Leo en El País que la presidente de la Comunidad de Madrid, la lideresa liberalísima Esperanza Aguirre, está que trina con la nueva ley aprobada por el Congreso español, según la cual el Estado no subvencionará los colegios que separan a niños y niñas. Aguirre aduce que se cercena así la libertad de los padres a elegir la educación de sus hijos. La mayoría parlamentaria ha decidido que el padre es libre de llevar a sus niños al colegio que quiera, pero debe pagar por ello; si quiere acogerse a una subvención pública, debe aceptar que no haya segregación por sexos.
Mi amigo Ralf Rickli escribe: «Derechos son derechos en tanto el acceso a ellos es igualitario. En el momento en que unos tienen más acceso que otros, lo que se llamaba ‘derecho’ pasa a llamarse privilegio (que, de acuerdo con su raíz latina, significa ‘ley privada’). ¿Derecho a la libre expresión? Cuando la palabra de uno llega a millones de personas, y la de otro no puede responder a los mismos millones, ya se extrapoló ese derecho y se está en el campo del privilegio. ¿Derecho de contribuir financieramente a las campañas de candidatos o partidos específicos? Sólo si todos los ciudadanos tuviesen la posibilidad de dar una contribución igual –y si dejaran de darla, que fuse por voluntad propia y no por imposibilidad”. Y etcétera, etcétera.
La distinción me parece esencial para entender el engaño por el cual, a menudo, los defensores del sistema capitalista, apoyados en las teorías de la democracia liberal, ofrecen la difícilmente rebatible defensa de las libertades individuales. El problema es libertad para qué y, sobre todo, de quién. Libertad para comprarme una casa, o dos o tres; libertad de expresión. Si no todos tienen acceso real al mercado de la vivienda, es que es un privilegio; si no todos consiguen llegar al resto de la sociedad a través de los medios de comunicación que tenemos, vuelve a ser un privilegio. Por eso, en São Paulo y en Rio de Janeiro, en ocupaciones de edificios vacíos y en manifestaciones por el derecho a una vivienda digna -un tema, por desgracia, siempre candente en Brasil-, vi en las pancartas este lema esclarecedor: ‘Mientras la vivienda sea un privilegio, la ocupación será un derecho’. Añado, aplicando el aforismo a la democracia: Mientras la toma de decisiones sea un privilegio de unos pocos, salir a la calle, protestar, indignarse y luchar por el cambio será un derecho. Más que un derecho: nuestra obligación como ciudadanos.
Ralf, que antes de nada es pedagogo y educador, y se le nota, me explica una teoría muy esclarecedora que quiero compartir con vosotros. Se trata de la tripartición o triarticulación social, formulada en 1919 por Rudolf Steiner, fundador de la antroposofía. Parte de la vieja tríada de la Revolución Francesa: liberté, egalité, fraternité. Para Steiner, deben distribuirse de forma diferenciada en las tres dimensiones de la vida social, a saber: la económica (producción, circulación y consumo), la política (la ‘vida de los derechos’) y la espiritual (no en un sentido religioso, sino de creatividad y producción artística, intelectual y cultural). La libertad es el principio que guía una vida espiritual saludable –la igualdad llevaría a la homogeneización y masificación-; la fraternidad –o solidaridad- debe dirigir la vida económica; y la vida política debe guiarse por el principio de la igualdad. La vida política debe regirse por la igualdad de derechos, pero no por la libertad –debo prescindir de ciertos márgenes de mi libertad individual para establecer acuerdos y permitir la articulación social- y la fraternidad –que daría lugar a corporativismos ylobbies-.
Esta división tiene mucho que ver con la visión del mundo de un Marx tergiversado hasta el absurdo. La maquinaria ideológica del capital nos quiso hacer creer que el comunismo buscaba la homogeneización cultural: nada que ver con el marxismo. Al mismo tiempo, los banqueros y empresarios siguen intentándonos convencer de que las libertades individuales son sacrosantas, aunque conduzcan a este mundo absurdo que la libertad de ellos para comprar todo mientras mil millones de personas mueren de hambre. Entre medias de unos y otros, las clases medias europeas vemos cómo perdemos las conquistas –los derechos siempre se conquistaron, y nunca fue fácil- de la Europa del Bienestar y nos quedamos a expensas de un capital –que ahora llamamos ‘los mercados’- cada vez más codicioso e incontenido. Y nos indignamos, claro.