I
Resucitar a estas alturas la gastada antítesis Monarquía-República es propio de los maniqueísmos de la época y de sus inconsistencias. El dilema podría tomarse en serio si se plantease como un debate auténtico. No lo es, por mucho que aparente serlo. Se trata, más bien, de una especie de sesión de espiritismo en la que unos señores, que han pasado de la nada a gobernantes conspicuos, evocan alrededor de su güija un republicanismo idealizado para devolverlo a la vida desde el limbo de la historia. Cosa que, en primera instancia, es un ejercicio de romanticismo político. En segunda, un venenoso intento de corroer los fundamentos del sistema constitucional del 78.
Estamos ante la enésima resurrección del viejo espíritu de superioridad –intelectual y moral– que advino con la llamada Modernidad y consolidó la Revolución Francesa. Superioridad por la que lo “nuevo/progresista” tiene la bula más que Papal de poder deslegitimar y demoler todo lo que ella considera “antiguo” (preferentemente lo “sagrado”: Dios, Rey, Religión, Constitución…). Ellos, arquitectos definitivos del gran futuro, han recibido de la Historia el mandato de instaurar un orden nuevo mucho más “sagrado” y mesiánico. El motivo concreto de deslegitimación que sirve en este caso de palanca crítica son los comportamientos privados –nada defendibles– del rey Juan Carlos. El problema no está, sin embargo, ni en un monarca, ni en la monarquía. El problema real está donde estuvo siempre: en las miserias constitutivas de la condición humana. Recordó Platón que sólo existe una forma de virtud, muchas de vicio. Y Mariana avisó de que el corazón humano nunca está contento con lo que le concede la Fortuna o el Cielo. Ese ha sido el fatum de don Juan Carlos: sustituir los grandes designios (históricos) por querencias personales. Hace ya mucho que Hobbes señaló que tenemos más estima a los cargos que a la virtud del honor. La Monarquía ha sido siempre una dura lucha entre potestad y dignidad, entre la alta dignidad que exige la función y las pasiones que desencadena el poder, gasolina que aviva el fuego del exceso. Cuesta entender que a un Rey con tanta historia personal se le olvidase la advertencia clásica: “Rey eres, si obras rectamente”. O sea, sólo se es Rey cuando se actúa conforme a la dignidad del cargo. Cuando no se controla esa tiranía de las pasiones aparece la mano vengadora del destino, siempre especialmente cruel. Tragedia pintada magistralmente en el Ricardo II de Shakespeare.
Que los injustificables comportamientos de un Rey sean altamente criticables es una cosa, que sean base racional suficiente para la deslegitimación de un Reinado, o incluso para la deslegitimación total de la Monarquía, otra. Esos saltos están llenos de trampas lógicas, por supuesto interesadas. La primera, no diferenciar entre persona y obra. Mientras en el muy reciente caso de un famoso poeta los comentaristas se apresuraron a distinguir exquisitamente entre vida privada y valor de la obra, en el caso del Rey Padre no se ha aplicado esa exquisitez. Se desconoce por qué. Procede, sin embargo, recordar que este Rey, con todas sus imperfecciones, recibió una dictadura y, al final de su tiempo, entregó una democracia. Nos dejó el sistema político con más libertades, derechos individuales, estabilidad y bienestar que ha conocido la trágica historia de España de los últimos siglos: la democracia del 78. En palabras del clásico, por herencia un tesoro. Cosa que, por lo que parece, tiene mucho menos valor que unas conductas privadas altamente reprobables. No hay en esas reacciones críticas mucha proporcionalidad entre mérito y demérito. Lo accidental no puede ser más importante que lo esencial, ni la corrupción económica más grave que la corrupción institucional (levantamientos contra la Constitución, intentos de anular la división de poderes, desactivación del Parlamento…), cosas a las que asistimos a diario. En términos de Hobbes, los aborrecimientos apasionados no son criterio de conocimiento. Hay una última razón de ser para tales vehemencias: el hechizo que sienten estos “modernos” con la revolución.
