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Dentro de las narcosalas: entre el estigma y la asistencia

“Si yo me meto una raya de coca en la calle, estoy tirada, allí están ellos”, explica C., usuaria de la sala de consumo supervisado de Lérida. Una de las dieciséis instalaciones a las que en España acuden los adictos para consumir heroína y cocaína bajo vigilancia médica.

“Me acuerdo una compañera de trabajo, era nueva, le enseñamos el programa y salió de ahí enfadada, diciéndome: ‘¿esto se paga de mis impuestos?’. Le dije: ‘Vamos a hablar en términos económicos: un tratamiento de hepatitis cuesta 30.000 euros, una persona aquí al año son 900”, cuenta María Soler, la coordinadora de la sala de consumo supervisado de la Fundación Arrels de Lérida. Aquella trabajadora no aprobaba que existiesen salas legales donde ir a pincharse heroína o cocaína. Y es que este tema ha generado mucha polémica desde que se abrió la primera allá por el año 2000, en las Barranquillas de Madrid.

“Hubo mucho miedo a que no hubiese un control adecuado y en consecuencia empeorase la seguridad pública, hubiese infecciones por la droga, se fomentase la drogadicción, o incluso que la gente muriese allí”, relata el toxicólogo Fernando Bandrés, recordando los años en los que participó en la implantación del proyecto. Algo que conllevó que una parte de la población se mostrase molesta con el recurso y lo bautizasen, nada inocentemente, como la narcosala de Madrid. 

La polémica que se generó alrededor de la sala durante la primera década del nuevo siglo puso mucha presión sobre ella, y puede que influyera en que fuera clausurada en 2011. Sin embargo, la Agencia Antidroga de la Comunidad de Madrid achacó la decisión al Plan de Erradicación del Chabolismo del Ayuntamiento, que desmantelaría la zona de las Barranquillas. Descontentos con la explicación, los usuarios de la sala, consumidores de heroína, se concentraron ante la Consejería de Sanidad de la Comunidad de Madrid manifestándose para que la trasladasen a otro barrio madrileño con altos índices de drogadicción: la Cañada Real. Esas demandas fueron desestimadas, y la capital se quedó sin sala hasta hoy, trece años después, en que el Ayuntamiento ha anunciado la reapertura de una sala de consumo supervisado en el lugar que se propuso entonces.

Esta vez la noticia no ha causado el revuelo que causó en los 2000. Ya no se trata de algo novedoso e incierto, sino que actualmente hay 16 salas de consumo en Cataluña y el País Vasco, y 80 en toda Europa, según los datos de la agencia de la Unión Europea sobre Drogas (EUDA). Aunque estas salas cuentan con un largo recorrido, una gran parte de la ciudadanía española no tiene una opinión clara sobre ellas porque desconoce su existencia, su funcionamiento o, lo que es más importante, sus consecuencias.

“A mí estas medidas me parecieron muy positivas, recogían un concepto de salud pública muy avanzado”, comenta el toxicólogo respecto a los programas para reducir el riesgo de las drogas que se empezaron a llevar a cabo en España con el cambio de milenio, cuando se pasó de entender la adicción como un problema psicosocial a uno de salud mental. Aparecieron así recursos que, en vez de marginar a los adictos, les proporcionan asistencia médica durante el consumo. Las narcosalas fueron uno de ellos.

 

Condiciones más seguras

Los objetivos son claros. Las salas de consumo supervisado pretenden que los adictos acudan a pincharse en condiciones más seguras, para evitar las muertes por sobredosis y las enfermedades asociadas a hábitos insalubres de drogadicción. Nadie olvida los años 80, cuando una jeringuilla sucia y usada iba de brazo en brazo extendiendo la epidemia de sida que azotaba al continente. La comunidad sanitaria entendió entonces que había que actuar en la raíz, y es por ello que en las narcosalas los drogadictos reciben material sanitario higienizado de forma gratuita, como jeringuillas, cítricos y desinfectante, entre otros.  Además, haciendo referencia a la palabra supervisado, médicos y enfermeras deben estar siempre presentes mientras el usuario se inyecta para evitar daños mayores. Vigilan que lo hagan en zonas seguras y les asisten si lo necesitan. No compartir, no pincharse en zonas de mucho riesgo, dejar un tiempo entre inyecciones, lavarse siempre las manos, controlar muy bien las cantidades son algunos de los consejos que les ofrecen a los adictos. Saray consume heroína desde hace más de dos décadas, algo que le ha provocado la pérdida de algunos dientes y desarrollar VIH: “Yo cuando empecé tenía el problema de que perdí las venas muy rápido y entonces tenía que ir al cuello y ellos ahí ni te lo hacen ni permiten que te lo hagas tú”, explica.

