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Desde el reino de los enfermos. Herirse el paladar con trozos de narcisismo

La enfermedad es el lado nocturno de la vida, una ciudadanía más cara

Susan Sontag

 

A la pregunta estúpida de ‘¿por qué yo?’ el cosmos a penas se molesta en responder ‘¿por qué no?’

Christopher Hitchens

 

 

En el año 2001 la televisión me brindó dos momentos inverosímiles: contemplar el derrumbe de las Torres Gemelas y espiar la rumbosa actividad de mi colon. Lo que sigue trata de la enfermedad y sus asuntos. Escribir sobre tu enfermedad es como masticar un espejo y herirse en el paladar con los trozos de narcisismo. Debe uno aislarse de los males del mundo, sobrevolar las injusticias, dejar en suspenso la realidad, con todas sus historias crueles y hermosas. ¡Voy a hablar de mi enfermedad! Una presunción si cabe más insustancial dado quien la formula: un periodista desconocido sin influencia pública ni magisterio. De sus enfermedades escriben los genios consagrados o los héroes sin apellidos, luchadores ejemplares en el altar de la Ciencia. Mis admirados Tony Judt, Oliver Sacks, Cristopher Hitchens… Su testimonio, engrandecido por la profundidad de sus juicios, trasciende la inevitable y trágica anécdota, y tras su lectura queda flotando en la conciencia el turbio encanto de la fatalidad: todos ellos eran y se sabían seres moribundos; yo no.

 

Han pasado quince años desde el diagnóstico –aquel ya brumoso médico de Urgencias haciendo el saque de honor: “Bueno, chaval, lo que te haré no deberían hacértelo hasta los sesenta años”– y la inseparable compañera de mi vida ha reaparecido –nunca se fue– para celebrar juntos el aniversario. Cada uno lo festejamos a nuestra manera: ella escarba en mi intestino con la súbita saña de los comienzos; yo escribo y me describo. Dice Pascual Bruckner, del que me gustaría conocer su historial clínico, que “ponerse enfermo es también tener algo extraordinario que contar sobre uno mismo”. Más allá del narcisismo, la pueril anécdota, la fatalidad. La narrativa del enfermo es asumir que la enfermedad no te puede, aunque te logre vencer. Que tiene la potestad de hablar por ti. Que te obliga a hablar por ella. Sería todo mucho más sencillo si bastaran las bioquímicas y las colonoscopias. Esto soy, atreveos a mirar. Pero la enfermedad te escribe y te inscribe: te instiga a cometer el relato. “Tanto si las combatimos como si sucumbimos a ellas, las enfermedades nos suministran una historia”. Otra vez Bruckner. Esta es la mía.

 

Un breve apunte necesariamente clínico: padezco colitis ulcerosa. La CU es la hermana tímida y también crónica de la Enfermedad de Crohn. Juntas agotan el conjunto de Enfermedades Inflamatorias Intestinales (EII). Sus cuadros clínicos son diferentes, pero casi todo lo demás –me refiero a la parte jodida– es muy parecido. Por aquello de que colitis es una palabra familiar –quién no la ha sufrido alguna vez– y crohn evoca algo ignoto y oscuro, se tiende a pensar que la segunda es más grave. O rara. O dolorosa. Nada más incierto. De todas maneras, para el resto de los cientos de detalles que se me escapan, está disponible online la tesis doctoral que defendió mi querido matasanos, al que –obstinación de paciente deslumbrado– también os presentaré.

 

 

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Desde que nací habito el reino de los enfermos. Antes de tener incluso conciencia de lo que era el dolor, mi familia ya sufría por mí. Al año de vida una meningitis aguda me dejó varias semanas en coma. Me salvaron el instinto inconformista de mi madre y el celo profesional de mi tío, pediatra del hospital donde vine al mundo. En la infancia y adolescencia fui un chaval quebradizo y sobreprotegido, asediado por jaquecas, virus y fracturas. Era beber una Coca-Cola y desarrollar indefectiblemente placas al día siguiente. “Eres un niño de los ochenta total”, me solía decir una amiga, que había nacido en los setenta. Contra pronóstico cumplí los 20 años siendo un chico fuerte y deportista –ningún mérito a esa edad– que toleraba fatal el alcohol y otros vicios juveniles, hasta el punto de fingir estar borracho solo para que me dejaran en paz.

