y El último Foucault. Voluntad de verdad y subjetividad (Biblioteca Nueva, Madrid, 2013). En FronteraD ha publicado Cinismo, nihilismo, capitalismo y Althusser y el otro lado de la teoría.

 

 

 

 

 

Notas


 

[1]    De los primeros en rescatar el valor de Clístenes respecto a este punto fue el magnífico estudio de P. Leveque, P. Vidal-Naquet, Clisthène L´Athenien, Les belles Lettres, París, 1964.

 

[2]    Significativo el viejo refrán castellano, que solo el señor de la casa (despotés) podría pronunciar: “mientras en casa me estoy, rey me soy”.

 

[3]    Ese sentido del amparo de la ley frente al arbitrio de cualquier voluntad aun se expresará en las revoluciones democráticas modernas. La Constitución de Massachusetts de 1780, de mano de John Adams, dirá “government of laws and not of men” (gobierno de las leyes y no de los hombres).

 

[4]    Paga que se daba a los que asistían a la asamblea u ocupaban ciertos cargos públicos. Instituido por la democracia para que también los pobres pudieran ocuparse de los asuntos públicos.

 

[5]    En el sentido restrictivo del término, pues no hay que olvidar que las mujeres estaban excluidas, aun cuando no fueran esclavas, excluidos eran todos los esclavos, y los metecos o gentes que no fueran de la ciudad.

 

[6]    Esto lo hemos tratado en: Política y república. Aristóteles y Maquiavelo, Biblioteca Nueva, Madrid, 2012.

 

[7]    J. Rawls, Teoría de la justicia, trad. M. D. González, F. C. E., España, 1993, p. 405.

 

[8]    H. A. Bedau, ‘On civil disobedience’, Journal of Philosophy 58 (1961), p. 653.

 

[9]    J. Habermas, ‘La desobediencia civil, piedra de toque del estado democrático de Derecho’, en Ensayos políticos, trad. R. García Cotarelo, Península, Barcelona, p. 55.

 

[10]   Martin Luther King, en su carta desde la cárcel de Birmingham, decía oponerse a leyes contra la ley moral o los derechos igualitarios, no llamaba a una desobediencia general: “bajo ningún concepto preconizo la desobediencia ni el desafío a la ley (en general)”. Sin embargo, en movimientos actuales se extiende de tal modo el concepto de desobediencia que se confunde con las resistencias a la tiranía, a la lucha anticolonial o revolucionaria.

 

[11]   Ibid, p. 404. La cita es recogida anuentemente por Habermas en la obra citada, p. 57.

 

[12]   Para las posiciones de Peter Singer ver Democracy and Disobedience, Clarendon Press, 1973; Practical Ethics, cap 11, Cambridge U. Press, 2011. Para Rawls y Dworkin ver notas 13 y 14.

 

[13]   “Los dos principios de justicia dicen así: 1. Toda persona tiene igual derecho a un régimen plenamente suficiente de libertades básicas iguales, que sea compatible con un régimen similar de libertades para todos. 2. Las desigualdades sociales y económicas han de satisfacer dos condiciones. Primero, deben estar asociadas a cargos y posiciones abiertos a todos en las condiciones de una equitativa igualdad de oportunidades; y, segundo, deben procurar el máximo beneficio de los miembros menos aventajados de la sociedad”, J. Rawls, Sobre las libertades, trad. J. Vigil, Paidós, Barcelona, 1990, p. 33; J. Rawls,Teoría de la justicia, op. cit., pp. 178-179.

 

[14]   Para las posiciones de R. Dworkin, véase: A Matter of Principle, Cambridge Univ. Press, 1985, cap. IV; Los derechos en serio, trad. M. Guastavino, Ariel, Barcelona, 1984, cap. 7. Una crítica atinada de las posiciones de Rawls y Dworkin por su deuda liberal que restringe la DC a una cuestión de afectación de los derechos subjetivos individuales se encuentra en J. L. Cohen, A. Arato, Sociedad civil y teoría política, trad. R. Reyes, F. C. E., México, 2000, pp. 637-682.

 

[15]   R. Dworkin, A Matter of Principle, op. cit. pp. 104 y ss.

 

[16]   Martin Luther King, en ‘Letter from Birmingham City Hall’, afirma al respecto: “…un individuo que viola la ley que su conciencia le dice que es injusta y voluntariamente acepta la pena quedándose en la cárcel, para despertar en la comunidad la conciencia de la injusticia, está expresando, en realidad, un enorme respeto por la ley”.

 

[17]   H. Arendt, “Desobediencia civil”, en Crisis de la República, trad, G. Solana, Taurus, Madrid, 1973, p. 62.

