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Desafio al pequeño entomólogo

No sé si habrán ustedes advertido que en nuestra cabeza, en la cabeza de cada uno de nosotros, habita un laborioso ente que vendría a ser algo así como un pequeño entomólogo que se ocupa de manera concienzuda de ordenarnos el mundo: sensaciones, personas, nombres… De tal manera que, como disciplinados insectos ensartados en un alfiler, cada cosa ocupa su cajetín correspondiente en las celdillas de nuestra memoria. Así tenemos claro, desde que el pequeño entomólogo los clasificó en el lugar oportuno, que la nieve es blanca y fría, que las caricias son agradables, que de noche todos los gatos son pardos o que Cristiano Ronaldo es un futbolista. E incluso que José Ramón Fernández es un autor teatral, con sus obras y adaptaciones teatrales (Nina, La tierra, La trilogía de la juventud, Para quemar la memoria, La colmena científica, La ventana de Chigrinsky –que, por cierto, reponen ahora en Cuarta Pared; si pueden, no se la pierdan–, La lluvia amarilla… y así hasta cuarenta y tantas entre unas y otras), sus premios teatrales (Lope de Vega, Max, Calderón de la Barca…), su personalidad teatral y sus éxitos teatrales.    

Pero hete aquí que, de pronto, desafía a nuestro pequeño entomólogo, obligándole a reajustar su clasificación y a abrir un nuevo archivo donde poder incluir que también es novelista, y encima, con buen pulso narrativo. Veo, no obstante, en la solapa del libro al que de inmediato voy a referirme, que su primer paso público en el mundo de las sagradas escrituras tuvo lugar en 1988. Fue la concesión de un accésit, en los premios de la Semana Negra de Gijón, a su relato Hay que matar a Rocky Bolero, en cuyo título resuenan los ecos de aquel thriller de José Luis Borau llamado Hay que matar a B. Leo en el texto de la solapa que, “como dice el tango, siempre se vuelve al primer amor”. Aunque, tratándose de novela negra, tal vez sería más apropiado, señalar que el asesino siempre vuelve al lugar del crimen.

Creo que la novela negra comparte con el teatro su capacidad para auscultar las pulsiones subterráneas que animan los paisajes sociales sobre los que la vida transcurre, para revelarnos imágenes en las que reconocernos a veces con pavor, para explicarnos el porqué de algunas cosas. Por eso, si recapacitamos, no resulta tan extraño que José Ramón regrese al lugar del crimen y se interne por los vericuetos de la novela negra.

Al saber que había escrito Un dedo con un anillo de cuero, que así se llama la novela (publicada por Eugenio Cano Editor en su colección Caminos del Bosque), tuve enseguida curiosidad por saber qué vía había elegido o qué tipo de escritor de novela policial era. Ya saben, el pequeño entomólogo no para. ¿Le gustarían las intrigas ajedrecísticas e impolutas al estilo de doña Aghata Christie, esas novelas donde el asesinato es un fastidio que turba la rutina de la cortesía social? ¿Habría elegido el modelo de investigador privado que mira de reojo a la policía acuñado por los formidables Dashiell Hammett y Raymond Chandler, con sus Sam Spade y Philip Marlowe de una pieza? ¿O tal vez el del exquisito o exótico resolutor de misterios, en la onda del elegante Philo Vance creado por S. S. Van Dine, el orondo Nero Wolfe de Rex Stout o el astuto Charlie Chan de Earl Derr Biggers? ¿Quizás prefiriera la crónica negra urbana nacional y un punto castiza al estilo de Juan Madrid o Andreu Martín, o los infiernos pequeños burgueses visitados por el inspector Maigret de Georges Simenon? ¿O puede que las tortuosas introspecciones, con elementos personales, elaboradas por James Ellroy? ¿Tal vez habrá sucumbido a la moda de las oscuras pasiones nórdicas desatada por Stieg Larsson?…

Pues no, José Ramón Fernández conoce sin duda todas esas referencias y ha sabido asimilar con provecho lo mejor de algunas y elaborado una obra muy personal en la que todo está impregnado por esa densa atmósfera provinciana aparentemente inmóvil, pero cargada de presagios, como en algunas de las mejores películas de Claude Chabrol. Un dedo con un anillo de cuero tiene el vigor y la viveza de una crónica criminal, agudeza para el detalle que define a un personaje o una situación, precisión y elocuente economía de medios en el apunte social, y un formidable talento narrativo para desplegar ante los ojos del lector un tenso mapa de vidas cruzadas movidas por una sincronía fatal.

