Nos habíamos encontrado alguna tarde en que la consigna era beber. No nos vimos hasta que nos vimos, en los portales de La Noche, en Barranco.
Mi memoria dice que la primera noche ella prefería la calidez de su hogar a la frialdad de un motel. Desde su cuarto (donde me recuerdo agitado, dispuesto, y a ella recogiéndome dentro de sus sábanas como si no se lo esperara) bajé a tomar el desayuno con su padre. Conversamos y me invitó un café. Ella tenía un novio que se iba y regresaba: un genio, un loco excesivo. Yo no buscaba nada serio y aquella contingencia marcó nuestro camino. Fue informal, fue hermoso. También fue terrible y fue cruel.
Una noche, que parecía la apropiada, nos tocamos mientras mirábamos las luces del Centro, desde la distancia. Nos despedimos de los músicos con una jarra de cerveza, nos tambaleamos por las calles semi oscuras. Luego subimos los escalones interminables de un motel hasta el cuarto donde empezamos a tirar en desorden, descolocados, dos perros ebrios.
Ella parecía por momentos bien dispuesta en ese margen, en el secreto con que nos juntábamos con amigos comunes. Alguna vez, en el teléfono, pretendió alguna explicación sobre cómo iban a ser mis siguientes noches y yo colgué.
Un fin de semana salimos de viaje. Metidos en una carpa, al lado del mar, escuchando las olas, ella lloró. Supe que algo estaba mal (ese algo era ella y yo). Le propuse que nos tumbáramos al lado de una peña enfrentada al Pacífico, el cielo muy azul. Los pelícanos pasaban en bandadas, nosotros mirábamos a los lobos. Dijo que no. Insistí. Dijo que no. Dije que traía una manta, ella dijo que no. Yo le dije que alguna vez se iba a arrepentir, que el lugar era perfecto. Dijo que no y mucho tiempo después me confesó que debimos hacerlo.
Nos quisimos y no. Encontrados en un portal, nos desencontramos en los laberintos de nuestras búsquedas.
Una vez, apenas llegado a Nueva York, la volví a ver. De aquellas memoria veo su sonrisa y su rostro, atrapados en un abrigo, cruzando alguna calle congelada del Upper West Side. Era valiente, era hermosa. Yo estaba pobre y ella, generosa, me regaló un libro. Volvimos a encontrarnos: mirando el Parque Central desde un ventanal, en el pequeño piso donde yo pasaba esos primeros inviernos. Después se fue, tuvo un accidente entre las montañas. En una larga carta nos explicó a sus amigos cómo la vida continuaba a pesar de la certeza de la muerte.
Nos seguimos encontrando: en Manhattan, en Westchester. Perdidos en los paisajes nuevos, recordamos algún instante nuestro, algún abrazo metidos en una cama, o contra la pared ardiente de una habitación. Se vio llorando en el pasado, se vio contenta en el presente. Y nos quedó de aquellos días la música cubana, el viento helado, los vidrios empañados de un ático y alguna conversación vertiginosa.
Y nos vimos por última vez. En una caverna oscura, en Barranco, a unos pasos de nuestro primer encuentro. Y cometimos los errores de quienes no saben qué arriesgan, ni lo que van a perder.
Fue terrible. Por eso hoy quisiera volver a llamarla y decirle un poco más de aquello. Y cuánto la extraño.