Desayuno

 

Yo he viajado poco y tarde a pesar de haber salido de España con pocos años, en ese bautizo de sangre que a los niños gallegos nos dan las abuelas cuando van a comprar toallas a Portugal. Este desconocimiento mío del medio se ha traducido en situaciones ciertamente singulares. En mi luna de miel, por ejemplo, fuimos a parar a un hotel de Filadelfia que yo había reservado con mucho énfasis pues me parecía muy céntrico y hermoso, y resultó ser un hotel de gays para gays con las habituales excepciones catetas. Eso sí, discretamente llevado hasta el punto de que sólo nos enteramos del percal cuando sonó la alarma de incendio en mitad de la noche, abrimos la puerta de nuestra habitación a medio vestir para echar a correr y nos encontramos en el pasillo con el Desfile del Orgullo, al que nos sumamos más por convicción que por miedo a las llamas.

 

Quiero decir que tengo poco mundo y ese poco mundo que tengo tampoco le he asimilado yo muy bien. Por eso siempre procuro estar acompañado en todas partes, pues solo me pierdo o me pierden, y he llegado a desconocer lo que me rodea de una forma tan perfecta que a veces me doy miedo. Esto yo no suelo contarlo cuando me presentan a nadie, pero hay cosas que merecen la pena ser contextualizadas, como la primera vez que me vi atrapado, literalmente, en un desayuno.

 

Pasaba con un amigo unos días en Canarias y aproveché un despertar mínimo a las nueve de la mañana para asomar la cabeza fuera de la habitación y salir por primera vez yo solo de allí. Me entusiasmaba la idea de desayunar y volver a cama, que debería ser por sí mismo el prólogo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Tenía una resaca imperial y andaba desaliñado, con un bañador mínimo y una camiseta apretada que había metido en la maleta creyendo mía cuando resultó ser de mi hermana. Recorrí descalzo el pasillo y me presenté así en el comedor entre el silencio del tendido, como un morlaco al que se le espera tarde o temprano, y me senté en la primera mesa libre deseando llenar el estómago para volver a mi cuarto a fatigar las horas.

 

Me di cuenta al poco de llevar allí que un matrimonio que había llegado cinco minutos más tarde que yo ya estaba desayunando, y después de un cuarto de hora de impaciencia extrema comprendí que allí  estaba comiendo hasta el último mono, y que todas las mesas rebosaban bacon, huevos y bollería de un modo que me pareció exagerado. Empecé a lanzarle al servicio carraspeos indignados y hasta me permití dejar caer casualmente una cucharilla en el plato en lo que ya me parecía una protesta salida de madre. Pero tuvo que pasar media hora para que estallase en una reacción inolvidable: me levanté de la silla arrastrándola por el suelo en un gesto que hubiera desgraciado para siempre a mi padre de haber escuchado el escándalo, y tan largo era me estiré como una serpiente que emerge del mar mirando a los camareros y dando dos palmadas tan sonoras que no acompañé el “garçon” porque a uno ya le había dicho el día anterior que era de Sanxenxo.

 

La masa se giró entristecida hacia mí, como viéndome venir, y luego regresó lacónicamente a lo suyo. Me senté despacio sin dejar de mirar a un camarero elegido al azar, como si le fuera a partir la cara de un momento a otro, y se vino hacia mí verdaderamente interesado.

 

-¿Puedo ayudarle en algo?

 

-Pues mire, llevo aquí casi media hora y nadie me atiende. 

 

-Tiene allí en aquellas mesas el desayuno a su disposición. Es bufé.

 

“Así que bufé”, repetí. Lo miré muy quedamente pensando que me estaba tomando el pelo, y por el rabillo, inseguro, comprobé que de vez en cuando la gente se levantaba a rellenar su plato con grandes napolitanas de chocolate. “Esto es un all you can eat de manual, qué dice este gilipollas de bufé”, me dije para mis adentros. Y fijé la mirada en silencio en los bollos azucarados mientras pensaba en el daño que hacían esas calorías, y en todas las carnes blandas que se les ponían a los turistas rubios y colorados; alemanes e ingleses en suma, gentes de mal vivir, de mucha cerveza y desayuno continental. Estuve por levantarme a seguir dando palmas para pedirles mesura.

 

“Pues menuda coña”, se me ocurrió decir poniéndome en pie teatralmente mientras tiraba la servilleta a la mesa. Y me fui del comedor haciéndome el digno, negando con la cabeza, hasta doblar la esquina. Ya fuera de la vista de todo el mundo empecé a correr por el pasillo con los ojos llenos de lágrimas, y al entrar en la habitación y cerrar de un portazo hundí la cabeza en la almohada, como tantas veces había visto hacer a las señoritas del siglo XIX, y le dije a mi amigo con la voz quebrada: “No vuelvo a salir de esta habitación en mi puta vida”.

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