Me pasa con frecuencia que pienso en Macedonio. Cuando en la gasolinera intento ponerme uno de esos guantes de plástico extrafinos para evitar que el olor a combustible se me quede adherido y al intentar ponérmelo, tras frotarlo, ponerlo al trasluz, humedecerlo, no puedo meter la mano porque en realidad solo he sacado medio guante, y medio guante, y medio y medio y medio hasta que renuncio exasperado tras haber consumado una hecatombe ecológica; o cuando intento salir con el carro del supermercado lleno hasta arriba a la calle y me quedo clavado en la alfombra junto a la puerta, que se abre y se cierra y se cierra y se abre ante las miradas burlonas del resto de clientes y no puedo avanzar por más que empujo y finalmente tengo que acarrearlo todo a mano hasta el coche; o cuando contacto con el servicio de atención al cliente (bueno, aquí también pienso en Kafka) de una gran empresa o de una administración y veo cómo me van pasando de una voz robotizada a otra hipotéticamente real que entiendo aún menos hasta que en algún momento, tras haber escuchado 18 veces la canción, la llamada se corta y he de empezar la peregrinación de nuevo.
Sí, en todas estas situaciones y en otras muchas que sería largo enumerar aquí, pienso en Macedonio Fernández y en aquella campaña suya de comienzos de la década del 20 con la que pretendía ganar las elecciones presidenciales en Argentina. Y me pregunto si no será que existen entre nosotros células de macedonianos encargados de subvertir nuestra realidad a través de una infinita sucesión de pequeños sabotajes hasta volvernos neurasténicos perdidos.
Desde luego que la estrategia diseñada por quien en aquel entonces pretendía suceder nada menos que a Hipólito Yrigoyen no podía ser más simple, al menos sobre el papel. Si, como afirmaba el candidato, “el 95% de los votantes del país no tienen convicción ni compromiso”, bastaba contar con cien hombres talentosos y decididos dispuestos a alcanzar “diez adhesiones en dos meses” para crear una plataforma imparable. Un “rasgo estadístico” incontestable animaba a Macedonio en su pretensión, tal y como detallaría años más tarde su más egregio discípulo, Jorge Luis Borges, y era el hecho de que mientras muchas personas se proponen abrir una cigarrería, casi nadie quiere ser presidente, de lo que era fácil inferir “que es más fácil llegar a ser presidente que dueño de una cigarrería”.
Pero dejando estos cálculos a un lado -recordemos que Borges descreía de la democracia, “ese curioso abuso de la estadística”- ¿cómo pensaba Macedonio decantar en su favor al electorado? El propio autor de El libro de arena nos detallaría que “por medio de la multiplicación de muchas pequeñas molestias que, insignificantes cada una en sí, carcomerían combinadas los ánimos de todos”. Verbigracia: que los pianos de manubrio no tocasen nunca entera una pieza sino la cortasen por la mitad; que se aflojasen las varillas de los tranvías donde se agarra la gente; que las escaleras no tuviesen dos peldaños de la misma altura; que para burlar nuestras expectativas las cosas grandes fuesen muy livianas y las muy chicas pesadísimas; que se llenase la ciudad de objetos inútiles y decepcionantes, como barómetros, lápices con dos puntas, azucareros que no endulzan, solapas desmontables, cucharillas de papel que se deshacen en la taza…
Esta serie gradual de invenciones incómodas iría acompañada de la distribución por confiterías, tranvías, veredas, zaguanes, cinematógrafos de una serie de tarjetas en las que aparecería escrito el nombre del aspirante junto a crípticos eslóganes del tipo: “Macedonio, un misterio político de la próxima presidencia”; o “Macedonio, ¿volará? Cuando el aire tenga barandita”. Se trataba en suma de “socavar y minar la resistencia de la gente” con el objeto de preparar la llegada de ese presidente “restaurador de agrados y placeres” capaz de restituir el orden. Ni que decir tiene que el plan de este grupo de conspiradores -algunos biógrafos no le conceden más realidad al proyecto que formar parte de una novela colectiva situada en Buenos Aires que se iba a llamar El hombre que será presidente-, no llegó a consumarse y la muerte primero de su esposa Elena de Obieta, y la victoria más tarde del radical Marcelo Torcuato de Alvear sepultarán su aspiración -descaradamente irónica, pues si alguna ideología le fue cara a Macedonio fue el anarquismo- de tomar el poder.
Lo que no ha muerto es esa capacidad macedoniana del ser humano para sumirnos en el extrañamiento cotidiano. Solo que un siglo más tarde, en un mundo, como diría Lefort, que se ha convertido en “teatro de una aventura incontrolable”, en el que los jóvenes (y sobre todo las jóvenes) occidentales se ven impelidos a hacerse cortes en la piel para templar los nervios y las lentejas se comen en helado, tiendo a pensar que una campaña exitosa sería aquella capaz despertar la atención del espectador/elector no generando situaciones de caos microscópicas como las descritas al inicio que socavaran más la moral de esa sociedad instalada en el malestar, sino introduciendo mejoras sutiles y revolucionarias. Pienso, no sé, en ir sustituyendo las pegatinas de “Espere su turno” de los bancos por otras que pongan “Cuidado con el perro”; en regalar ceniceros de plástico rebosantes de colillas para desincentivar el consumo de tabaco entre fumadores cívicos; o en bonificar a los conductores que se detienen en los pasos de cebra con kilómetros extra de velocidad límite en autovía.
Esas pequeñas enmiendas ingrávidas y gentiles, acompañadas también de pequeños reclamos (“Con X ningún banco es demasiado pequeño para caer”; “Vivir mata ni debajo del agua”; o “Sé cívico. Vota X y conduce peligrosamente”) serían el contrapunto perfecto a unas campañas electorales repetitivas y estruendosas, la fórmula para seducir a ese votante salteado e hiperactivo de nuestros días que aplastado por todo tipo de pseudoutopías tecnológicas ha perdido de vista el camino de la simple y vasta imaginación.