Siendo todo eso bastante incongruente, no es lo más grave. Lo peor es la inconsistencia de fondo: el salto ilegítimo de la persona a la institución. Lo que supone desdeñar un abismo lógico que no puede ignorarse. Por recordar al gran clásico, ese salto aparentemente tan solvente quedó desautorizado, hace ya siglos, por la demoledora crítica de Hume a la inducción, que despertó a Kant de su “sueño dogmático”. Aplicándolo al caso: del hecho de que un Rey o muchos Reyes muestren repetidamente conductas inaceptables no puede colegirse que la raíz causal de eso esté en la Monarquía. Con lo que llegamos al núcleo del problema: la base de esa deslegitimación total de la monarquía no está en el análisis o la crítica racional, sino en una teología política. Que se autocomplace en su propia dogmática, supuestamente inatacable: que la Monarquía es una institución “viciada” de raíz, y que, por eso, corrompe todo cuanto toca, primero a sus miembros, luego al sistema mismo. Por el contrario, la República idealizada que estos nuevos conspicuos defienden es por esencia “incorrupta”, es decir, virtud pura que todo lo purifica. En esta nueva/vieja teología política, la República viene a ser lo que el milagro en las religiones tradicionales: quien lo “cura” y resuelve todo instantáneamente. Una falacia propia de mentes que siguen en la infancia intelectual. Por decirlo así, pensamiento Alicia.
Sabemos desde Platón y Aristóteles que existe una ley general de degeneración/corrupción que afecta a todo cuanto vive. Personas, instituciones o formas de gobierno. La Historia, como Penélope, teje y desteje. Cualquiera que haya leído por encima a Polibio sabe que los sistemas de gobierno se degradan siguiendo un ciclo que lleva de lo bueno a lo malo y de lo malo a lo peor, para volver a empezar. Todo sistema de gobierno sigue esa “anaciclosis”. Hay tres sistemas de gobierno buenos (monarquía, aristocracia, democracia) que enferman por degeneración en tres malos (tiranía, oligarquía, oclocracia). Para Tucídides, Platón y Aristóteles, con sus diferencias, el Estado óptimo es la Monarquía. Lo mismo para Cicerón, Dante, Hobbes y muchos otros. Puede que tengan razón, puede que no la tengan. Spinoza, por ejemplo, prefiere un régimen aristocrático. Pero, como señaló Polibio, la cuestión verdaderamente clave es otra: los sistemas de gobierno simples. Que son menos duraderos y más perniciosos que los mixtos o complejos. Éstos mezclan, con equilibrio y mesura, elementos de los tres buenos: a Monarca, Pueblo y Magistraturas. A Bodino le repugnaban esas formas mixtas (pero diferenció entre titularidad y ejercicio de la soberanía). Abrir a estas alturas de la historia la pseudo-contraposición Monarquía-República es volver a las peores aporías de los últimos siglos. Ninguna sociedad moderna está ya regida por la voluntad ilimitada de uno solo (el princeps legibus solutus). La clave de la duración de un Estado la formuló Maquiavelo: una Constitución donde coexistan Principado, Notables y Pueblo. Precisamente la heterogeneidad que combinan las llamadas sociedades abiertas. Por decirlo así, vivimos en monarquías republicanas o en repúblicas monárquicas.
Que descarrilemos a estas alturas en falacias tan groseras es síntoma de nuestra ligereza intelectual. Bastante más finos anduvieron los juristas ingleses del período Tudor. Que se enfrentaron a la eterna aporía entre las pasiones privadas del Monarca y el uso que hace de su poder soberano, relación especialmente conflictiva y compleja. Y construyeron, para resolverla, una enrevesada, brillante y quizá ingenua concepción sobre cómo equilibrar esa naturaleza explosiva de la Monarquía: la Teoría de los Dos Cuerpos del Rey. Cuyas raíces vienen de la Edad Media.
II
Los dos cuerpos del Rey
Un judío alemán pierde, por rechazo de la peste parda, cátedra, lengua y sustento. Escapa, como miles de académicos y escritores judíos, a Estados Unidos, arca de Noé salvadora donde escribirá, roto el sueño de una gran Alemania, un libro impresionante en el que expone, con una erudición infinita y un nivel de conocimientos hoy impensables, la osada teoría “inventada” por los juristas ingleses de la época Tudor para proporcionarle a la Realeza una fundamentación “metafísica”. El “maestro de maestros” que nos dejó en herencia ese libro se llamaba Ernst Kantorowicz y su obra se titula Los dos cuerpos del Rey, un clásico entre los clásicos, sepultado hoy en el olvido.