Uno de los riesgos más evidentes y peligrosos es el de una sobredosis y si por cualquier causa ocurriese los sanitarios intervienen en cuestión de segundos. “Tenemos un convenio con emergencias en el que identificándonos como narcosala vienen enseguida. Pero nosotros, antes de que vengan, ya hemos administrado la naloxona (antídoto a la heroína) y la mayoría de las veces cuando vienen la persona ya está semiconsciente o, si ha habido una parada cardiaca, normalmente ha revertido”, explica Ainara Sánchez, coordinadora de las salas de Bilbao de la fundación Gizakia. Nunca ha muerto nadie en ninguna sala en toda Europa, pero el objetivo no se queda ahí.

 

Prevenir y educar

Estas salas no se centran en que los usuarios dejen de drogarse, sino que pretenden que lo hagan de forma menos perjudicial. Y para ello es esencial que además de supervisar y asistir, les enseñen y eduquen sobre cómo hacerlo. En la sala de Arrels, por ejemplo, junto a una pequeña papelera amarilla repleta de jeringuillas cuelga la foto de un parque. Agujas, platinas, pajitas, chivatos, gomas y otros restos de la droga lo ensucian. “Imagen real de la falda del castillo (de Lérida), ¿lo harías en tu casa?”, dice. La pretensión es persuadir a los usuarios para que dejen limpios los espacios públicos. En la corchera hay muchos más carteles y dibujos informativos. “Qué hacer ante una sobredosis”, “¿Sabes cómo cuidarte?”, “Información sobre drogas pinchadas” y “¿Quieres dejar las drogas?” son los cuatro grandes epígrafes que lo presiden.

También celebran charlas informativas sobre cómo actuar en situaciones límite y sobre cuestiones preventivas. “Yo no sabía que me habían dado cuatro sobredosis, para mí era un gran colocón, hasta que un día María dio aquí una charla de sobredosis y yo le dije, ‘a mí eso me ha pasado cuatro veces estando sola’”, dice Saray, haciendo hincapié en la importancia de los talleres.

“Teníamos un usuario que estaba en consumo en estas salas y un día hizo la pregunta: ‘¿esto del tratamiento de qué va?’. Empezamos el proceso en agosto. Ayer acabó ingresando en el hospital para hacer la deshabituación y en una semana iremos a buscarlo para ingresarlo en la comunidad terapéutica y empezar un proceso de desintoxicación”, cuenta Soler ejemplificando lo que la información conlleva.

Los trabajadores no insisten a los usuarios para que dejen las drogas. No se trata de eso. Las narcosalas no son centros de desintoxicación, sino que informan a los adictos sobre los recursos que hay para ello y en el caso de que se sientan preparados les ayudan en el proceso. Por ello a menudo las salas de consumo actúan de puente entre adictos y centros de desintoxicación, pues gente que no acudiría por sí misma a un centro sí acude a una sala de consumo supervisado y, aunque no es el objetivo principal, a veces las campañas les motivan iniciar el camino para desengancharse.

La nueva sala de la Cañada Real de Madrid incluye entre sus objetivos “sensibilizar e informar sobre prácticas de riesgo y de protección ante la transmisión de enfermedades, motivar el cambio a otras vías de consumo de menor riesgo y reducir el consumo en la vía pública”, según un comunicado del Ayuntamiento de la capital de España.

