En una ocasión le preguntaron a Michel Foucault en Estados Unidos si era un pragmático y contestó: “No, no lo soy. Nobody is perfect”. Es la misma frase que le dice el ricachón de Con faldas y a lo loco a Jack Lemmon, al final de la película. El ricachón le había pedido a un Jack Lemmon disfrazado de mujer que se casara con él. Lemmon aduce todo tipo de motivos por los que no puede casarse — no recuerdo bien, del tipo de “ronco por las noches”—, que el ricachón desestima uno a uno, hasta que finalmente Lemmon acaba confesando que no puede casarse con él porque es un hombre. El ricachón, perdidamente enamorado, le dice: “Da igual. Nadie es perfecto”.
Aun cuando la respuesta de Foucault tiene mucho de broma, no deja de ser cierto que la pregunta le venía de alguien que consideraba que ser pragmático era algo bueno, y creo que se puede decir que la respuesta de Foucault no pretende quitarle en eso la razón. A Foucault le interesó sobremanera el pragmatismo. Se trata de una larga historia, que parte de los primeros escritos de un Foucault todavía doctorando y termina con sus últimas reflexiones acerca de la Ilustración.
Antes de abordarla, me gustaría hacer un par de aclaraciones acerca del pragmatismo. Porque, visto desde Europa, el pragmatismo parece una cosa fea. Decimos que alguien es pragmático para indicar que está más interesado por el éxito en el mundo de los negocios o del poder que por la justicia de lo que hace. Un pragmático es alguien que no tiene principios o que, si los tiene, los supedita a lograr lo que se propone. Pensamos que las soluciones pragmáticas son viables, aunque no muy dignas de admiración. Los americanos son, a nuestros ojos, más pragmáticos que los europeos. Por todos esos motivos el pragmatismo no nos gusta.
El parecido entre los valores despreciables que atribuimos al pragmatismo y la realidad de lo que el pensamiento pragmático sostiene sólo tiene un punto de verdadera coincidencia: el pragmatismo es americano, es la filosofía que practicaron los tres grandes filósofos americanos: James, Peirce y Dewey. Pero el modo tergiversado en el que se ha hecho popular la denominación “pragmático” es algo digno de mención. Nos recuerda que ya en otras ocasiones ha sucedido algo semejante con otras corrientes de pensamiento, interesantes, apasionantes, incluso revolucionarias. El caso más llamativo y extremo es el del cinismo. Los filósofos cínicos se tomaban muy en serio sus opciones vitales, practicaban una franqueza heroica contra los poderes establecidos, sus vidas eran ejemplares. Pero hoy en día tachar a alguien de cínico es insultarlo.
¿Quién estuvo en el origen de esa transvaloración que va desde el cínico ejemplar de la época clásica hasta el cínico despreciable de hoy en día? Quizá el cristianismo, a quien interesaba demostrar que el paganismo era una civilización sin grandeza moral. No soy historiadora, no lo sé. Pero quien lo hizo ganó la batalla, logró un cambio radical de significado.
Los filósofos cínicos no eran unos “cínicos”. Tampoco los filósofos pragmáticos son unos “pragmáticos”. Quiero romper una lanza a favor del pragmatismo.
Parece ser que fue Kant quien, por primera vez, utilizó la palabra “pragmático” en filosofía. El libro en el que lo hizo lleva por título Antropología desde un punto de vista pragmático. Se trata de un libro que Kant redactó en su madurez, cuando ya era un profesor jubilado, y que recoge uno de los cursos universitarios que durante 30 años estuvo impartiendo.
Los tres interrogantes kantianos que articulan toda su obra —¿qué puedo conocer?, ¿qué tengo que hacer?, ¿qué me es dado esperar?— se resumen en uno sólo: ¿qué es el hombre? Por tanto, una antropología enseñada a lo largo de 30 años en la Universidad debería ser una especie de compendio de toda su doctrina. En parte lo es y en parte no, porque el punto de vista desde el cual se aborda esta cuarta pregunta no es el de la razón pura, no es el del conocimiento de las facultades, ni tampoco el de una ética formal. La antropología pragmática, nos dice el autor, nos ayuda a conocer al hombre desde el punto de vista de lo que puede hacer.
Este cambio de óptica le permite hacer algo insólito: Kant abandona el Hombre, que según la cantinela que siempre repiten filósofos y comentadores debería ser entendido como un universal, válido por igual para hombres y para mujeres, y lo sustituye por un discurso que diferencia lo que pueden hacer los hombres de lo que pueden hacer las mujeres. Finalmente parece que pisamos tierra. La libertad de la que habla Kant en este libro no es un postulado de la Razón Práctica, no es la garantía de que podamos formular el imperativo categórico sino que es la libertad real de la que pueden gozar hombres y mujeres concretos en sus intercambios como “ciudadanos del mundo”.