 

Este interregno saludable acabó el día confuso en el que aquel doctor me dijo “bueno, chaval” y me introdujo un dedo por el ano. Los siete meses siguientes, hasta que fui hospitalizado, los viví en un estado de euforia impaciente. El médico que luego ha sido mi médico me recetaba enemas, supositorios y pastillas, pero todo seguía igual. Hasta me llegaba a molestar que no pasara nada. Me parecía una broma siniestra esa antesala de no se sabía qué y que, para colmo, nunca llegaba. Un día le pregunté –los tiempos del enfermo que juega a los médicos por internet aún no habían llegado– en qué consistía un brote de mi enfermedad. “Cuando llegue lo sabrás”, zanjó con una amabilidad sin fisuras, ensayada seguro en otros pacientes, mientras me seguía extendiendo recetas. Al poco tiempo ya me pasaba más días en Urgencias que en la Facultad. Me perdía fiestas y terceros tiempos, libros, discusiones vagamente intelectuales, trabajos en grupo y confidencias. Mis nuevos amigos urdían la vida sin mí; yo vivía las suyas en diferido.

 

Del mes que pasé hospitalizado conservo un balón de fútbol firmado por mis compañeros de Universidad. Pablo, que hoy es un brillante profesor de Historia e investigador, me escribió: “Para mi político favorito”; José, que se presentó voluntario a la expedición a Marte y salió un par de veces en el Telediario explicando el viaje, me dibujó un lobo precioso que, la verdad, nunca supe lo que quería simbolizar. También guardo una bolsita llena de pajaritas de papel que hacía con los cupones del menú del hospital, rancho prohibido que hasta los últimos días no pude probar. Cada día daba forma a cuatro –desayuno, comida, merienda y cena– y las ponía en la repisa sobre el cabecero de la cama. “Ignacio quiere volar”, decían los doctores cuando haciendo la ronda descubrían aquel ejército creciente protegiendo mi gotero.

 

De aquella estancia guardo también recuerdos intangibles: las sábanas manchadas de sangre día y noche; las caricias y cuidados de mi madre y los masajes de pies de David, como si yo fuera el cristo de Mantegna a punto de resucitar; las visitas casi diarias de Javi y Sergio (venían los primeros y se iban siempre los últimos: aquí siguen); a mis compañeros de habitación, que morirían poco después; el rostro entre culpable y divertido de mis amigos cuando les recriminaba que pasaran más tiempo hablando con las enfermeras que conmigo; el dolor inmenso, paralizante, que se generaba en el centro de mi cuerpo y se expandía como un hongo nuclear. “No es el sufrimiento en sí lo que en el fondo más se teme, sino el sufrimiento que degrada”, escribió Susan Sontag, que lo conoció de cerca. No siempre es así. Yo entonces temía el dolor y el instante previo al dolor. Temía, kantiano, al dolor en sí. La devastación que dejaba en mí a pesar de los analgésicos, que entraban por la vena como viajeros al metro en hora punta. Temía por su origen oculto –la patética oración del vencido: ¿por qué a mí?– y por su terca e imperturbable fidelidad. Ferozmente antinihilista, temía su profunda inutilidad.

 

 

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El dolor intransferible del enfermo induce a la introspección, a la soledad radical. La enfermedad teje alrededor del paciente un inevitable espejismo de extravagancia, fruto de la frustración de no poder comunicarlo todo: los seres humanos hemos asumido el materialismo, pero todavía somos incapaces de expresarnos a nosotros mismos siguiendo sus dictados. Hitchens, tan reacio a compadecerse, reconoció en el libro donde se despedía de la vida que “uno casi desarrolla una especie de elitismo acerca de la singularidad de su trastorno personal”. Yo nunca me he sentido un privilegiado por estar seriamente enfermo; tampoco alguien más interesante. El Romanticismo pervirtió el concepto de enfermedad hasta el punto de considerar al moribundo un ser excepcional, y a determinadas patologías –como la tuberculosis– una suerte de gangas que recaían sobre las personalidades delicadas y metafísicas. Pero sí que me he llegado a sentir diferente. A la edad en la que el cuerpo todavía no importa (hacia dentro, hacia fuera es otra historia), que se maltrata y desgasta con la seguridad emanada de una inocente y efímera omnipotencia, descubrí que si quería vivir más –y mejor– debía asumir como norma el estoicismo. Mi cuerpo sería ya para siempre mi enemigo. No me quedaría más remedio que permanecer, como escribió el crítico Anatole Broyard, otro moribundo de la literatura del yo, en un constante “estado de alerta ontológico”.