El libro va desgranando, con cuidadoso detalle, los enrevesados meandros de la metáfora central sobre la que se levanta esa sorprendente concepción elizabethiana de la Monarquía. Resumido muy elementalmente: el Rey tiene dos cuerpos, uno natural/mortal que sufre las pasiones, errores y debilidades humanas, y otro político/inmortal que absorbe y disuelve las flaquezas o culpas del Rey natural y tiene como misión ser guía del Reino. El “cuerpo político” prevalece sobre el natural porque lo más digno está por encima de lo menos digno. Ese cuerpo superior es intangible, invisible, contiene la majestad, forma una unión mística con el Pueblo (cabeza y miembros) y es inmortal porque cada Rey lo transmite a su sucesor. Estamos ante una cristología política de la Monarquía: el Rey es “cristomimético”, es decir, mímesis/copia de Cristo, “persona mixta” con dos naturalezas: lo mismo que Cristo es Dios y hombre, el Rey es divino y humano. En momentos divino, en momentos humano. En frase del juez Brown: “Rey es nombre que implica permanencia; él debe continuar como cabeza y regente del Pueblo mientras el Pueblo exista… y en este nombre el Rey no muere nunca”.
Evidentemente, estamos ante una idealización “ingenua” no exenta de aberraciones, como señaló críticamente Frederic William Maitland. Es decir, ante una ficción (cosa totalmente distinta a un cuento): no hay conocimiento sin ficciones, como no hay derecho ni hay política sin ellas (ficciones son el bien común, el contrato social, la nación, la justicia, la igualdad, las constituciones y el pueblo). Contra lo que pueda parecer, las “urgencias” de esos juristas no eran muy distintas a las nuestras: cómo justificar con certezas transcendentes el orden político que adolece siempre (el suyo y el nuestro) de carencias de fundamentación; cómo reforzar el sistema para espantar peligros graves; y cómo garantizar la continuidad y permanencia del Reino/Nación. El método que utilizaron para eso fue construir pilares reforzados que fueran jurídica y filosóficamente “inatacables”. La ficción de los Dos Cuerpos del Rey es un pilar de ese tipo, un contrafuerte jurídico-teológico, un firewall levantado para impedir que las inclinaciones arbitrarias del “cuerpo natural” del Monarca afecten al “cuerpo político” llevándolo a aporías insalvables. “We fight the king (al cuerpo natural) to defend the King (al cuerpo político)”. El contrafuerte más utilizado en la historia humana ha sido la sacralización. Como certifican los “reyes o magos divinos” de James George Frazer (energía de la comunidad), los héroes griegos y sus reyes-sabios, los “Reyes taumaturgos”, de Marc Bloch, o la curiosa etimología de Carlyle sobre el término Rey.
De esa sacralización ciertas personas –los monarcas mismos o consejeros nocivos que se las dan de “ángeles custodios”– extrajeron la perversa moraleja de que el derecho divino de los Reyes (por utilizar la formulación clásica) era un cheque en blanco para el monarca, quien se podía permitir cualquier arbitrariedad conforme a aquella famosa sentencia del Derecho Romano: “el gusto del Rey es ley”. Tal sofisma no parece respaldado por el espíritu de la teoría de los Dos Cuerpos: en esa metáfora, lo teológico prevalece sobre lo jurídico. El divinizado “cuerpo político” del Rey es atadura y no licencia incondicionada. Un Rey cristiano no tiene la plenitud de potestades “caprichosas” de un César romano. Primero, porque como vicario de Dios en la Tierra el poder le viene –por suposición– del Cielo. Después, porque si tiene una doble naturaleza como Cristo eso le obliga a su misma ejemplaridad. Sólo una cierta perfección le legitima como Rey, mientras la arbitrariedad le convierte en déspota. Como formuló Altusio, es representante de Dios para el bien. El Príncipe existe por y para el bien común, no para el propio provecho, en eso se basa su legitimidad. Así que no existe antinomia de fondo entre Rey y Ley. Sólo es Rey quien cumple la Ley. Incluso Cristo se sometió a ella. El “cuerpo natural” del Rey sólo está libre de culpa cuando actúa por el bien de la Res Pública, no cuando actúa para satisfacer caprichos privados (incluso para Bodino). En frase histórica de Leibniz, “el derecho no es derecho porque Dios lo haya querido, sino porque Dios es justo”.
