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Deslizándome por entre tus libros

Una de mis debilidades al visitar por primera vez casa ajena es la de curiosear los libros que se apilan en la librería de sus propietarios. Cortázar decía “Dime como fotografías y te diré quién eres”; lo mismo me sucede a mí con las librerías, propias y ajenas. No lo puedo evitar: se me van los ojos directa la mirada a esos lomos, igual que se me van los ojos cuando paso delante de una buena tienda de ropa o de un tío de los de buen ver. Aprovechar que los anfitriones se retiran a la cocina a preparar la merienda es el momento ideal para levantarme y acercarme a esa librería que me llama, deslizando la vista por entre sus tomos… ¡qué delicia! Con un poco de suerte hasta me llevo alguno prestado (perdido o estropeado) siempre con el consentimiento de sus dueños, por supuesto. Otras veces cuando la confianza es menor me conformo con cotillear y husmear como un sabueso en busca de pruebas. Creo que después de los zapatos, los libros son los que más cosas nos dicen sobre la personalidad de una persona. Libros ordenados por colores, por tamaños, por autor… lecturas compartidas y por compartir. Estanterías con libros a veces sin desprecintar, libros como signo de un falso status intelectual, o esas otras deliciosas casas con libros y revistas desparramados por todos lados, debajo de la manta, sobre la cama, en la mesita de noche o entre los cojines del sofá…y por supuesto, en el baño. Y es que, no solo dejarás claro a los demás que eres un lector empedernido, sino que además siempre vas a tener algo que ojear cuando las cosas se ponen difíciles y las etiquetas del champú se vuelven ya aburridas. Con deciros que he visto a grandes intelectuales con el Jot Down en el bidé junto al wáter, e incluso la mismísima biblia, ya os hacéis una idea… ¿no?

Porque en mi caso los libros se acumulan ya no solo en sus repisas y estantes, sino que avanzan también hacia la mesilla de noche, formando impecables pirámides que amenazan, poco a poco, con invadir el resto de la casa. Soy ecléctica en todo y cómo no, hasta en el modo de ordenar (o desordenar) mis libros. Nunca me gustaron las bibliotecas demasiado perfectas, prefiero que sus pasajeros campen a sus anchas: auténticos clásicos con falsos modernos, best sellers con libros de arte, novelones con libros de cocina… hermanados todos con figuritas o con fotos, con pequeñas reliquias que forman parte ya de mi historia. Sé que no dice mucho de mí, pero aunque presumo de buena memoria visual, nunca encuentro a la primera lo que ando buscando: es el problema de ser tan desordenada y de tener una personalidad tan acumulativa. Lo peor de este amor por los libros, es ese tener que desprenderte, buscando espacio, de algunos, de aquellos que nunca llegaron a pellizcarte los sentidos, que no lograron atraparte… aunque yo sea de las que piensan que no hay libro que no te aporte algo, por nimio y ligero que sea. Algo parecido sucede con las personas: todas tienen al menos una pequeña frase a la que agarrarse, aunque esté oculta. Es solo cuestión de tomarte tu tiempo en descubrirla y no dejarte llevar por ese primer impulso que ofrece una simple portada de colorines, por muy llamativa que ésta sea.

Hay sin embargo quien disfruta más curioseando en los escritorios ajenos que en las bibliotecas, cuestión de gustos y métodos de espionaje. Consideran el escritorio un lugar más vivo y delator, con sus notas, sus post it, papeles desparramados y agendas… lejos de la impostura superficial que tienta al ordenar una librería. Ya sabéis que muchas veces parece que el prestigio personal depende, y mucho, de los títulos que componen nuestra biblioteca doméstica. No es lo mismo una librería donde la baronesa Blixen y Hemingway convivan que otra en la que las Sombras de Grey se hagan hueco con el último de Jorge Javier Vázquez… ¿no os parece?

Libros, libros, libros….¿qué tendrán los libros? Me niego a pensar que un día desaparezcan de nuestras vidas como lo hicieron aquellos discos de vinilo o esas cintas de vídeo grabadas y regrabadas. Me gustaría pensar que los nuevos formatos digitales, con defectos y virtudes, convivirán con los libros de papel como ahora lo hace la comida precocinada con esa de puchero de toda la vida. Formamos parte de una generación que asiste atónita y rendida a los abrumadores avances digitales, pero quizá, también, a la última en la que las paredes de sus casas estarán cubiertas de libros, envueltos en emociones, en palabras imposibles de escribir por nadie que no hubiera pasado toda su vida rodeado de ese pequeño tesoro que es una biblioteca familiar.

Y ahora, si me disculpáis, aprovechando que mis anfitriones preparan el café en la cocina, voy a levantarme un momento hasta esa estantería donde acabo de descubrir un libro nuevo más que prometedor; ¿será posible, lo calladito que se lo tenían?…

 

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Foto: Kristen Angelo

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