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Depredadores en el parque

 

“Tú quisieras un mundo, por eso lo tienes todo y nada a la vez”. F. Hölderlin


¿A qué temen nuestros ojos, nuestros oídos tardíos? Al viejo silencio que asedia a la especie, pero ahora sumado a una desactivación de las tecnologías primarias,  analógicas, que nos permitían dialogar con las sombras. En el interior climatizado que es la aldea global, todas las prótesis tecnológicas que han penetrado el cuerpo nos han dejado inermes para una inquietante alta indefinición que nos rodea cada vez que salimos del útero social. En tal sentido, el silencio es la primera especie en peligro de extinción, de ahí que hayamos de dedicarle pequeños parques temáticos en medio de las solidaridades inducidas. Les otorgamos un minuto de silencio a las víctimas señalando que interrumpir el ruido que nos protege es mucho, casi lo máximo que podemos ofrecer.

 

La economía que preside nuestra vida colectiva, ¿es algo más que un simulacro de acumulación contra ese vacío? Por lo pronto, no es tan extraño que el cáncer sea el azote de la época. A través de una miríada de pantallas, vivimos en cada hora mil ecos que taponan cualquier decisión o posibilidad real. Por esto se ha recordado a veces que somos tan libres que no podemos elegir nada, ni comprometernos con ninguna vía. No es tan extraño entonces que la metástasis sea uno de los signos del momento, la gran enfermedad crónica. Metástasis: un “más allá del reposo” en el que hemos depositado todas nuestras esperanzas de huida.

 

Recordemos un momento del alarmismo habitual de los medios, cuando nos hablan del aislamiento de Rusia, de la soledad del PP, de la de Zapatero u Hollande. Este pánico metafísico al aislamiento trasluce un profundo pesimismo en cuanto a la potencia interior de cada vida elemental, que estaría desamparada si no se la conecta socialmente. Tal oscurantismo de la comunicación se nota ya en la expresión perpleja del locutor cuando de pronto la conexión no funciona, o el siguiente plano no entra a tiempo, y la calculada aparición del periodista queda en el vacío. Es como si la misma expresión desolada de los ciudadanos en el tiempo muerto del transporte público se pusiera en pantalla.

 

La televisión, máximo adalid de la socialización forzosa, también predica con el ejemplo y enseguida se siente sola: “No se vayan”, suplican los locutores de todas las cadenas antes de cada pausa publicitaria. Es como si el índice de audiencia, que salva o condena a los programas, representara la meta-cobertura que también necesita la cobertura. En otras palabras, la protección personal que necesita el sistema de protección medial. Sin esta encarnación las matrioskas del encadenamiento no serían nada. Una vez más, estamos ante la cuasi perfección de la tautología, funcionando en bucle. Lo importante es que el parque humano parezca estar solamente rodeado por el desierto, un afuera de silencio, atraso y chacales.

 

Fijémonos en que todos los escenarios de la parada (la espera en el dentista, en el metro, en la llamada telefónica) están ocupados por una carrusel audiovisual incesante. Como el vacío es nuestro demonio, no puede tocarnos: tendría el efecto de «un veneno vertido en el pórtico de un oído dormido» (Joyce). Vivimos así tan ocupados que la vieja división del trabajo ha sido completada por una omnipresente división del ocio. De manera que estar a solas con cualquier cosa es algo ya prácticamente imposible. En cada minuto nos envuelve el líquido amniótico de siete pantallas.. Y a veces la puesta en escena personal es otra pantalla. En realidad, ¿en qué estamos tan ocupados? En la interactividad que nos salva del vacío, de un silencio del tiempo que no puede ser vivido por ningún lado.

 

Un dinamismo planetario penetra entonces en el viviente, desde la liturgia actual de los funerales organizados hasta las evoluciones de la vida intrauterina, ambos monitorizados tras un higiénico cristal. Nuestro demonio, el depredador sin rostro que ronda todos los parques, es el ser estático de lo real, el pavor de un tiempo que no se mueve. En otras palabras, el subdesarrollo milenario que nos es constitutivo. Recordad el final casi ininteligible de ese pequeño milagro llamado Boyhood, la revelación indígena que Nicole y Mason (trasuntos indie del joven protagonista de American beauty) aceptan en mitad del desierto de Texas. Pues bien, toda muestra orgullosa consistencia social se sostiene en la velocidad de escape ante esa pueril acumulación instantánea del tiempo. Lo cual nos hace económica y militarmente temibles. Existencial y culturalmente, sin embargo, esa lógica de la huida nos devuelve a una fragilidad de vértigo. Como cualquier guijarro amenaza con desinflar la burbuja, es así normal que todo tipo de monstruos, mucho antes de que venga la noche, hayan de rondar las afueras.