 

El paciente reducido a enfermo crónico acaba arrastrando para siempre la sospechosa carga del aburrimiento allá por donde va. Sabe que nunca se va a curar, que no va a experimentar jamás esa maravillosa sensación, casi infantil, de recobrar la salud. El crónico es un ser impuro, ni tan enfermo como para recibir la piedad de sus semejantes, ni tan sano como para poder prescindir de sus cuidados. De esta manera, habitando en una estéril(izada) tierra de nadie, el enfermo crónico desarrolla sus propias obsesiones, algunas de las cuales yo padezco en grado superlativo. De ellas, la que más gracia me hace es la confianza irracional que he depositado en las dotes presuntamente milagrosas de mi médico, al que considero un pequeño dios tutelar. Su Olimpo es la consulta sin ventana de la planta -1 de un gran hospital público madrileño. Como no puedo recurrir a nadie me autocito: “Admiro su voluntad aparentemente desapasionada. Su discurso articulado, paciente con los pacientes, libre de la jerga obtusa y repipi de otros médicos”. Así le describía hace 10 diez años. Hoy sigue siendo para mí un misterio cómo es capaz de definir mi estado –¡y hasta mi personalidad!– con un par de adjetivos. Cómo consigue serenarme si llego especialmente nervioso a la consulta con un simple: ¿qué tal estás? Broyard, recogiendo una duda antigua de Virginia Woolf acerca de por qué no teníamos una mejor literatura de la enfermedad, vaticinaba que tal vez la culpa era de los médicos, que “desalientan nuestros relatos”. Nunca ha sido en mi caso. Demasiado tienen ya ellos con salvarnos, con soportar humores y arrebatos de mal paciente, como para obligarles encima a regalarnos las palabras que dan forma a nuestra histeria.   

 

 

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He ejercido a voluntad, durante casi dos mil palabras, la “tiranía del enfermo”, como la llamaba Roberto Bolaño. Soy esa viejecita que monologa sobre sus achaques en cuanto te descuidas. Puede ser que en su caso la cháchara esté justificada. Los ancianos hacen recuento a voces de sus males para asegurarse de estar vivos, de que siguen siendo cuerpo. Los crónicos, los enfermos graves, los que hemos llegado a pertenecer antes de tiempo a esa ciudadanía más cara, a ese lado nocturno de la existencia donde decía Sacks “que no hay vida pero tampoco muerte”, nos describimos con un punto de incredulidad, y de tedio, y de melancolía, porque rendimos horrores a un rey que no quiere, por el momento, nada de nosotros. 

 

 

 

 

Bibliografía:

 

Sacks, O., (2015): Gratitud. Anagrama, Barcelona.

 

Broyard, A., (2013): Ebrio de enfermedad. La uña rota, Segovia.

 

Bruckner, P., (2001): La euforia perpetua. Tusquets Editores, Barcelona.

 

Bolaño, R., (2005): El gaucho insufrible. Anagrama, Barcelona.

 

Sontag, S., (2011): La enfermedad y sus metáforas. Debolsillo, Barcelona.

 

Hitchens, C., (2012): Mortalidad. Debate, Barcelona.

 

 

 

 

Nacho Segurado (Madrid, 1981) es historiador y periodista. Ha sido jefe de cierre en Vozpópuli tras ocho años en el periódico 20minutos, y escribe sobre libros, Europa y bicicletas en diferentes revistas y blogs. En FronteraD ha publicado Luc Sante o la profanación del cliché. Otra cara de Nueva YorkPatria de fantasmas: El olvidado Panteón de Hombres Ilustres de Madrid. En Twitter: @nemosegu 

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