 

La repercusión 

La polémica inicial y los temores a que las narcosalas aparejasen malas consecuencias la vivió Soler en Lérida cuando arrancó la iniciativa. Cuenta que los vecinos culpaban a la sala de atraer a toxicómanos al barrio, de aumentar el tráfico de drogas, violencia y conflictos. Pero con el tiempo se vio que ello no era así y explica que mientras que antes pedían que cerrasen ahora reclaman que abran las horas al día.

Del mismo modo, la sala de Bilbao que hoy coordina Ainara Sánchez estuvo gestionada por Médicos del Mundo hasta 2014. En ese año cerró y se hizo un estudio en el que los vecinos reclamaron su reapertura. “Durante los dos meses que estuvo cerrada hasta que pasamos a llevarla nosotros en la fundación Gizakia se vio un aumento de la delincuencia, de los consumos y del material en calle”, dice Sánchez. “El tema es que estos centros se sitúan allá donde está la droga, no es que nosotros nos situemos y la droga venga”, puntualiza Soler.

“A los vecinos les tenemos en la cabeza todo el rato, cuidamos el espacio, no permitimos que alrededor nuestro haya ni menudeo ni consumo, ni material, ni delincuencia. Si nos enteramos de que una persona que asiste a nuestra sala ha robado un coche, por ejemplo, es sancionada y no le dejamos entrar en la sala durante unos días. Si vemos cualquier tipo de pelea en la puerta, o personas que se quedan por allí, les dejamos claro que se tienen que marchar y que la zona hay que cuidarla. Queremos un espacio que a los vecinos no les genere ningún tipo de problema”, desarrolla Sánchez.

 

Efectos negativos

Pero no son los testimonios de las responsables de las salas lo que ha desmentido que estos espacios suscitaran efectos negativos, como se pensaba al principio, sino los numerosos estudios científicos que se han hecho durante los años. El estudio ‘Servicios de Inyección Supervisada: ¿Qué se ha demostrado?’, publicado en la revista científica Drug and alcohol dependence en 2014 muestran que “los sistemas de inyección supervisada (SIS) no aumentan el consumo de drogas pinchadas, el tráfico de drogas o la delincuencia en los entornos circundantes”. Por el contrario, “son eficaces en atraer a las personas que se inyectan drogas más marginadas, promover condiciones de inyección más seguras, mejorar el acceso a la atención primaria de salud y reducir la frecuencia de sobredosis”.

A su vez el paper científico ‘Un análisis de costo-beneficio y costo efectividad de la instalación de inyección supervisada de Vancouver’, publicado en 2010 en la revista International Journal of Drug Policy, explica que la sala que analizaron en Vancouver previene 35 nuevos casos de VIH y casi tres muertes cada año, proporcionando un beneficio social superior a los seis millones de dólares al año. A nivel científico se ha visto que no sólo no son socialmente perjudiciales, sino que presentan beneficios tanto en los aspectos sanitarios como económicos.

Bandrés, por su parte, explica que estas salas permiten acceder a drogadictos que no pretenden dejar las drogas, facilitan el análisis de los hábitos de consumo y entender en mayor profundidad el panorama de la drogadicción a cada momento social. La pertinencia y eficacia de las salas a las que la gente acude a pincharse está demostrada. Algunas salas de consumo supervisado, además de un cuarto de inyección incluyen una habitación de inhalación para que los usuarios fumen o inhalen cocaína o heroína. Sobre esta modalidad los científicos parecen no se ponen de acuerdo. No presentan unos beneficios sociales y sanitarios tan evidentes como las salas de inyección.

“Fue muy cuestionada la sala, claro, esto hay que pagarlo. Entonces se hablaba de que la vía más peligrosa es la de inyección y la de inhalado podría ser que no fuese necesario una supervisión sociosanitaria”, explica Sánchez sobre la sala de Gizakia.

El amoniaco fue la principal justificación que se esgrimió sobre la pertinencia el uso de las vías respiratorias. Cocer la droga con amoniaco es especialmente perjudicial para la salud y en este tipo de salas se intenta sustituir en la medida de lo posible por bicarbonato. “Es la única sala de Europa en la que no se usa amoniaco, está prohibido”, cuenta Sánchez con cierto orgullo sobre la sala Gizakia.

