En un café lejos de donde estoy ahora –Barcelona, 16 de marzo, casi primavera– veía anochecer en una ciudad construida sobre muchas colinas: Kigali, capital de Ruanda. El sol empezaba a caer a las siete de la tarde y Kigali se iba sumiendo lentamente en la oscuridad. Aquel lugar, el Inzora rooftop cafe, estaba lleno de cooperantes y otros tantos que buscábamos wifi, un Latte y la sensación de que estábamos un poco más cerca de casa. Ya se sabe que lo de la cercanía no tiene tanto que ver con la distancia. Se me ocurrió que si estuviéramos en un cuadro de Edward Hopper, la imagen podría llamarse ‘Kigali at dusk’.
Sentada ahí era fácil pensarlo: hay tantas vidas distintas y tanta gente con la que nos cruzamos. Tanta gente a la que nunca conoceremos. Sobre la mesa tenía dos libros, uno de poesía de Ben Clark, Los últimos perros de Shackleton, subrayado, marcado, puntas dobladas –todo lo que un purista nunca haría– porque a este chico es imposible leerlo sin subrayarlo. Lo descubrí gracias a una amiga con un poema llamado ‘Darwin se acerca a Lady Macbeth un sábado noche’. Y no sé si habéis leído el poema pero deberías hacerlo. Termina así:
…pensar cómo es posible que hoy de nuevo
nos estemos mirando como aquel
día en que me acerqué a ti y te dije
algo –ya no me acuerdo– que quería
conocerte, supongo, y los dos éramos
lo mismo que ahora somos. ¿Qué me dices?
El segundo libro que había sobre mi mesa tenía un primer capítulo con un título curioso: «Requisitos para considerarse una persona normal». No hace falta decir que aquel libro no lo tenía subrayado.
En Kigali todo está limpio, ordenado. Las calles, las rotondas, las aceras. No hay ni un papel en el suelo. Por la calle, si prestas atención y te fijas, ves que hay gente que tiene cicatrices. Algunos en los brazos, en la cabeza, en la clavícula. Otros en la mirada. Hay lugares que hablan de esas marcas que no se ven tanto, como el Memorial del genocidio, en el que los familiares de las víctimas plantan árboles en el jardín de la memoria. Pero no hace falta ir al museo para comprender. En Kigali hay silencio y bruma porque perdonar cuesta. Olvidar más.
En el el café había varias personas que estaban solas. Hablaban por skype, se comunicaban con su otra vida, probablemente a miles de kilómetros de ahí. Hablaban de series que veían online, de las ganas que tenían de volver por vacaciones a su otra realidad. Todos tenemos varias vidas. En los días de desánimo pienso justamente en eso, en todos los cafés de las ciudades que no conocemos, en Darwin que de repente se acerca en cualquier momento y nos confunde con la Lady Macbeth del poema. Sí, seguimos siendo los mismos. Estemos en Kigali, Barcelona, Londres o Madrid. Todas esas vidas es lo que tenemos: las vidas que vivimos en nuestra cabeza, las del día a día, las de la rutina y el email, las de los aeropuertos en las escalas, las de un café pequeño en una colina de Kigali. Todo eso es nuestro. A veces recuerdo la tan manida frase de Forrest Gump, la de que la vida es como una caja de bombones. Y es verdad: cada uno de esos chocolates es un escenario distinto. Tenemos la tendencia de que cuando nos gusta uno entonces buscamos todos los bombones que se le parecen y nos olvidamos de los demás. Pero la gracia es alternarlos porque todos son distintos entre sí. Los hay decepcionantes, los hay que prometen más de la cuenta, los que nadie quiere, los artificiales que llevan alcohol. Los de la cereza dentro –puaj–. Y los de praliné, que son los que yo siempre me acabo primero. Todos ellos forman parte de la caja.
Desde ese café sobre una colina pensaba en qué bombón sería Kigali. Quizás no sería el de praliné, el que enamora a simple vista. A veces la vida se esconde en los bombones menos apetecibles. Sé que algunos pensaréis que es una metáfora un poco tonta e incluso cursi, pero a mi me sirve para explicar lo lejana que está aquella imagen de ‘Kigali at dusk’ de la de ahora, en el despacho, tecleando en el ordenador este 16 de marzo. Pero las dos imágenes forman parte de la misma vida. De la misma caja de bombones.