Cientos de refugiados llegan diariamente a las costas griegas sobre el mar Egeo. Niños, jóvenes, adultos y ancianos abarrotados en barcazas tocan las playas, esperan pacientes y ocupan los campos de refugiados. Muchos quedan en el largo camino que va desde sus pueblos bombardeados y hambreados en Afganistán, Siria, Pakistán, Irán, Libia o el Kurdistán hasta este orilla de la fortaleza Europa.
Para los supervivientes estas costas de Lesbos, la tercera isla más grande de Grecia después de Creta y Eubea, esta cabeza de playa es apenas la mitad del camino. Pero era ya un objetivo en sí mismo. Porque están en Europa, entran a Europa. Empieza otra vida. Estamos a menos de diez kilómetros de la costa turca. Allí se embarcan después de abonar 1.500 dólares por cabeza, el gran negocio de los traficantes turcos.
El dinero no garantiza la llegada a destino en lanchas que tardarán entre una hora y media y siete horas según las condiciones del mar y el funcionamiento de los motores. El mar se traga a muchos de ellos como ocurrió esta mañana cuando 13 personas desaparecieron en el mar. Unas horas antes, en plena madrugada, vimos bajar a una pareja que unos minutos después de salir de Turquía perdió a su bebé de seis meses cuando cayó al agua.
Una de las primeras características que se observa cuando los refugiados hacen pie en las costas de Lesbos es la diferencia entre los sirios, muchos de ellos de clase media y alta, con los afganos, iraníes, paquistaníes y kurdos la mayoría pobre y de países enfangados desde hace tiempo en la guerra. Los socorristas voluntarios que esperan los botes distinguen a los recién llegados por la calidad de los chalecos salvavidas. Generalmente los sirios llevan los de mejor calidad, mientras que el resto a menudo se sirve de aparejos improvisados incapaces de sostener un cuerpo humano a flote.
Traficantes de refugiados
La trágica situación de la que huyen millones de personas en Siria, Afganistán e Irak los vuelven cada vez más vulnerables ante los abusos de quienes trafican con la vida.
Antes de llegar a las costas turcas, quienes intentan dejar atrás las bombas y la muerte han de caminar miles de kilómetros expuestos a las inclemencias del clima y de los terrenos. Cuando uno imagina esta caravana humana debe imaginarla con la realidad que trae a cuestas. Calzados deficientes, equipaje con algunos elementos básicos que la mayoría de las veces no son mas que bolsas verdaderamente incómodas de transportar. Y los niños. Niños que viajan en brazos de sus padres. Niños que caminan hacia un futuro incierto. Niños que viajan con miedo, con hambre, con frío, con calor. Niños que viajan cansados. Niños con las retinas cargadas de dolor.
Una vez que logran alcanzar las costas de Turquía son presa de los traficantes que por precios que nunca bajan de los 1.200 euros los estiban en botes de goma o de madera y son lanzados al Mar Egeo a fin de que la suerte los ayude a llegar a Lesbos, Koos o alguna otra isla griega. Botes en extremo precarios y con capacidad para diez personas son cargados con hasta 60, lo que a menudo provoca que el agua no deje de infiltrarse en la patera. A su vez muchas de esas personas sufren todo tipo de vicisitudes y hasta muertes por asfixias. Los motores no siempre llegan a aguantar los 10 o 20 kilómetros que separa la costas turca de la grieta, y muchas embarcaciones quedan a la deriva. No conformes con las ganancias exorbitantes que obtienen de su trata en cada travesía, los traficantes ahorran y estafan en chalecos, vendiéndoselos sobre todo a afganos e iraquíes los de peor calidad que muchas veces se transforman en trampas mortales. Son de un material que lejos de mantener a flote, absorben el agua y se vuelven un peso que se lleva al fondo a quien lo porta.
Los días de tormenta y las travesía nocturna el precio del pasaje disfruta de una rebaja de hasta el 50%, pero se incrementa casi en el mismo porcentaje el riesgo de muerte de los tripulantes. Cuando a punto de zarpar alguien pretenda arrepentirse es obligado a embarcar a punta de pistola o de cuchillos. Muchas veces son empujados a golpes.
Así es la peripecia de los refugiados antes de llegar a Europa. Y aun les quedarán miles de kilómetros por delante. Aún les queda chocar con las fronteras de una Europa sorda a sus gritos de desesperación. No pocos serán envidos de vuelta a una patria que no les quiere o que no les puede ofrecer nada, desde luego no la vida mejor con la que soñaban y por la que se jugaron todo lo que tenía, incluso la vida. Y no olvidemos que no pocas de las bombas que destruyen sus casas han sido fabricadas en Estados Unidos y en Europa.
Matías Quirno es un reportero grafico argentino. Trabajó en rsm, un periódico online de san Martín de los andes. Durante 20 años fue maestro de escuela. Hoy trabajo en Argentina y otros lugares como Barcelona, Bosnia y Lesbos. Descubrió su vocación en un viaje a Cuba en 1998 con una vieja Zenith de 35mm. En 2005 empezó a viajar con el mundo como foco. En 2005 participó en su primera exposición colectiva en Argentina. Con su primo Juan Cruz Quirno Costa publicó el libro Embestida a la Bourgogne, fruto de un periplo por Francia y Suiza. Su espacio web, aquí. En Twitter: @matiquirno