Como los adictos no están acostumbrados, Soler explica que en su sala tienen les tienen que enseñar a cocinar con él y fomentan que cada día lo usen más. En vez de jeringuillas se dan pipas para fumar, el material necesario para la cocción de la cocaína y, a los que inhalan heroína, papel de plata sin plomo y otros materiales higienizados como tubos para aspirar. Para la coordinadora de la sala de Lérida controlar también este estilo de consumo es esencial ya que ella ha observado que “con el tiempo la gente se pincha menos e inhala más”.

La labor social 

“Para mí significan mucho, como si fuera mi familia, porque lo que hacen y aguantan ellos con nosotros, no lo hace nadie. Fuera, los que no saben nada, te discriminan por yonki, es normal”, dice Antonio, un toxicómano con los hombros encogidos y la cabeza baja, sobre los trabajadores de Arrels. Para ellos, para todos los que necesitan de este recurso, las salas de consumo no son solo un lugar dónde consumir sin ser juzgado, sino que allí pueden ser quienes son. Dentro, Soler, Sánchez y todos los asistentes charlan con ellos de igual a igual. Los usuarios dejan de sentirse por unos momentos como un “desecho social”. Poco a poco van generando confianza y se establece inevitablemente una relación de afecto que en ocasiones les impulsa a avanzar. “Te dicen: ‘Joder Saray ¿otra vez aquí?’, y tú ves que no te lo dicen por decir, sino porque les importas”, explica la usuaria. Otra de ellas, a la que la droga le ha poblado la cara de marcas rojas y secas, incluso dice que los trabajadores saben más de su vida que su marido.

Uno de los hechos que fomenta especialmente que se genere el vínculo es que en las salas les asesoran también sobre asuntos de índole personal. Cuenta Soler que hay muchos casos de agresividad hacia las familias y, si los usuarios lo desean, estos aconsejan a los familiares sobre cómo sobrellevar la situación. Algo que generalmente tienden a agradecer con notoriedad. “Estos cuadros de aquí”, dice señalando a la pared, “los pintó un padre que cuando su hijo se recuperó. Vino y nos dijo: ‘Son para vosotros’”.

 

Un problema transferido a las autonomías 

Son estas consecuencias positivas a nivel sanitario, económico y social lo que hace que el Plan Nacional sobre Drogas recomiende que haya una sala de consumo supervisado en cada comunidad autónoma. Pese a ello, el territorio español presenta un gran desequilibrio en cuanto a la distribución de este tipo de recursos, estando todos concentrados en Cataluña y País Vasco como decíamos al inicio.  Al ser un asunto gestionado desde las comunidades autónomas no hay un plan general de estado que las implante en función de los niveles de adicción, y las necesidades de cada una de ellas, sino que son las propias comunidades quienes tienen la decisión.

“Los recursos tienen que ser distribuidos con criterios de justicia y equidad. Y a veces eso no se está dando porque hay una transferencia sanitaria a las comunidades autónomas, y me parecerá muy bien, pero cuando hay un tema de salud pública general deberíamos tocar todos el mismo instrumento de forma armónica para que no desafíe, y ahora desafina”, explica Bandrés. El experto en toxicología propone que la cuestión de las drogodependencias se gestione de forma nacional, para que así las opciones y recursos sean “justos”, “proporcionados” y “equitativos”. En su opinión ahora no lo son.

Madrid ha tomado la iniciativa y se ha decidido a abrir una sala en La Cañada Real, lugar que desde 2007 es considerado el mayor mercado de droga en España, y uno de los principales de Europa. Lo que parecía un sinsentido es que la capital hiciese caso omiso a las demandas de los usuarios de las Barranquillas hace trece años, y no se abriera una sala en el lugar. La decisión ha sido motivada porque el Centro de Reducción del Daño que la comunidad abrió en 2019 dio muy buenos resultados y les ha hecho querer dar un paso más.