 

[18]   El art. 14.3 del Código Penal dice: “el error invencible sobre la ilicitud del hecho constitutivo de la infracción penal excluye la responsabilidad criminal. Si el error fuera vencible, se aplicará la pena inferior en uno o dos grados”. Lo tomo de J. Mateos, ‘Castigo y justificación de la desobediencia civil en el estado constitucional de derecho’, en Revista Telemática de Filosofía del Derecho, nº 15, 2012, pp. 35-58, p. 20; sobre la cuestión del castigo o exención según el derecho español, pp. 17 y ss.

 

[19]   Falcón y Tella estima que existe suficiente amparo en la legislación española para la DC, y respecto al Código Penal menciona entre otros el art. 25.5, que refiere el estado de necesidad como justificación de un acto por el que se incumple un deber o se daña un bien con la finalidad de evitar un mal mayor –que en el caso de la DC sería el de vulneración de un derecho fundamental o de la dignidad de la persona–; “para evitar un mal propio o ajeno lesione un bien jurídico de otra persona o infrinja un deber, siempre que concurran los siguientes requisitos: 1. Que el mal causado no sea mayor que el que se trate de evitar; 2. Que la situación de necesidad no haya sido provocada intencionadamente por el sujeto; 3. Que el necesitado no tenga, por su oficio o cargo, obligación de sacrificarse”, Mª. J. Falcón y Tella: ‘Algunas consideraciones acerca de la desobediencia civil’, en Guerra, Moral y Derecho, Madrid: Actas, 1994, pp. 215-256.

 

[20]   U. Rödel, G. Frankenberger, H. Dubiel, La cuestión democrática, trad. Mª Condor, Huerga & Hierro ed., 1997, p. 60.

 

[21]   Ver las diferencias con otros tipos de acción (disidencia, resistencia, no cooperación, etcétera) contempladas por Pedro Rivas en su artículo ‘La triple justificación de la desobediencia civil’, Persona y Derecho 34 (1996), pp. 177-99, pp. 180 y ss.

 

[22]   H. Arendt, Op. Cit, pp. 63-64.

 

[23]   Tomo la cita de Thoreau del escrito de F. Fernández Buey, Desobediencia civil, Ed. Bajo cero, 2005, pp. 18-19.

 

[24]   P. Rivas piensa que en el terreno de la justificación ética no importa tanto el contenido del que se reclama el sujeto como la rectitud de su conciencia, su autenticidad, su convencimiento y limpieza en el obrar concernido por la ley que se desobedece, Op. Cit, pp 195-196.

 

[25]   La Declaración de 1789 en su artículo 2º establecía: “La finalidad de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Esos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión”. La Constitución de 1793 decía: “cuando el gobierno viola los derechos del pueblo la insurrección es para el pueblo, y para cada porción del pueblo, el más sagrado de sus derechos y el más indispensable de sus deberes”.

 

[26]   “Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuando quiera que una forma de gobierno se haga destructora de estos principios, el pueblo tiene el derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios, y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio ofrecerá las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad”.

 

[27]   “Considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”.

 

[28]   Op. Cit, p. 59.

 

[29]   E. Garzón Valdés: ‘Acerca de la desobediencia civil’, Sistema, nº 42, Madrid 1981, pp. 79-92.

 

[30]   J. Habermas, Facticidad y validez, trad. M. Jiménez Redondo, Trotta, Madrid, 1998, p. 465. Ver también el cuidadoso y bien informado trabajo de J. C. Velasco Arroyo, ‘Tomarse en serio la desobediencia civil. Un criterio de legitimidad democrática’, en  R. I. F. P., nº 7, 1996, pp. 159-184.

 

[31]  Véase el clarificador y competente estudio de J. A. Araujo, La Constitución como proceso y la desobediencia civil, Trotta, Madrid, 1994.

 

[32]  Peter Häberle, ‘La sociedad abierta de los intérpretes constitucionales: una contribución para la interpretación pluralista y procesal de la Constitución’, en Academia. Revista sobre enseñanza del Derecho nº 11, 2008, pp. 29-61. También el siempre interesante Frank Michelman insiste en ese punto de la interpretación de la ley abierta a la ciudadanía frente a la exclusividad a la que tienden a arrogarse los expertos. F. Michelman, Brennan and Democracy, Princeton U. Press, 1999.

 

[33]  J. Habermas, Facticidad… op. cit, p. 465.

 

[34]  J. Rawls, Teoría… op. cit, p. 348.

 

[35]  J. Habermas, Ibid, p. 465.

 

[36]  H. Brunkhorst, ‘Democracy under Pressure, The Destiny of the Idea of an Egalitarian Society in the World Society’, en Petter Korkman & Virpi Mäkinen (eds.) Universalism in International Law and Political Philosophy, Helsinki Collegium for Advanced Studies, 2008, 176–195, p. 180.

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