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Derechos y deseos (Desplazamientos/2)

            He pensado muchas veces que toda catástrofe social va siempre precedida por una catástrofe lingüística. Catástrofe viene del griego katastrophé, de katastrépho, destruir, como puede verse en cualquier diccionario que se precie, por ejemplo en el que compuso, ficha a ficha, con tiento asombrosamente esmerado María Moliner. En él leemos que catástrofe, en su uso en español, equivale a desenlace desgraciado, a desastre, a cataclismo, a “suceso en que hay gran destrucción y muchas desgracias”; también se aplica a trastornos morales graves e, hiperbólicamente, a cosas muy mal hechas: “han hecho un monumento que es una catástrofe”, pone la autora como ejemplo de esto último.

            Leer palabras, voces de palabras, en los buenos diccionarios que recogen y describen con tino cuidadoso —y cuál mejor que el María Moliner— es lo más parecido a ver cosas, a acogerlas y hacerse con ellas, a que haberlas las haya incluso, a sacarlas del fondo de inexistencia e indistinción en el que yacían y reparar en situaciones y circunstancias, en detalles, en matices, en muescas del vivir y el obrar de los hombres en su eterno ir tirando a ver bien con las palabras, a ver con mejores contornos y más pliegues —con mejor definición, como se dice hoy de las pantallas— donde antes veíamos más liso o borroso o bien pasábamos por alto, a hacerse con algo del mundo ingente que brinda cada una de ellas y vibra en cada una. Cada palabra, cada acepción, cada giro o modulación de frase es una rendija por la que nos asomamos al mundo de lo de ahí delante y por la que algo de lo de ahí delante puede hacérsenos no sólo inteligible sino también sensible, no ajeno sino, de alguna forma y por algún tiempo, por efímero que sea, nuestro, poseído incluso, si apuramos a lo mejor un poco, del modo más estrictamente humano posible de poseer que es poseer con las palabras y mediante palabras.

            Ocluir esas rendijas, reducirlas, dejar que se acumule la suciedad y el hollín en ellas, los detritos de la dejadez, enredar malamente con ellas o utilizarlas trapacera o aviesamente, cabe que sólo se quede en una de esas “cosas muy mal hechas” a las que alude uno de los usos de la palabra catástrofe. Pero cabe también que, abandonándose a ello, que acostumbrándose a no ver con lo que ve o a hacer ver que se ve cuando se ciega, pueda llevarnos o contribuya a llevarnos a alguna otra de las acepciones fundamentales de esa palabra.

            Antes de que el ejército mussoliniano se lanzara a la sangrienta conquista de Abisinia, de que desde las más altas instancias del Estado fascista se mandaran telegramas a los oficiales que lo comandaban con la orden terminante de entrar en los poblados y fusilar de inmediato por las buenas, sin más contemplaciones, a todos los hombres y arramblar con el resto, Mussolini, desde su balcón de la Plaza Venecia, con aquellos ademanes y muecas que, vistos hoy, no nos parecen más que los de un delirante monigote bufonesco, había dado la noticia del inicio de su guerra imperialista en África diciendo —o más bien gritando a voz en cuello— a la multitud entregada que lo vitoreaba con un fervor igualmente delirante que ellos “tenían derecho” a poseer también su imperio.

           En otro orden y dimensión de cosas, el presidente Rodríguez Zapatero, tras la victoria de la selección española de fútbol en el campeonato europeo del 2007, declaró que los españoles “teníamos derecho” a ver ganar a la selección.

            No tiene nada que ver una cosa con la otra, como es de sobras evidente y no hace falta perder tiempo en subrayarlo, pero la utilización de las palabras tiene alguna miga en común. Se trata, en efecto, y aunque de signo distinto, de dos gobernantes y a los gobernantes, mucho más todavía que a la gente del montón, hay que suponerles el conocimiento exacto por lo menos de algunos vocablos y algunos enunciados que tienen que ver máximamente con su cargo y oficio. “Tener derecho”, “tener derecho a algo”,  no me podrá decir nadie que no es uno de ellos.  Si alguien tiene derecho a algo, o si algo es conforme a derecho, es que ese algo se puede exigir, que ese algo nos es debido o bien, en otra acepción, que es moralmente justo. Uno puede tener por ejemplo, en este último sentido y según se dice, derecho a vivir tranquilo; o a alguien que, por ejemplo, goce de privilegios o de buena posición en la vida o bien haya visto como la fortuna le sonreía, se le puede decir con toda propiedad que “no tiene derecho a quejarse”.

            Afirmar que se “tiene derecho” a conquistar un país a sangre y fuego o a tener un imperio vale tanto como decir que se nos debe o podemos exigir ese país. Decir que se “tiene derecho” a ganar un campeonato equivale a decir que es exigible o moralmente justo. Ni una cosa ni la otra, ni en un caso —terrible— ni en el otro —risible. Se podrá desear tener un imperio o no; se podrá esperar o desear que gane tu selección, pero no se tiene ningún derecho a ello; la ley, o las reglas de juego, no amparan ni hacen acreedor a ello a nadie, o bien a nadie más que a otro en el último caso.

            Ese en apariencia leve desplazamiento semántico, esa confusión consciente o inconsciente, delata, sustantivamente en un gobernante, algo que va más allá de lo puramente nominal (todo nombre, se quiera o no, va más allá de lo puramente nominal), a saber: el corrimiento del deseo (déjenme decirlo así y entiéndase, también, en su acepción más vulgar), la suplantación del derecho por el deseo, el lío fenomenal entre cosas tan distintas y de tanto fundamento, el embrollo en suma entre una y otra cosa y, seguramente, las ganas —en ningún caso el derecho— de embrollar, de hacer trampas con el lenguaje y de enmarañar con él, de contribuir, por poco que sea, a destruirlo, a roer ratoneramente su coherencia, a carcomer su consistencia para que no se pueda ver bien con él y por consiguiente razonar.

            Un detalle, claro está, un pequeño y momentáneo detalle circunstancial, pero esas torceduras, esas fracturas lógicas, esas utilizaciones torticeras del lenguaje y esas trampas con la lengua y la enunciación determinan un gato por liebre con las palabras y las cosas, con las razones y las sinrazones, que suele alfombrar siempre —basta leer  a toro pasado lo que se dice y escribe antes— otras torceduras y fracturas y otras trampas más catastróficas o destructivas.

            Por suerte o, por mejor decir, como débil esperanza, dada la general ofuscación que entenebrece las entendederas de la mayor parte de la gente en las épocas que preceden a las catástrofes e incluso en ellas mismas, nos queda la constancia de que, por mucho que se empeñen los políticos en medir lo que dicen al dedillo, y por más que se hayan podido convertir en verdaderas máquinas de ocultamiento y engatusamiento, “el lenguaje saca a la luz aquello que una persona quiere ocultar de forma deliberada”, según escribió Klemperer en su estudio sobre la lengua del Tercer Reich. Si se está atento pues cuando hablan —“observa, analiza, guarda en la memoria”, se exigía el filólogo como modo de resistir frente a la humillación y el dolor—,  si nos fijamos cuando se expresan sobre todo de forma más espontánea, algo, ni que sea poco, trasluce siempre para el que sepa oír y quiera incluso a lo mejor ver. 

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