Kant era, por lo visto, un gran observador. Y así, por ejemplo, en el apartado dedicado a explicar cómo los “estimulantes ofrecen un medio físico para excitar o apaciguar la imaginación” reflexiona sobre los diferentes comportamientos de hombres y de mujeres. En cuanto a los hombres, describe los efectos equívocos que causa el alcohol y ridiculiza a quienes no saben mantener el control de sí mismos. A las mujeres las pone en un grupo más amplio, entre los eclesiásticos y los judíos, y afirma que no tienen la costumbre de emborracharse, y si lo hacen lo esconden tanto como pueden. ¿Por qué? Porque las mujeres, los eclesiásticos y los judíos se encuentran en un estado de “inferioridad cívica”, y su único valor reposa en la creencia de los demás (o sea de los hombres no eclesiásticos y no judíos) en que su moral es más estricta: no siendo ciudadanos como los demás no pueden permitirse la libertad de transgredir, de hacer algo reprobable. Así que los hombres pueden hacer uso de su libertad y contenerse; las mujeres, en cambio, están obligadas a contenerse: en este punto, las mujeres no gozan de ninguna libertad, su comportamiento sólo puede ser entendido como obediencia o desobediencia.
Es el hecho de no ser ciudadanas lo que explica, según Kant, que la única libertad de la que las mujeres pueden disfrutar es dentro del matrimonio. En algunos ambientes está permitida la galantería (“tener públicamente como amantes a otros hombres diferentes del marido”). Las mujeres galantes, las coquetas, son expresión de la máxima libertad posible de las mujeres. Y cuando una mujer alcanza el refinamiento del lujo es muy posible que desee ser un hombre para gozar de más libertad. Ningún hombre, concluye Kant, desearía en cambio ser una mujer.
Volvamos a Foucault. Cuando preparaba el doctorado, que muchos saben que se concretó en su famoso libro Historia de la locura, tuvo que presentar lo que en Francia lleva por nombre “tesis complementaria”, que en su caso consistía en la traducción, introducción y notas de la Antropología desde un punto de vista pragmático, de Kant. En la introducción Foucault ya se presenta como un pensador original al sostener que los dos conceptos más importantes de Kant en este libro son el de “juego” y el de “arte”. “Juego” es lo que se puede hacer, si se conocen empíricamente los comportamientos humanos. Y el juego es “arte” cuando el sujeto se convierte en dueño del juego.
Cuando Foucault publicó sus dos últimos libros—El uso de los placeres y El cuidado de sí— una parte de la crítica especializada los atacó como incoherentes con el resto de su obra: aquí, en estos dos libros, aparecía un sujeto de libertad, un sujeto ético, unas extrañas “practicas de sí” que no estaban en el resto de su obra. Se dijo que finalmente Foucault volvía a planteamientos menos deterministas, menos materialistas, más morales, más humanistas. En realidad, a la vista de sus comentarios al libro de Kant al que nos referimos, parece más bien que existe un hilo sutil que une el principio y el final de su obra, una misma intuición.
Foucault siempre ha pensado que los humanos, en tanto seres históricos, son el correlato de una serie de prácticas que los configuran. Puesto que las prácticas son históricas, también los humanos lo son, es decir, que no existe nada eterno en la humanidad, que los hombres y las mujeres de hoy no pueden reconocerse en los hombres y las mujeres de otro momento histórico, a riesgo, si lo hacen, de tergiversar la Historia y cometer una impostura. Las prácticas que nos configuran son los saberes, los poderes y las prácticas de sí: por estas hay que entender que aun cuando los humanos estamos sujetos por lo que dicen los discursos y por lo que hacen las instituciones, dentro de esos límites existe una cierta libertad, un cierto juego por el que se puede aceptar o no la identificación propuesta. Hay sujetos sujetados, pero también puede haber sujetos de libertad.
Ahora mismo ya no hay brujas, tampoco posesas, no sé si aun quedan muchas histéricas, pero cuando las hubo esas mujeres fueron el resultado de lo que se decía de ellas, de lo que se hacía con ellas, pero también de la relación que mantuvieron con ellas mismas. A veces la historia no te deja mucho margen donde elegir, pero Foucault piensa que es posible decir que no, resistir, no someterse a las prácticas por la que una es objetivada como bruja, como posesa, como histérica. La mujer que se resista no evitará quizá que la quemen, que la encierren, que la psicoanalicen, pero puede dejar testimonio de que las cosas no están tan claras, de que lo que todos ven en un momento de la historia no es lo que hay. Y eso genera esperanza, la esperanza de que las cosas no siempre tienen que ser así y así.
Para las mujeres esa constatación ha sido esencial: millones de mujeres han corroborado con sus vidas lo que de ellas han dicho tantos libros “sabios”, pero algunas se salieron del juego o lo dominaron como arte, proponiéndose a sí mismas como dueñas del juego. Y a ellas nos referimos cuando queremos que las cosas cambien.
