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Descifrar un cluster

 

¿Quién duda de que la imitación es una herramienta fundamental del aprendizaje? ¿Quiere decir eso que se aplica en cualquier contexto? Después de un día en el puerto observando a mi hijo coger cangrejos, busco en el garaje el libro de Durkheim, dentro de una caja desde la última criba. Leo el capítulo sobre el asunto: «Pero hay una razón más general que explica por qué los efectos de la imitación no son apreciables a través de la estadística; y es que, reducida a sus propias fuerzas, la imitación no influye nada sobre el suicidio». Es decir, y como explica en otro sitio, que la supuesta emulación sólo se apreciaría en sujetos altamente vulnerables, agrupando suicidios que acabarían produciéndose, aunque más dispersos en el tiempo. Podría pensarse que con estos párrafos, y otros no siempre tan expeditivos, Durkheim clavó una estaca en el corazón del supuesto contagio. Nada más lejos.

 

Ha pasado más de un siglo y algunos investigadores, ¡y muchos periodistas!, siguen diciendo que el suicidio se contagia, sin mayor explicación mecánica. Yo no estoy dispuesto a aceptarlo. Me pregunto cómo piensan proteger a los enfermos si no se puede hablar con ellos del particular. Otros, suavemente, empiezan a sustituirlo por el término cluster, mucho más aséptico. Pero ¿qué es un cluster? La suicidología ha observado que, esporádicamente, algunos suicidios aparecen apiñados en espacio y tiempo. Como un racimo. Sin salirme del libro de Durkheim: «Ya hemos hablado de aquel corredor en que quince inválidos vinieron sucesivamente a ahorcarse, y de aquella famosa garita del campo de Polonia, que fue en poco tiempo teatro de muchos suicidios […] En 1813, en la pequeña población de Saint-Pierre-Monjan, una mujer se ahorcó de un árbol; otros muchos vinieron después a ahorcarse a corta distancia».

 

¿Sabemos qué perfil tienen los que se suicidan en racimo?

 

La intuición nos dice que se trata mayormente de personas con trastornos de personalidad, y menos de enfermos mentales graves, como los esquizofrénicos. Y principalmente, que se trata de gestos e intentos suicidas más que de suicidios consumados, pero todo esto habrá que verlo.

 

Es Juanjo Martínez Jambrina al teléfono, psiquiatra y director de Salud Mental en Avilés. Antes de llamarle he vuelto a leer uno de sus artículos en El Comercio. Se titula Mezquina muerte. Es de septiembre y asoma Pavlov: somos donde estamos.

 

¿Qué tipo de relación mantienen entre ellos? No parece que no se conozcan.

 

Yo diría que son relaciones basadas en cuestiones superficiales. Es decir, personas que comparten determinados factores de riesgo como intentos previos, temeridad, abuso de sustancias. No tanto de amigos de toda la vida. Y con una estructura de personalidad o trastorno mental común.

 

Asturias es una de las comunidades autónomas con mayor tasa de suicidio: 12,2 por cien mil habitantes en 2012, según el Instituto Nacional de Estadística. La media española es de 7,5. El psiquiatra tiene observado, por ejemplo, lo que ocurre en la comarca de Pravia, al norte, donde los matrimonios de consanguinidad han sido frecuentes y donde a un suicidio le siguen otros dos o tres durante los dos meses siguientes y con un intervalo de 15 días. O la rareza que entrañan los vaqueiros de alzada: pastores de los pastizales cantábricos, que al alcanzar la edad de la prórroga, comprueban que sus hijos no les necesiten y se ahorcan sin una psicopatología aparente. Y que según un estudio del siglo pasado, muestran un índice de suicidios superior a la media asturiana. Mientras habla imagino un mapa con puntitos rojos y azules, como en los thrillers. La exculpación del suicida en el agro. El psiquiatra la incluye, junto a los genes y el aislamiento, como uno de los factores que explicarían los niveles asturianos. Algo que no se vislumbra en las ciudades. Hace poco lanzó una pregunta en las redes sociales: ¿Importa más el código postal que el genético en un suicidio? Él va pensando que sí: que los que nacemos en Alicante tenemos menos probabilidades de matarnos.

 

Tras colgar, y como hemos acordado, me envía por correo un póster de un equipo de Málaga sobre clusters en la comarca de Antequera, lleno de mapas, escalas, distribución de errores, simulaciones de Monte Carlo, K-funciones de Ripley, signos P = < y dos cifras en verde. Lo descarto todo dados mis límites y leo las conclusiones: «la propagación de suicidios en comarcas con núcleos de población pequeños y aislados se produce dentro de la población y con una distancia de no más de 2,5 km entre ellos, sin expandirse a zonas colindantes y en períodos de a lo sumo dos semanas a partir del evento disparador». Por lo que fuera, el equipo de Málaga se detuvo ahí. Una semana después, vuelvo a llamarle.

 

¿Cuál sería el siguiente paso?

 

Según el psiquiatra, después de establecer el cluster, los investigadores recogerían los datos sociodemográficos de los suicidas a través de la historia clínica; harían autopsias psicológicas a partir de las notas personales, avisos previos y entrevistas con familiares; y por último, comprobarían si los factores de riesgo que se han aislado sirven para prevenir futuros suicidios: comparando con otra red sanitaria o utilizando grupos de control. Me pregunto, sin embargo, qué pruebas hacen falta para clasificar un suicidio como imitativo. ¿Un recorte de periódico? ¿La noticia llevada en volandas por los vecinos? ¿Que el método empleado coincida con el método exhibido? Jambrina se muestra cauto. La conceptualización. Habría que concretarla. Habría que traducir el libro de Ferran Toutain, Imitació de l´home. Es una cuestión importante. Pero sólo hasta que nos preguntamos si habrá algo en el mundo libre de ser imitado.

 

¿Qué es lo que se imita?

 

Yo más bien diría qué es lo que se pierde: el miedo a morir.

 

¿Se cargan de valor al ver que alguien del grupo lo ha conseguido?

 

Eso es.

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