Por lo demás, la hipótesis de los Dos Cuerpos quiere reforzar un hecho muy discutido, pero poco discutible: un Rey no es un ciudadano más. Es un desigual entre iguales. Res quasi sacrae. La corona, anunció Edward Coke, es un jeroglífico de las leyes. Y, como a todo jeroglífico, hay que manejarlo con especial cuidado. Entre otras razones porque, por ser clave de bóveda, la más ligera improcedencia puede tener consecuencias muy dañinas sobre el andamiaje político. Para entender esa importancia del Rey podemos acudir a un paralelismo suficientemente aséptico: el debate Popper-Kuhn sobre las revoluciones científicas. Allí quedó claro que el tratamiento excesivamente “igualitario” que hace Popper de las falsaciones transformándolas en refutaciones de las teorías (método que, según él, explica el incomparable éxito de la Ciencia, lo que haría aconsejable su aplicación a la Política) es un mito hermoso y seductor, pero, según Kuhn, sin base histórica. Ni racional. La Ciencia no sigue ese esquema de “revolución constante” y no transforma las anomalías en sustituciones del paradigma establecido. La Ciencia es más pragmática y menos “revolucionaria”: inventa “reparaciones-parche” que salvan las anomalías y permiten al sistema seguir ejerciendo su autoridad. Sólo ante graves fallos recurrentes e inequívocamente sistémicos se emprende el tortuoso camino de un cambio de modelo. Las actuaciones de corrección nada tienen que ver con los complejos procesos de sustitución. Conclusión ya anticipada por Kant en una famosa distinción: una cosa es el método de “Censura” y otra el de “Crítica”. Censura es la necesaria corrección/reparación de errores de una obra o sistema. Crítica es someter a revisión las estructuras y los fundamentos mismos de un sistema. No es razonable convertir la “Censura” en “Crítica”. La Crítica funciona como un Tribunal Supremo de Racionalidad, no es una mecánica de corrección de errores.
Así que esas ruidosas diatribas que se lanzan diariamente contra la monarquía –que en realidad van contra la democracia del 78 y buscan “revolucionar”, es decir darle la vuelta al orden político– son más censura que crítica. Hay que añadir además que esas invectivas, que pintan a la Monarquía como una forma de gobierno anacrónica, con baja legitimidad, escasa fundamentación racional y como realidad simple y sólo adecuada para simples, no resultan confirmadas por las sofisticadas argumentaciones que llenan este libro, a veces parcial pero siempre impresionante. Todo lo contrario. Lo que sus infinitas filigranas jurídico/filosóficas revelan es una realidad/institución de gran complejidad teórica. La simplicidad agraria que sus detractores le atribuyen es producto más de sus idolatrías que de la monarquía misma, convertida ya en un sistema más pragmático que dogmático. Hoy los dos cuerpos del monarca se han fundido en la corporalidad incorpórea de la democracia (en la que el cuerpo del Rey es Constitución y el cuerpo de la Constitución Rey). Democracia que también tiene su corazoncito, o sea, su propia teología política, en la que “reina” una nueva deidad con pretensiones muchas veces desmedidas: el Pueblo.
III
Rey y Pueblo
En una celebérrima frase escribe Carl Schmitt: “todos los conceptos determinantes de la Teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados”. Evidentemente. Se extraen de la teología y se desplazan a la política, como la idea de un Dios todopoderoso que transmuta en legislador omnipresente/omnipotente.