 

Lejos de aquella sabiduría india de una muerte viva, nuestro terror es “la indiferencia de los árboles a la historia”, tal como lo expresó un clásico del pasado siglo. De manera que, en la vanguardia del mundo civilizado, hasta el tiempo muerto del ascensor o del recorrido en taxi han de ser ocupados por un discurso social atronador e incesante. Gracias a Wall Street, a Tarantino y a Marx, la historia es la religión finalmente triunfante. Todas las tecnologías portátiles están hoy al servicio de una transformación por la que el viejo gran relato por fin se personaliza, a la carta, pegándose al narcisismo de los cuerpos. Ésta es la globalidad, que cada punto esté conectado, salvado de su silencio de fondo. La deconstrucción y el fragmento han hecho un servicio impagable al último totalitarismo democrático.

 

Y no hace falta ser excesivamente paranoico para situar en este programa de control fluido nuestra babeante obsesión por el sexo. Prometiendo un contacto sin nombre ni implicación afectiva, hasta la pornografía es parte de este genial puritanismo que, mezclando aislamiento y conexión, multiplica los contactos. La sexualidad es una parte neurálgica de nuestra movilización total, una interactividad que debe penetrar los tejidos. En los cuerpos líquidos ningún orifico debe quedar inactivo. La saliva del sexo tapa así el silencio del cuerpo, el maná del aburrimiento en las tardes, el declive del afecto o del amor. Igual que la televisión invade el silencio de la lectura y las series por ordenador cubren la penumbra del cine. Por todas partes, el imperialismo del fragmento encadenado debe impedir que se cuele cualquier intensidad que nos devuelva al misterio de ser. En tal sentido, toda la obscenidad imperante se conjura contra el erotismo de vivir, bloqueando el afrodisíaco de una eventual inocencia.

 

Lo dijo Deleuze en un texto memorable, hoy casi clandestino: la actualidad es el poder de la movilidad espumosa, no la autoridad aburrida y patriarcal del rompeolas. Por tal razón, el surf y los deportes de deslizamiento (el primero de todos, la información) baten en todo lugar a los antiguos deportes. Hasta el fútbol debe ser cada vez más veloz y aéreo. Para completar esta movilidad global, en la cara b de este desfile americano siempre habrá un Haneke, el ídolo de culto, la excepción cultural europea que nos recuerda el horror que es la vida desnuda. El funcionamiento de los parques necesitan un depredador externo; a ser posible lejano y localizado.

 

En tal caso, ¿el miedo a la soledad sería la auténtica infraestructura de lo que llamamos mundial? ¿El desarrollo es la multiplicación democrática del miedo? En la sociedad internacional no podemos ni siquiera concebir un mundo desarrollado fuera de ese miedo, puesto que presentimos que el trasfondo de la comunicación y del mito del progreso es el vacío. Tras el estruendo de la pantalla total azota el nihilismo del desierto, la indefensión ante la raíz asocial de cada vida. Verdaderamente, el reverso de la euforia económica y técnica es el pesimismo vital. El Satán de esta época es una y otra vez lo real, ese estar a solas con la condición mortal. Pero no precisamente por la certeza de que ahí falta el sentido, al contrario, por la sospecha de que ahí está el cénit del sentido. No hay una sola película de terror que no utilice de manera oscurantista esta pánico a lo real sin conexiones, a la comunicación primordial que brota del rumor de las sombras, cuando todas las conexiones se apagan.

 

Nuestro anticomunismo es entonces, de París a Baltimore, antes metafísico que político. Si hubiese una dimensión creíble de la teoría de la conspiración sería éste: las grandes corporaciones, los poderes mundiales, la sociedad entera y sus mil alternativas mutantes, han prohibido que cualquiera esté a solas, que nadie interrumpa las conexiones para pensar y vivir según el diablo de su sombra. Dios ha muerto, viva el nuevo dios social. Así se explica que el multimillonario género de terror, de Funny games a Gravity, comience siempre con una interrupción de las comunicaciones. Y que los múltiples momentos de espera, en esta perpetua sala de espera que es la vida social, estén entretenidos sin desmayo. Una banda audiovisual constante acompaña al miedo pueril de nuestra cultura senil. La cobertura cubre nuestro encierro y lo hace polimorfo, tan flexible como el tono musical que acompaña a cada franja horaria.

 

Nada de esto importa, diría la sabiduría india del joven Mason. Cualquier día, el niño mortal que somos volverá con sus viejas certezas. Con su frágil fortaleza.

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