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Desmontando a Woody

En un determinado momento de Happythankyoumoreplease, una de esas imposturas y banalidades disfrazadas de cine independiente USA que dirigió el año pasado el popular actor televisivo Josh Radnor, dos de sus principales intérpretes, la pareja formada por Pablo Schreiber y Zoe Kazan, mientras inician los preliminares de lo que se aventura un apasionado coito discuten sobre la filmografía más reciente de Woody Allen –curiosamente él aparecía en la lamentable Vicky Cristina Barcelona-. Ella afirma que el problema del cineasta neoyorquino es su prolífica actividad, lo que acaba provocando un desgaste y una irregularidad en sus propuestas que podría subsanarse si este se tomara algún intervalo entre película y película. Él, como no, asiente, tal vez más preocupado por resolver otros asuntos, más de índole fisiológica que cinematográfica. Los espectadores también asentíamos ante una valoración que no por obvia resultaba menos acertada. Efectivamente somos muchos los que pensamos que con el paso del tiempo Allen debería haber frenado su frenética actividad y que su agotamiento artístico le hacía palidecer en el tramo final de su trayectoria como cineasta. Después de más de cuatro décadas y más de cuarenta títulos a tus espaldas no debe resultar empresa fácil saber cuándo y cómo parar.

       Al abordar cualquier película de Allen inevitablemente, y resulte procedente o no, suele recurrirse a esa tipología que ha terminado caracterizando a un determinado y peculiar personaje, encarnada casi siempre por él mismo, y a través del cual nos ha transmitido una determinada visión del mundo. La frustración creativa y sexual, habitualmente vinculada una a la otra, la angustia existencial y la crisis de pareja o de fe, todas ellas han sido cuestiones que, vistas a través de una mayor o menor ironía, a veces con mayor o menor melancolía y ternura, relacionamos con gran parte del grueso que confecciona su filmografía. Temas encarnados en alguien perfectamente localizable entre la acomodada sociedad neoyorquina de clase media, y entre la cual no termina de sentirse cómodo. Sabemos que todo esto ha ido cambiando a lo largo de la última década y que Allen, por razones evidentes dada su avanzada edad, ya no interpreta a este arquetipo tan personal y distintivo que en ocasiones ha provocado que los espectadores hayan visto al cineasta con los mismo ojos con los que han visto su creación. Sabemos, además, que desde hace un tiempo protagoniza una especie de exilio que le ha llevado a trasladar sus historias a ciudades como Londres, Barcelona o París. Ocurre con toda esta serie de circunstancias que la mayoría de sus seguidores acuden a ver cada nueva película que estrena con cierta prudencia, incluso, por qué no decirlo, desconfianza.

       Sin embargo, y si exceptuamos ese revitalizante paréntesis que supuso Si la cosa funciona, a lo largo de este periodo en el que ha recorrido con mayor o menor fortuna algunas ciudades europeas, Allen ha demostrado que era capaz de autoparodiarse –Scoop (2006)-, que podía trasladar el cinismo y la ambigüedad moral de Patricia Highsmith a la high class londinense –Match point (2005)- o que entre la clase proletaria del extrarradio de Londres podían hallarse dramas llenos de culpabilidad dignos de Dostoievski –El sueño de Cassandra (Cassandra’s dream, 2007)-; también nos ha puesto de manifiesto, eso sí, su torpeza cuando ha recurrido a toda una serie de topicazos made in Spain en Vicky Cristina Barcelona (2008), para construir una especie de cuento moral repleto de imágenes turísticas que más que un remedo de las películas de su admirado Eric Rohmer se acababa convirtiendo en un vergonzoso ejercicio de manipulación de identidades culturales y juego aleatorio con clichés ibéricos.