Se han escrito miles de páginas explicando que la llamada Modernidad –desde Copérnico y la Reforma– supone un gigantesco proceso de secularización. Es decir, una especie de expropiación a gran escala de todo lo sagrado. Resumidamente: Dios ya no es el factótum del Universo, posición que pasa a ocupar esa “mediocridad autoelevada a Dios” que es el hombre (Heidegger). Ahora “el patrón de medida de todas las cosas” ya no es Dios, somos nosotros. Desaparecen las certezas absolutas y todo es cuestionado y puesto en duda. Esa inmensa tormenta histórica deja cuatro grandes “víctimas”: Dios, el Rey, el Estado y la Razón. Pierde su trono Dios tras ser llevado por el hombre ante el Tribunal de la Historia y resultar condenado como culpable del mal del mundo. El mismo destino correrá su vicario en la Tierra: deslegitimado/decapitado, el Rey es declarado veneno corrosivo para los Reinos. Y lo mismo le ocurrirá a la sacrosanta Razón, y a su fundamento, la Verdad, arrasadas por la opinión indocumentada, las ideologías, los mitos, la pura subjetividad, las fábulas totalitarias o la mentira. En definitiva, ya no hay nada supremo, ni seguro.
Pero tan gigantesca desacralización ocultaba una sorpresa. En medio de ese inmenso vacío emerge una nueva certeza: el Pueblo. Nueva Divinidad que recibe en herencia, de manos de la Historia, los atributos que eran sólo propios de Dios (o del Rey). Esta nueva teología política del carácter cuasi divino del Pueblo sustituye a la vieja teoría del origen divino de la Monarquía. Como el Rey fue una secularización de Dios, el Pueblo viene a ser una secularización del Rey, pero manteniéndole los atributos divinos. Gran paradoja. El Pueblo es ahora la certeza cartesiana de la política. Única instancia/autoridad legitimadora. Nuevo soberano absoluto. Nada está por encima de Él. “Su voluntad es siempre ley suprema” (Emmanuel-Joseph Sieyès). El Pueblo es el cuerpo político del Rey absoluto, pero sin las debilidades, defectos o vicios del cuerpo mortal del Monarca. Ese Pueblo es fuente de verdad, por Él habla/actúa lo auténtico. Como nuevo Redentor del mundo es incapaz de engañar o mentir. También de errar, pues tiene la infalibilidad de un Papa. Rector sabio dirige, con sapientia gubernans, las cosas. Es justo y equitativo. En su superioridad moral, está adornado de incorruptibilidad y todo cuanto hace es bueno y virtuoso. Disfruta además de un vínculo privilegiado con lo divino, como recuerda el Evangelio: Dios no habla a los sabios, ni a los entendidos, ni a los poderosos. Habla a los “sencillos”. A la gente. Vox populi, vox Dei. Fórmula que “traduce” irónicamente así Eric Voegelin: “la voz de Cristo suena primero en la masa, en el pueblo normal. Allí es oída en primer lugar”. En resumen, el Cielo es el nuevo trono del Pueblo y la Tierra el cascabel de sus pies. O sea, el temible, todopoderoso y aterrador Leviatán de Hobbes, el Estado, convertido en Supermán colectivo.
Sin duda, una ensoñación romántica. Compuesta de fantasía + teología. Lo que esos nuevos ventrílocuos proféticos del populismo nos venden es que Pueblo es una de esas ideas claras, indudables y sencillas –cartesianas– que no necesitan justificación por autoevidentes. Pero la realidad es bien distinta: se trata de una idea altamente artificial, un “constructo” político lleno de recovecos, vacíos y ambigüedades, más abstruso, si cabe, que el Rey Taumaturgo. Una especie de noción-bandera muy recargada simbólicamente y especialmente camaleónica. La idea de Pueblo ha cambiado de color, forma, contenido y significado en cada época. Y está intrínsecamente relacionada, emparentada o funciona como sinónimo de muchísimas otras nociones, todas ellas complejas: como demos, tribu, etnia/sangre, casta, lengua, cultura, koinonia/comunidad, polis, populus, civitas, patria, nación, mayoría, masa, plebe, vulgo, turba, etcétera. La palabra Pueblo actúa de maneras muy distintas. Unas veces como noción objetiva y aséptica (para significar tribu o demos); otras marca diferenciación, sea vertical/horizontal o sea de pertenencia/exclusión (la plebe frente a las clases superiores, la identidad de lo “nuestro” frente a lo “extraño”/inferior); otras conlleva una fuerte carga metafísica/religiosa (idea de pueblo especialmente amado/elegido por Dios y con destino mesiánico); otras veces es sinónimo de ideas explosivas por naturaleza (como nación, etnia/raza, patria, cultura superior…) y a partir de ahí deriva imparablemente hacia el cáncer devastador del nacionalismo (como enseña la historia, también la nuestra). En definitiva, más que una noción es arma que carga el diablo: y como tal ha estado presente, más o menos dramáticamente, en los grandes cataclismos y barbaries de los últimos siglos. Como dijo Brecht, está muy bien decir que “todo el poder procede del Pueblo, pero la cuestión es a dónde lleva”.
