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Llevo muchos días pensando en la serie 1992. No por el retrato que realiza de la Italia de ese año y sus similitudes con la España de nuestros días. No. Con ser muy interesante lo que cuenta sobre la corrupción en Italia y el proceso Manos Limpias o el nacimiento de una turbia nueva política en el país, no es lo que me ha hecho darle vueltas y más vueltas, sino que ha sido la historia de uno de sus magníficos personajes, el que interpreta el actor Stefano Accorsi, lo que me ha atrapado.
A Accorsi lo había visto mil veces en el cine, pero no me había percatado casi de su existencia hasta esta serie, hasta que ha dado vida a su protagonista, Leonardo Notte. Se le intuye una vida fascinante, contradictoria y llena de conflictos. En un momento dado, al final del penúltimo capítulo de la primera y hasta ahora única temporada, lee un fragmento de la novela Petróleo, de Pier Paolo Pasolini, que parece ser el resumen de su propia existencia:
«Hay muchas personas que no creen en nada desde que nacen, pero eso es algo que no las detiene, intentan aprovechar sus vidas y luchan por conseguir sus objetivos. Otras personas, sin embargo, tienen la costumbre de creer y materializan ante sus ojos los ideales en los que creen. Si un día dejan de creer, lentamente, a través de una serie lógica o incluso ilógica de desilusiones, redescubren esa nada que otros han visto desde siempre de una forma natural. El descubrimiento de la nada, sin embargo, es una novedad que implica varias cosas: implica continuar actuando, continuar interviniendo y operando, pero ahora, sin saber el porqué, lo hacen gratuitamente y tienen la hilarante sensación de que todo es sólo un juego».
Leonardo Notte deja de creer y (aquí viene un pequeño spoiler) viaja desde el Partido Comunista Italiano al márketing; deja de creer y viaja (aquí imaginamos) de la austera vida del militante comunista a la vida más hedonista y esquiva de afectos profundos. Desconocemos el porqué.
Estos días pienso en las enésimas elecciones griegas en las que, a diferencia de las anteriores (al menos de las últimas, las del 25 de enero), todos los partidos con opciones de ganar van con el mismo programa electoral (el memorándum que acompaña al tercer rescate) y pienso que ahí reside parte de mi nuevo descreimiento, de mi pérdida de fe en los pretendidos proyectos de transformación social. Grecia, Syriza y Tsipras son los causantes de mi estado mental, espero que provisional. No me resisto aquí a enlazar una canción de León Benavente:
Syriza ocasionó un trauma a toda la izquierda transformadora, aunque en público no lo reconozca. Hay excepciones, es verdad, y Juan Carlos Monedero puede ser una de ellas. Dice un excelente politólogo, Luis Ramiro, que ese trauma que ahora sufrimos es similar al que produjo el golpe de estado contra el Gobierno de Salvador Allende, del que hace una semana se recordaba el 42º aniversario, por frustrar la vía democrática al socialismo que la izquierda europea quería tomar como ejemplo en los setenta. Pero hay otros que apuntan otras comparaciones, como el giro de Mitterrand o incluso el de Felipe González. Ambos políticos tienen sus propias víctimas en forma de simpatizantes, votantes o incluso militantes frustrados, como en el caso español describió tan bien Francisco Umbral en El socialista sentimental.
En Grecia, la honesta dimisión de Yanis Varoufakis, sus actos y declaraciones hasta el momento, su compromiso con el cambio de la Unión Europea en general y la eurozona en particular, así como el nacimiento de Unidad Popular de una escisión de Syriza, además de la fuerza y la coherencia de Zoi Konstantopoulou, ex presidenta del Parlamento griego, hacen conservar cierta esperanza. En Grecia, aunque minoritario, como revelarán las urnas el próximo domingo, sigue habiendo un proyecto alternativo, sigue habiendo políticos con un afán transformador de la realidad. Sigue existiendo una resistencia, esa con la que se le vitoreó a Yanis Varoufakis el pasado fin de semana en París:
La Syriza resistente original pervive en Lafazanis, mientras que la de Tsipras ha sido absorbida por aquello contra lo que nació, por aquello que decía abominar.
Pero, ¿y en España?, ¿qué podemos decir de nuestra izquierda? El proceso de confluencia, al que «la gente» ni siquiera asistimos como público y cuyo mero objetivo es ganar rápido o al menos obtener un resultado que les aleje de la marginalidad en el arco parlamentario está dejando el panorama político español sin fuerzas transformadoras, sin opciones que busquen superar el actual estado de cosas. Sólo pretenden devolvernos un capitalismo presuntamente humano. Pero, ¿es suficiente?
Las fuerzas que pintan mundos alternativos y luchan por convertirlos en una realidad son imprescindibles. Quizás no para ganar, pero sí para mantener un camino abierto hacia otra realidad distinta aunque no la vayamos a ver materializarse jamás; quizás no para ganar, pero sí para canalizar un voto descontento que no quiere ser cómplice de un sistema que produce tanto sufrimiento, aunque no sea el propio, aunque nunca se haya padecido en primera persona; quizás no para ganar pero sí para que no se pierdan ciertos valores que nadie más mantendrá; quizás no para ganar, pero sí para devolver de vuelta a la izquierda a quienes se derechicen demasiado. Quizás su imprescindible papel es el de servir de brújula.
Sí, el anterior es un párrafo muy reiterativo. Pero lo es para reivindicar el valor de quienes siempre son derrotados, o lo son durante años y no desfallecen, y siguen siendo los mismos después de muchos lustros, como parece que ocurre con Corbyn en Reino Unido. Hay a personas a las que, incluso en estos tiempos en que tanto cunde el arribismo, sigues encontrando en el mismo lugar después de siglos sin saber nada de ellas. Y es muy emocionante. Ayuda a olvidarse un rato de ese sentimiento de orfandad y desorientación a que aboca la falta de consistencia, honestidad, valentía y audacia de la mayoría de políticos contemporáneos. A ciertas nuevas izquierdas les sobra ambición en lo que a resultados electorales se refiere y les falta a la hora de diseñar proyectos transformadores.
Dejar de creer es peligroso. Dejar de tener cosas en las que confiar tiene riesgos incalculables. Lo cuenta 1992 aunque no sea el tema principal de la serie. O quizás sí lo sea. No queremos dejar de creer en que la transformación de la realidad es posible y tenemos miedo a convertirnos en lo que acaba siendo Leonardo Notte. Pero cada día es más y más difícil.
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