       Además, durante todo este tiempo, en algunas de sus propuestas más interesantes Allen ha ido elaborando un discurso estético, quiero pensar que plenamente consciente, que ha consistido en poner en el epicentro su figura como cineasta y sus propia filmografía. Así, por ejemplo, una película considerada menor como Scoop, un simple entretenimiento, nos ofrece una lectura reveladora en este sentido. Y no solo se trata de jugar a encontrar auto-referencias que aparecen a lo largo de la película como las de La maldición del escorpión de Jade (The curse of Jade Scorpion, 2001) o Alice (1990) para citar el elemento de la magia, presente a través del personaje que interpreta el propio Allen, un caduco artista del ilusionismo. O citar la presencia de ese coro griego que aparece en Poderosa Afrodita para comentar la trama del film y que ligaría con la presencia de la muerte en Scoop, representada por una Parca. O definir este film como una revisión menos sofisticada de Misterioso asesinato en Manhattan (Manhattan murder mystery, 1993). En el juego auto-referencial que desarrolla Allen hay una especie de plasmación de la situación de sí mismo, encerrado en su propio personaje y en su propia obra. Cuando todo esto está revisado por el tamiz de la autoparodia parece funcionar mejor que cuando pretende ser sutilmente irónico y, entonces, excesivamente formulario respecto sus propios tópicos.

       De todo ello nos dimos cuenta precisamente en Si la cosa funciona (Whaterver works, 2009), cuando regresó cual hijo pródigo a Nueva York donde la revisitación de su figura se hacía desde la acidez y la irreverencia. A través del retrato de Boris Yellnikoff, un antiguo profesor de Mecánica Cuántica de la universidad de Columbia que estuvo a punto de ser galardonado con el Nobel y que vive solo y renegando del mundo y de la raza humana, Allen crea un deformado alter-ego, interpretado para la ocasión por Larry David, que toma como punto de partida aquellos personajes que el propio cineasta interpretó a lo largo de la década de los setenta y ochenta, recuperando pues, una parte de ese discurso que había abandona en su tour europeo. Nos encontramos de nuevo con un personaje que se caracteriza por la misantropía, su neurosis y, en definitiva, la infelicidad –que trató de solventar con un fallido suicidio que tan solo le dejó como premio una cojera permanente-. Nada aparentemente novedoso si no fuese porque el personaje ha dejado de ser un tipo inseguro, que manifiesta abiertamente sus fobias y su debilidad, para dar lugar a un personaje soberbio, maleducado y antipático. Sin embargo, a veces las cosas no funcionan. En su cuarta estancia en Londres, donde dirigió Conocerás al hombre de tus sueños (You will meet a talk dark stranger, 2010), y después del reconstituyente regreso a casa, puso de manifiesto lo lamentable que puede resultar recurrir a los tópicos y que todos estos se manifiesten caducos.

       Pocos aficionados al cine no saben a qué nos referimos cuando se utiliza el calificativo alleniano, que ha pasado a formar parte de la terminología cinematográfica –en gran parte para aligerar el trabajo de argumentación y análisis-. El universo alleniano es fácilmente identificable y habitable. Son muchos los espectadores que despliegan una mayor tolerancia, una actitud más benévola a la hora de valorar sus propuestas que la que solemos manifestar hacia otros otro cineastas. Aunque en Conocerás al hombre de tus sueños nos encontrábamos en territorio de Allen, el director nos transmite una sensación de caducidad, hace que nuestros recuerdos ni tan siquiera se vean afectados por cierta añoranza o, incluso, por un espíritu renovador o autoparódico, por mucho que acuda a viejas fórmulas como la de organizar un relato en el que las historias se cruzan, se complementan y se oponen, o la de construir toda una serie de personajes que no son nada más que simples arquetipos elaborados a partir de los rasgos de sus predecesores dentro de su filmografía. ¿No sería Alfie, un hombre mayor incapaz de aceptar su vejez y que acaba rompiendo su matrimonio para casarse con una prostituta, una mezcla de los protagonistas interpretados por el propio Allen en Manhattan (1979) y Poderosa Afrodita (Mighty Aphrodite, 1995) y por Sydney Pollack en Maridos y mujeres (Husbands and wifes, 1992)? Al final se evidencia el hecho de haber recurrido a toda una serie de tópicos que identifican, de forma banal y superflua, su filmografía. Una cosa es hacer un recorrido interesante por tu propio universo, reconociendo el gesto auto-referencial, con mayor o menor sentido del humor, y otra es caer en el cliché continuamente. Jugar a una cosa u otra es muy diferente.