En fin, que lo ideal poco tiene que ver con lo real. Como señalaron tantos clásicos. Uno de los más contundentes, aparte de Bodino, Altusio: el Pueblo es variable, caprichoso, precipitado, inconstante, impulsivo, inclinado a las emociones y mudanza de afectos, incapaz de buen juicio, crédulo, levantisco, sedicioso, ingrato, feroz, envidioso, ávido de lucro, y más proclive a los necios que a los virtuosos, entre otros etcéteras. Apoyarse en él es apoyarse en pared débil. Así que el Pueblo, como realidad, está muy lejos de corroborar los atributos y perfecciones divinas que su teología política le concede. Como se ha visto mil veces: se deja engañar, guiar o manipular por los peores déspotas o tiranos (desde Napoleón a Hitler) “a la manera en que las ovejas siguen unas a otras” (Lipsio). Quizá por eso el poco sospechoso Voltaire añadió: “No me gustaría vivir bajo ninguna tiranía, pero si hubiera que escoger, detestaría menos la de uno solo que la de muchos”.
El propósito de fondo que subyace a toda esa teología del Pueblo es “limpiar” a la política del “germen venenoso” de la religión. Una imposibilidad, como se ha comprobado tantas veces. Esa gigantesca de-sacralización a la que hemos asistido es en realidad una re-sacralización encubierta y hecha por la puerta trasera. Con una mano se de-sacralizaba, pero con la otra se ha ido llenando el mundo con lo que Voegelin llamó “religiones políticas” y Carl Christian Bry, decenios antes, “religiones disfrazadas”, por cierto, cada vez más absurdas. Toda esa re-sacralización cumple casi a la perfección aquella vieja doctrina de la emanación descendente o degradación progresiva de Plotino: Dios se “degrada” en el Rey, éste en el Estado, y éste en el Pueblo. Resultado: creamos y adoramos a divinidades (políticas) cada vez más pobres, imperfectas y menos fundamentadas. Ya lo advirtió Mariana, “no se pesan los votos, se cuentan”. Lo que significa, la aritmética no es fundamento suficiente para las divinizaciones. Por lo demás, que la individualmente muy imperfecta naturaleza humana se convierta en virtuosa sólo por agregarse/agruparse en Pueblo no deja de ser una nueva transustanciación milagrosa, muy difícil de digerir por más teología que se le eche. Por redundar, cuesta también creer que un “organismo” pueda tener un cuerpo (Pueblo) que es a la vez cabeza (Rey), y una cabeza que sea a la vez cuerpo. Pase lo que pase con todos esos “milagros” teológicos, la clave de cualquier sistema de gobierno racional está donde estuvo siempre: no en el monopolio plebiscitario –del Rey o Pueblo– sino en el complejo sistema mixto de la Representación. Lo que nos aboca a la eterna aporía: por poco o mal fundamentada que esté la vieja teoría del origen divino de la Monarquía, no lo está mejor este nuevo/viejo romanticismo político del Pueblo. Como náufragos, vamos a la deriva en un océano de incertidumbres, vendaval en el que nuestros sistemas políticos penden de un hilo muy fino. Así que no conviene tensarlo demasiado.
Este artículo apareció en tres entregas y con algunas variaciones en el diario Expansión.