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Mientras tantoDesde mi rincón

Desde mi rincón


Marzo. Un día cualquiera. Sentada en mi rincón, me pregunto qué es lo que me ha traído hasta aquí, hasta este café. Precisamente hoy, uno de esos días raros de los que pueblan de vez en cuando mi calendario. Uno de esos días en los que ni tú misma sabes cómo coño te sientes, en los que no haces más que discutir con todo el mundo y en los que todo te molesta desde las risas de los demás, hasta el azul del cielo.

Tal vez sea ese el motivo por el que he huido de mi alborotada habitación, buscando un poco de sentido en mi cabeza, intentando alentar las voces de la inspiración lejos de la rutina de mis cuatro paredes, pero una vez más me cuesta concentrarme. Cualquier cosa me distrae. Se me va la vista a los arrumacos de la pareja del fondo, me distrae esa chica solitaria que parece esperar al hombre de su vida que ya llega tarde, me distraen los camareros, mis pensamientos me distraen…

Me fastidia esta jodida desgana, porque son muchas las historias que podría escribir si me dejara arrullar por el bullicio, por este ambiente contagioso y festivo del que todo el mundo parece disfrutar menos yo. A poco que me esforzara podría imaginarme que estoy en Saint Germain, en el café de Floré y que en cualquier momento va a aparecer Camus o Jacques Prévert y su “pandilla”, pero no, ni por esas…  La realidad se impone, no dejo de estar con mi portátil, sentada en un escondido café del centro; tecleando estas notas apresuradas, sintiéndome otra, mientras la gente a mi alrededor parece también estudiarme con disimulo. No me gusta esta sensación, me incomoda sentirme observada: me siento extraña. Quisiera pasar inadvertida entre el tumulto, pero sé que es difícil. Hay algo en mí que me delata, tal vez la torpeza con la que me enfrento a la soledad de las palabras, esta soledad que yo misma he elegido para esta tarde que bien podría estar gozando de tu compañía, escribiendo a dos manos, si no estuviera aquí tan perdida y tan sola y tú tan lejos.

En realidad, me encantaría ser como esos escritores que son capaces de sacarle partido a la vida cotidiana, me gustaría ser como Carver y que con solo mirar a mí alrededor pudiera construir mil historias sobre gente normal: historias de camareras y camioneros con sus problemas, con sus miedos, con sus dudas, con sus desamores, historias de gente como yo. O como Perec capaz de anotar en su cuaderno «lo que generalmente no se anota, lo que se nota, lo que no tiene importancia, lo que pasa  cuando  no  pasa  nada, salvo tiempo, gente, autos y nubes».

En cambio, no dejo de sentirme como la Amanda Gris de “La flor de mi secreto” de Almodóvar, esa escritora frustrada que se aferra a cualquier esperanza por absurda que sea, que le aprietan los botines y no es capaz de quitárselos si no es con ayuda, que busca la aprobación de un público al que intenta complacer en medio de su bloqueo emocional sin conseguirlo incapaz de escribir una sola palabra atacada por su incertidumbre y sus fantasmas.

Ni siquiera mirar el reloj compulsivamente me tranquiliza, al contrario. Nada parece haber cambiado en la última media hora desde que sentada aquí, me dejo acunar por el tiempo. La pareja sigue con sus arrumacos y el reloj parece haberse detenido para la chica que espera y desespera, casi tanto como para mi, que continuo tecleando nerviosamente en un intento de poner orden a mi vida a través de las palabras, sin conseguirlo y sin ti.

Escribir, escribir…

Y es que escribir que no se puede escribir cuando la incertidumbre te ahoga, también es escribir. Ya lo dijo Cesar Aira al hablar del fracaso  “Tal vez se trate de una resignación: resignarse a ser escritor y seguir escribiendo”, resignarse a estar vivo y seguir viviendo… aunque sea con el alma descosida como espectadora, en un rincón de este café.

 

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Foto: Café Floré

 

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