       Y ese es, en definitiva, el problema al cual debe enfrentarse el espectador cuando acude fielmente a su cita anual, que no sabe a qué juego le va a tocar jugar. Sí, es cierto, que Allen ha dado claros síntomas de desfallecimiento, de forma que incluso aquellos que más le aprecian como cineasta ya se muestran susceptibles, como a la defensiva, ante el estreno de un nuevo filme. Y por eso hay que ser plenamente conscientes de que el hecho de que su última película, Medianoche en París (Midnight in Paris, 2011), recupere un elemento como el de la magia pueda provocar que su decepción quede, en parte, mitigada. Que evite que caigamos en la insipidez y el aburrimiento, o la indignación, provocados por títulos como las mencionadas Vicky Cristina Barcelona y Conocerás al hombre de tus sueños. El espectador receloso y dubitativo se muestra dispuesto a hacer alguna que otra concesión, y los más familiarizados con el universo de Allen agradecen que la presencia de lo mágico sea el motor de la trama como lo era en La rosa púrpura del Cairo (The purple rose of Cairo, 1985), tal vez el referente más directo, o también en Zelig (1983) o Alice.

       Si de repente el personaje de Jeff Daniels, que a la vez interpreta al protagonista de una película titulada La rosa púrpura del Cairo, salía literalmente de la pantalla y abandonaba el filme que estaban proyectando para marcharse con su más fiel espectadora, Cecilia, una camarera de Nueva Yersey, ahora en Medianoche en París la situación, aparte de trasladarse de la época de la Gran Depresión al París actual, se desarrolla de alguna manera a la inversa. Gil, un escritor acostumbrado a convivir con cierta idea del fracaso, incluso antes de que este se produzca, se encuentra en París junto a su prometida y sus adinerados suegros, quienes parecen decididos a programarle el resto de su vida. Indudablemente Gil es de nuevo ese personaje tan característico de Allen, tan reconocible e identificable, un verdadero trasunto donde su creador se refleja, donde demuestra una vez más que es un cineasta como mínimo tenaz y que parece poco dispuesto a terminar de acomodarse en el último tramo de su vida.

       Por eso no resulta tampoco extraño que este escritor proclive a dejarse llevar por la imaginación vea cómo se le ofrece una escapatoria. Allen ha sido un cineasta que en ocasiones, como decía, ha recurrido a la magia como vía de escapatoria para él mismo y sus personajes, y que en otras, al menos, se ha refugiado en la imaginación que proporcionan los libros, las películas, las canciones, etcétera, a través de los cuales se ha evadido de una realidad que no le gusta o, como mínimo le incomoda o inquieta. En este sentido Medianoche en París es doblemente alleniana, ya que la maniobra de escapismo que se le ofrece a Gil, convertido en una especie de Cenicienta pero a la inversa, será la de trasladarse, una vez superada la medianoche, al París de los años 20 donde coincidirá con celebridades como Scott Fitzgerald y su esposa Zelda, Ernest Hemingway, Gertrude Stein o Pablo Picasso. Así sin más, sin ningún tipo de coartada. Y eso es algo que agradecemos, el hecho de ver el atrevimiento de un cineasta octogenario lanzándose al vacío, sin miedo. De la misma forma que agradecemos el descaro con el que nos muestra esas imágenes iniciales de la capital francesa, esas postales turísticas con las que liquida cualquier tentación de caer en el tópico y además nos introduce el primer elemento de contraste con el ambiente que servirá de núcleo de la historia. Frente a lo prosaico –y documental- de esas imágenes iniciales, lo poético –y ficticio- de esas imágenes ambientadas en el período de entreguerras.