La novela transcurre en Renada, una pequeña y amurallada ciudad de provincias donde nunca pasa nada, hasta que pasa, donde la sangre se estanca en tardes interminables hasta que estalla en un cónclave de estrépitos que revelan los rencores larvados y las viejas historias de frustración personal. No tiene la temperatura remansada del Tomelloso donde resolvía sus casos el comisario Plinio que tan bien retrató Francisco García Pavón, sino que dibuja una realidad convulsa bajo el tapiz de una cotidianidad de partidas de mus en el Bar de Sisinio, El Criminal, un apodo que predispone, ya me entienden… Como el de algunos personajes, Bujadín, El Fachendoso, y hasta el difunto Pepe el Mierda, al que se cita de pasada, pero cuyo remoquete tiene tela.

José Ramón perfila sus descripciones con frases cortas, precisas, como golpes de machete. Miren como describe a Yedra, uno de los personajes, una jovencita con hechuras y vocación de mujer fatal, la perdición de los hombres: “Era muy delgadita, con las piernas y las manos largas, con la piel muy morena, de piscina, y una cara guapa, guapa. Llevaba puesto una especie de vestidito azul con lunares blancos, que era a la vez blusa sin mangas y pantalón muy corto. No era un palo, tenía sus tetillas bien puestas, que incluso abrían el perfil entre los dos botones. No era un pedazo de tía, era un yogurcito. Fina, muy fina”. O esta frase redonda, de pulso perfectamente chandleriano, refiriéndose a Elena Zayas, cuya sonrisa, escribe, “parecía una fábrica de bastones”. Por cierto, este personaje dirige el teatro que aparece en la novela, porque el autor no se ha resistido a incluir un teatro en la trama. Lo teatral, inevitablemente, le tira. El asesino vuelve a otro de sus escenarios –entiéndase en el doble sentido– criminales.

Dos amigos, Claudio y Dani; una chica turbadora, Yedra; un asunto peligroso, gente sin escrúpulos, un par de muertes, y las piezas que encajan en el rompecabezas. Hay quien se encuentra con su destino a bocajarro. No hay que revelar más de la rama para no chafarles la lectura de esta estupenda novela. Estupenda, sí, aunque haya hecho trabajar al pequeño entomólogo.


Adenda: Y puestos a hablar de libros, otra recomendación encarecida: Telón de fondo (El Aleph Editores), del crítico teatral y novelista Marcos Ordóñez, cuyos reveladores artículos pueden degustar cada sábado en el suplemento cultural de El País, Babelia.  Marcos escribe una especie de memorias teatrales, se aproxima al teatro surfeando en las olas de sus recuerdos, su experiencia y sus gustos. Espectador temprano, pues su padre, funcionario público, tenía acceso a invitaciones para espectáculos teatrales y cinematográficos, al crítico en ciernes le fue inoculado el veneno del teatro A pie de obra, como quien dice y como tituló otro volumen de escritos sobre teatro (Alba, 2003). Actores, autores, directores, tendencias, la actividad crítica y un montón de asuntos relacionados con la escena y quienes en ella o junto a ella habitamos concurren  a este cónclave donde teatro y palabra se dan la mano. La precisión, el buen juicio y la magnífica escritura se alían en Telón de fondo con un formidable sentido de la ironía. No me resisto a servirles, ya que estoy, una porción de muestra: “He conocido –escribe Ordóñez– a muchos niños que de mayores quieren ser cómicos. No he conocido a ninguno que quiera ser director. El director es el primero que llega y el último que se va. Son tantos los fuegos que debe apagar o avivar, que lo raro no es que las funciones lleguen a buen puerto, sino que, además, muchas de ellas sean estupendas”.

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