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Mientras tantoDesapruebo lo que dices, pero defiendo tu derecho a decirlo

Desapruebo lo que dices, pero defiendo tu derecho a decirlo

El rincón del moralista   el blog de Aurelio Arteta

 

Bastante próximo a convertirse en un tópico de las sociedades democráticas (pluralistas, tolerantes) se halla aquel dicho célebre, atribuído a Voltaire, de que «no comparto lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo«. Aun estando en desacuerdo con la tesis de quien por sostenerla sufre persecución o amenaza, uno mostraría su total disposición a apoyar la libre expresión de ese pensamiento del que discrepa. En múltiples coyunturas, sin duda ninguna, semejante actitud merece el aplauso ciudadano. Pero no en todas, como trataré de explicar.

 

Pues ese talante de apariencia tan exquisita, como no quiera entrar en más averiguaciones sobre eso reprimido cuya expresión se prohíbe,  podría  desviarse de lo que importa y caer en plena aberración moral. Quiénes sean los injustos perseguidores y quiénes los injustamente perseguidos, eso lo dirá el análisis moral (además del legal) de las tesis o demandas cuestionadas. Antes de prestarse a defender el supuesto derecho a decir lo que sea, pese a que desaprobemos lo dicho, habrá que procurar dejar bien sentadas las razones de nuestra desaprobación. Si un grupo político mantiene en su ideología y programa de acción que hay gentes en su comunidad que deben marcharse o ser eliminadas, ¿podemos contemplar eso como si fuera un punto de vista más entre otros, con el mismo derecho que los demás a ser oído y considerado en  la escena pública? Si semejante punto de vista no debe ser asumido o representado políticamente en modo alguno, quienes lo secundan ¿seguirán gozando del  derecho a ser escuchados en tanto que conciudadanos? No, ya no vale aplicarles aquella reflexión del ilustrado francés, puesto que en modo alguno cabe reconocerles legitimidad para expresar lo que expresan. En tal caso, su pregonado derecho a proclamarlo. La iniquidad de la meta que ese propósito pretende y de los sentimientos que infunde no merecerían el derecho a la libertad de expresión.

 

De suerte que esta libertad puede no ser lo único ni lo más crucial puesto en juego en esa coyuntura. Antes que la libertad de expresión está el análisis crítico de eso mismo que se expresa o aspira a expresarse, su verdad o falsedad prácticas, su justicia o injusticia en las circunstancias dadas. A aquel tolerante con buena conciencia importa más, sin embargo, la defensa de la abstracta libertad de pensamiento que los resultados concretos del ejercicio público de ese pensamiento y sus consecuencias normativas para la acción. El presunto solidario desdeña debatir acerca de una doctrina que, en último término, podría  justificar el recorte de las libertades o la persecución de los disidentes. Al contentarse con pregonar la libertad de expresión, la concede por igual a unos y otros, lo mismo a acosadores que a acosados. Todas las ideas son al parecer respetables, incluso las que niegan el respeto hacia las demás. Resulta a las claras contradictorio que nuestro volteriano se muestre dispuesto a dar su vida por la libre expresión de quienes, entre otras soflamas, amenazan con acabar con la libertad de expresión de sus adversarios y –si preciso fuera- hasta con su vida.

 

Según eso, ¿de qué lado este volteriano en una contienda que tiene víctimas y verdugos? Le guste o no, la respuesta es fácil en cuanto se aplica la regla de la transitividad. Piénsese en ese lugar cercano en que actúan simultáneamente una organización terrorista, un partido que la representa  en el Parlamento y otras formaciones políticas que no sólo comparten con los terroristas sus objetivos últimos, sino también sus postulados de partida. Parece entonces una brutal incoherencia que el individuo A crea fraternizar con el individuo B cuando éste es hostigado por esa organización terrorista y su entorno, mientras disculpa o apoya en la medida que fuere a esta organización. Por ejemplo, mientras A justifique e incluso vote al partido que es su portavoz e integra el conglomerado criminal, o en ocasiones secunde a otros partidos  asentados en las mismas premisas y en busca de los mismos fines…, o simplemente jamás dé señales públicas de oponerse a los presupuestos político-morales que sustentan la amenaza de la seguridad y libertades de aquel B y de muchos más. He ahí una cadena de complicidad y responsabilidad en el daño. Ese “buen” A quiere solidarizarse con las víctimas, pero sin renegar del todo de sus verdugos ni de las doctrinas que les alimentan. Le gusta estar a la vez repicando y en la procesión.

 

No hará falta insistir en que esa solidaridad pregonada hacia unos que inmediatamente se vuelve insolidaridad con respecto a los demás, por no atreverse a terciar y dirimir las mejores razones de unos o de otros, no merece respeto alguno porque tampoco merece calificarse de solidaria. En realidad, sólo busca protegerse del temor a descubrir dónde reside la justicia y, con produce la mera posibilidad de sufrir las consecuencias de un hallazgo tan comprometido.

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