Contemporáneamente a la salida de sus dos últimos libros a los que me he referido, Foucault hizo un comentario al escrito ¿Qué es la Ilustración?, de Kant. Foucault se pregunta, en efecto, en qué se basa Kant para afirmar que los humanos podrían superar su culpable incapacidad de pensar por sí mismos, sobre todo después de haber afirmado que la pereza y la cobardía son los vicios más extendidos, causantes de que sigan siendo menores de edad. Foucault nos remite entonces a la Antropología, y dice que la respuesta está allí. Kant escribe que la humanidad, cuando se encuentra en uno de esos momentos en los que las barreras del juego posible son derribadas, entonces se entusiasma. El entusiasmo por la libertad, desde el punto de vista pragmático, es una prueba de la condición moral de la humanidad.
La pasión por la libertad, el entusiasmo que genera, alcanza a todos los humanos. No es una pasión por algo abstracto sino todo lo contrario; aquí y ahora, cada vez que un viento revolucionario cambia las reglas del juego, o sea, propone otro juego, el contagio de la alegría que genera es incalculable. No hace falta participar activamente de un movimiento revolucionario para celebrar con entusiasmo sus efectos: la revolución feminista de los 70 y 80 la hicieron activamente algunos miles de mujeres occidentales, pero su éxito se mide por la participación más callada y más pasiva de millones de mujeres a esa entusiasmante libertad que anunciaba. Libertad pragmática, o sea, no en todas partes igual, ya que los juegos pueden tener reglas muy diferentes según el tipo de sociedad.
Y llegamos por fin a los americanos. ¿Por qué adoptaron la palabra “pragmático”?
La experiencia, dicen los filósofos pragmáticos, no nos presenta hechos sino problemas. Problemas ante los cuales hay que actuar. Por ejemplo: alguien está perdido en un bosque y busca el modo de encontrar un camino. Intentará solucionar el problema formándose una idea del bosque, elegirá ciertos aspectos, pero no se representará el objeto “bosque” exhaustivamente en su mente. Trazará un mapa.
Un mapa es una idea, o una idea es un mapa. Será verdadera si me ayuda a salir del bosque. El bosque que representa mi mapa se corresponde sin duda con la idea-mapa que formulo, si eso me conduce a una acción eficaz. Pero en tanto objeto real, el bosque de mi mapa no preexiste a mi diseño.
Ahora bien, un territorio puede ser representado con arreglo a muy diferentes mapas. Un mapa reconstruye una realidad, le da forma, produce un resultado, es por tanto una acción, una práctica. Pensar es una práctica por la que damos sentido a algunos rasgos de la experiencia: pensamos no por curiosidad sino para vencer, las verdades son el efecto ganador, son exponentes de una voluntad de poder, como decía Nietzsche.
La verdad es pragmática, o sea, es verdad si permite leer la realidad con éxito. Foucault afirma que la verdad son los “juegos de verdad”, dentro de los cuales se dice de los humanos que son esto o lo otro, y dentro de los cuales los propios humanos se dicen a sí mismos que son esto o lo otro. Hubo brujas porque frente al problema de la influencia de ciertas mujeres viejas entre los campesinos de la Edad Media, se elaboraron unos discursos y se establecieron unas prácticas inquisitoriales que las configuraron. Y triunfaron: muchas mujeres fueron reconocidas como brujas, se declararon a sí mismas brujas, fueron quemadas como brujas. “Brujas” es como el mapa para salir del bosque. No es el bosque, es una solución pragmática. La verdad pragmática quiere decir claramente verdad relativa. Hoy en día no existen las brujas.
Las verdades son históricas y son ganadoras. Los humanos estamos determinados a ser lo que somos por los márgenes de esas verdades. Pero como no son La Verdad, pueden ser contradichas con un gesto de resistencia y de libertad. Todas estas son las cosas que siempre quiso defender Foucault. Encontró para ello un singular camino que iba de la libertad pragmática de Kant hasta Nietzsche y el pragmatismo.
Y estas son las cosas que habría que enseñar a los jóvenes en clase de filosofía, para que aprendieran en qué medida pueden ser libres. Kant fue un gran profesor porque no habló en sus clases de los sesudos conceptos con los que escribió su Crítica de la razón pura, sino que entró en las descripciones empíricas de los comportamientos humanos que podían llevar a una reflexión acerca del uso pragmático de la libertad. Cuando hoy, en España, se propone que todos los jóvenes al final de su bachillerato lean el prólogo a la segunda edición de la Crítica de la razón pura, queremos ser más papistas que el Papa.
Maite Larrauri es escritora y profesora. En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, Montañas de lugares comunes, juicios petrificados, Virginia Woolf no era una persona, Cuerpos mortales y Ser materialista.