En el centro se ofrecían hasta ahora servicios básicos de higiene, alimentación, ropa, de descanso y atención psicosocial para paliar las consecuencias negativas asociadas al consumo de drogas, pero no se permitía consumir dentro. Esto cambiará pronto, puesto que allí se emplazará la nueva sala de consumo supervisado o, como desde el Ayuntamiento prefieren llamarla, Sala de prevención de sobredosis, que solo contará con la modalidad de venopunción y no incluirá una modalidad de inhalado. El contrato para llevarlo a cabo asciende a un total de 1,7 millones y tendrá una duración de dos años, prorrogables por otros tres, según informó Inma Sanz, vicealcaldesa de Madrid, delegada de Seguridad y Emergencias y portavoz municipal.

 

Rechazo versus aceptación

Madrid se ha atrevido, pero aún quedan muchas comunidades que rechazan implantarlas. Los usuarios de Arrels creen que se puede deber a prejuicios y miedos acerca de que las salas fomenten la drogadicción y tienen un cierto miedo a que como ya pasó en la capital hace tiempo cierren las que hasta ahora existen. “Por muy incómodo que sea, si tienes una drogadicción, lo vas a hacer, lo vas a buscar igualmente así que yo no creo que sea porque haya comodidades que la gente se vaya a drogar más”, cuenta en base a su experiencia Gerard un ex adicto que llevaba consumiendo desde su adolescencia y hoy lleva 17 meses limpio.

El toxicólogo Bandrés concuerda con él. Opina que acusar a las salas de consumo supervisado de fomentar la drogadicción “es coger el rábano por las hojas” y solo “tiene que ver con la especulación”. “Lo que tenemos es un problema sociosanitario, la sociedad madura lo identifica y acude a él para poder afrontarlo”, dice. Soler y Sánchez señalan por su parte que a estas salas solo acude gente que ya tiene un problema de adicción y que si las salas no existen los adictos se drogarán igual, pero en la calle y sin control. “Yo opino que, si prefieren ver las calles llenas de jeringuillas como estaban antes pues vale, que quiten las narcosalas. Por lo menos ahí estamos resguardados, no nos ve nadie y no pasan niños”, añade Saray.

El doctor Bandrés advierte, eso sí, de que para que este tipo de recursos sean eficientes se debe analizar constantemente la calidad y cantidad del problema de adicción y adaptarlos a él, pero que estigmatizar y marginar en vez de actuar no es ninguna solución. “Me estás tachando de esto, pues voy a hacer esto, si total soy un yonky, voy a hacer lo único que sé hacer”, dice sentir Saray cuando se siente marginada. Por el contrario, Antonio cuenta que las salas le ayudan a progresar: “Cuando te habla mal una persona, con asco y cosas de esas, pues te sientes incómodo. Entonces al final ese apoyo que sientes allí te hace que quieras ser mejor persona, que quieras tener una situación mejor”.

Si bien es cierto que desde los 2000 la adicción es considerada una enfermedad mental, a menudo se sigue entendiendo como un problema psicosocial en el que los adictos son los únicos responsables de su malestar. Según la psicóloga de adicciones María Arnaiz esto deriva en que se tienda a criticar, juzgar y abandonar a los adictos en vez de ayudarles con su enfermedad. “Se tiene que cambiar esta concepción, quitarle el estigma a la drogadicción y comenzar a tratarla como la enfermedad mental que es” señala.

Tomando esta concepción de la drogadicción como enfermedad, Bandrés explica que, a nivel neurológico, y sobre todo hablando de cocaína y heroína, el cerebro recibe una sensación de recompensa a cada toma que hace muy difícil dejar la droga. A su vez explica que esta dificultad se agranda cuando el enfermo no recibe apoyo social y se le margina en un entorno de deterioro biopsicosocial. “Hay que romper ese círculo y una sociedad madura con los medios necesarios, lo afronta de forma determinante” y con un tono serio y contundente concluye: “Negarse a la implantación de estos recursos es una respuesta propia de sociedades que no tienen un nivel de madurez propio del siglo XXI”.

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