       Se trata de un viaje por partida doble. En primer lugar el de Gil que se fuga de los convencionalismos a los que ve abocada su propia vida, que huye de su miedo al fracaso de no ser un escritor talentoso y acabar esbozando mediocridades para Hollywood. ¿Y dónde mejor que ir que al París de la bohemia, a la cuna de la vanguardia artística, donde se gestan el cubismo, el surrealismo, donde poder debatir con Buñuel, con Dalí y enamorarse de una musa de Braque y Modigliani? ¿Qué mejor lugar para exiliarse y reinventarse que aquel? Eso mismo piensa Alle,n quien protagoniza, en segundo lugar, su personal periplo, el que le lleva a rendir homenaje (con la complicidad afable de la parodia) a todos esos genios del arte. ¿Qué mejor idea que la de recurrir al pasado para volver a recuperar la inspiración perdida como cineasta? Es un viejo truco, la estratagema de un artista que, como hemos sospechado a veces, ha sabido ataviarse con cierta impostura intelectual. Allen nos embauca con habilidad aplicando viejas fórmulas que le funcionan a la perfección a partir de una idea ingeniosa.

       París, como diría el propio Hemingway, es una fiesta y Allen nos invita a participar de ella sin importarnos conceptos como el de la verosimilitud, la fidelidad histórica, la coherencia narrativa o dramática. El componente mágico del relato ayuda a conseguir cierta predisposición por parte del espectador a aceptar las reglas del juego. Sin embargo a medida que avanza la historia, a medida que las dos líneas paralelas, aquella que se supone que corresponde a la realidad y aquella que se supone corresponde a la imaginación, van convergiendo –el diario encontrado en la librería, los pendientes- el espectador corre el peligro de caer en la fatiga provocada por la reiteración de situaciones cómicas (y cómplices con la cultura de cada uno). Cada vez vamos tomando mayor conciencia del engaño. La magia del cine, esa capacidad que tiene de hacernos soñar, sin dejar de tener un vínculo con la realidad (a diferencia de la música, más emocional y abstracta, o la literatura, más conceptual), se va perdiendo.

       Cuando Gil retrocede más en el tiempo, ahora en compañía de su amada Adriana, para encontrarse en el París de finales del XIX, con el Moulin Rouge y Toulouse-Lautrec dibujando a las bailarinas de Can-Can, y compartir mesa con él, Degas y Gauguin, la película busca rizar el rizo con el solo pretexto de evidenciar que la nostalgia por cualquier tiempo pasado, considerado mejor que el presente, es algo inherente a la vida humana, a pesar de que esa engañosa situación acabe suponiendo un acto de injusticia. En ese sentido Allen cae en su propia trampa porque, por un lado, nos invita a hacer memoria y a darnos cuenta de cómo la repetición de fórmulas, la aplicación de las mismas ecuaciones, ofrecían mejores y más satisfactorias soluciones hace dos décadas. Además, nos revela que su maniobra de escapismo, tal y como le sucede a Gil, puede servir de aprendizaje para relativizar las cosas y a uno mismo, pero también para poner de manifiesto las incertidumbres del presente. Esas mismas incertidumbres que se apoderan de nosotros respecto al futuro cinematográfico de Allen cuando el encantamiento se ha disipado y nos acostumbramos de nuevo a las luces de la realidad.

 

Josep Carles Romaguera, nacido en Palma de Mallorca y licenciado en Filología Hispánica por la UIB, colabora como crítico cinematográfico en diversos medios locales. En FronteraD ha publicado, entro otros artículos, Detrás de Charlot y El cine convicto de Jafar Panahi

 

 


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