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Mientras tantoDesde Narbona

Desde Narbona


Un profesor de estética y un historiador en la carretera hacia Italia. Cada uno tiene una mirada deformada por su disciplina. Donde M. ve unos rosetones y unas gárgolas y le sirven de estribo para una reflexión sobre la belleza yo pienso en la capital de la Septimania o Gothia de los visigodos hasta que fueron derrotados por Clodoveo y en la toma por Pipino el Breve en 759 de Arbuna, último bastión de los musulmanes en La Galia.

En la catedral M. me explica la razón por la que su claustro está sin concluir: la Peste Negra. Qué oportuno, cómo hace al caso esta explicación con lo que estamos viviendo. Las mascarillas y el civismo generalizado de los franceses nos recuerdan que vivimos en una burbuja de belleza y de luz, tal vez entre dos oscuridades.

Unos paneles con fotografías antiguas nos cuentan la historia de “La rebelión de los viticultores del Languedoc” entre marzo y junio de 1907. El conflicto, también conocido como “La rebelión de los harapientos”. El conflicto se exacerbó con el amotinamiento de los soldados del 17º Regimiento de Infantería acantonado en Béziers, que había sido enviado para sofocar la rebelión, en un episodio que me hace evocar Senderos de gloria. Aquel regimiento que se había cubierto de gloria en Austerlitz fue severamente purgado y en la I Guerra Mundial lo utilizaron como carne de cañón. Para evitar en el futuro este tipo de confraternización entre los soldados y las comunidades en las que habían sido reclutados, las autoridades dispusieron que en el futuro los reclutas siempre servirían en unidades alejadas de sus lugares de origen.

La mención a Béziers llevó mi imaginación a la Cruzada Albigense. Un enviado papal que había sido abad de Poblet y de Citeaux, la casa madre del Císter, Arnaud Amalric, fue preguntado por sus huestes cómo distinguir en Béziers a los herejes albigenses de quienes habían perseverado en la ortodoxia católica. Su respuesta, se non vera, ben trovata, ha pasado a la posteridad: “Matadlos a todos. Dios sabrá reconocer a los suyos”. Ya como arzobispo de Narbona y por ende uno de los señores feudales más poderosos del sur de Francia acudió con otros señores feudales y caballeros ultramontanos al llamamiento de la Cruzada para ayudar a Alfonso VIII de Castilla a detener la amenaza almohade. En la mente de Amalric albigenses y almohades estaban fundidos como avatares del mismo mal absoluto e incluso proclamó públicamente que había un acuerdo entre ellos para terminar con la Cristiandad católica. Cuando se convocó la Cruzada no dudó en unirse a ella para ayudar a sus hermanos, los Freires de la Orden de Calatrava, que seguían los preceptos de la Regla del Císter. Tras el triunfo aplastante del ejército de Alfonso VIII y sus aliados (navarros, aragoneses, caballeros ultramontanos, milicias concejiles, contingentes de las órdenes militares, mesnadas señoriales) fue precisamente al Arzobispo de Narbona a quien se le ocurrió bautizar la batalla de la Mesa del Rey del 16 de julio de 1212 como el nombre con el que ha pasado a la historia, la batalla de “Las Navas de Tolosa”, sirviéndose de un topónimo menor de la zona de la batalla para unir en el imaginario colectivo esta batalla contra los almohades con el epicentro de la herejía albigense: el Condado de Tolosa.

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