Dentro del laberinto que la palabra encierra, se dice que entendemos la libertad con dos orientaciones distintos. Una libertad digamos «negativa», la libertad de escaparnos de la autoridad paterna, del Mercado o del Estado. Libertad de huida, de salida, de escape. Tal como es de coactivo el mundo actual, ésta es quizás la forma habitual en que entendemos la libertad. Estar libre de la sociedad, la empresa, la familia, la escuela. Desaparecer, desconectar el móvil, tomar el coche y echar a correr. Pensemos en el significado de la huida de los fines de semana, cuando la gente se refugia en su escondite privado.
Pero existe otro modo, se dice, de entender la libertad. Libertad para participar, para entrar en algo o crear. La libertad, hoy más difícil, no de elegir en un menú donde las opciones se sirven en un panel prefijado -una cadena de televisión u otra, un partido u otro-, sino la libertad radical de crear algo nuevo, que no existía. Muchos nombres de mujeres y hombres, que no son conocidos precisamente porque se salen del menú de lo servido, han tomado esta vía.
Históricamente, tal vez siguiendo la estela de Antígona y Sócrates, siempre ha habido defensores públicos de que, en caso de conflicto, el hombre debe desobedecer la ley que siente moral o políticamente injusta. Uno de estos ejemplos es Thoreau. Y en España, antes, durante y después de Franco, hubo muchos otros ejemplos. Unamuno, en plena guerra civil. Muchos militantes de la libertad, a veces simplemente humanistas como D. Ridruejo, desde los años 40 a la Transición.
Al margen de los prejuicios puritanos de Kant, entendemos que las decisiones brotan de los sentimientos. En todo caso, elegir no tiene nada que ver con la indiferencia. Sartre y el psicoanálisis han hablado incluso de una «decisión no reflexiva». Recordemos que decidir es dar un salto por encima del mero cálculo, que además casi nadie podría hacer bien: ¿Qué se yo de para qué va a servir ese euro que doy a un vagabundo? ¿Qué se yo de para qué va a servir una lección, un libro en el cual me arriesgo? Además, si nos ponemos a «deshojar la margarita» -tipo: La quiero, no la quiero– y a sopesar las razones a favor o en contra de algo, con frecuencia se arruina la oportunidad, el momento en el cual lo repentino de una decisión es crucial.
Apoltronados en la cobertura social y técnica, decidir es hoy difícil, casi un poco heroico. Por eso casi nunca decidimos nada. Tampoco lo hacen los políticos, de ahí que la vida civil se vuelva bastante monótona. Reina de hecho, en plena época de comunicación, un curioso silencio -con los responsables «mirando hacia otro lado»- cuando algo exige una decisión. Por lo que parece, reservamos la decisión para el tiempo de ocio, cuando el día está cumplido y tal vez nos hemos entregado en él al conductismo medio. Es posible, decía Deleuze, que el poder de los medios viva hoy de una masiva «libertad condicional»: el cambio de canal televisivo, a partir de las 7 de la tarde, y las redes sociales en todas las grietas privadas del día. El resto del tiempo -trabajo, estudio, política, familia- nos limitamos obedecer al término medio.
Naturalmente, se puede argumentar que si todo el mundo «hiciera lo que quiere» la sociedad sería un caos y estallaría en la anarquía. La contestación que se ha dado a esto -desde concepciones morales, políticas y filosóficas muy distintas- ha sido aproximadamente la siguiente. Primero, nadie habla de hacer lo que se quiere, sino lo que se debe: tener conciencia e intentar escucharla. ¿Puede esto ser malo? Segundo, si hay un problema en nuestras sociedades actuales es que casi todo el mundo obedece a las modas, a la publicidad, a las consignas del propio partido político o la tribu urbana. La normalización que preocupaba a Foucault, la masificación que ya preocupaba a Ortega, ha llegado a niveles asombrosos. Por eso somos libres dentro de un alto nivel de bienestar, por lo que nuestro comportamiento resulta bastante previsible.
Se da entonces la paradoja de que, en plena democracia, lo común, que exige decisiones individuales -que los políticos tampoco toman-, queda en cierto modo para nadie, o para marginales que tal vez nunca lleguen a ser conocidos. Por eso buena parte de los acontecimientos económicos, políticos o naturales, nos cogen desprevenidos, tanto a los gobiernos como a las poblaciones. Por encima, la cuestión del terrorismo le ha dado otra vuelta de tuerca al imperio estatal de la Seguridad, en menoscabo de las libertades individuales.
Uno de los resultado es el siguiente: ¿Se puede imaginar la soledad por la que pasó un Antonio López o un Valente? ¿Un Sanders, un Sorrentino o un Vintenberg -director de La caza-, antes de conocer el éxito? Imaginemos los que se han quedado en el camino, sin poder dar a luz ninguna obra? Es posible que hoy un Sócrates o un Onetti ni siquiera fuesen conocidos, ni encontrasen editores. La sociedad no perdona, ni ahora ni ayer, a quien se atreve a crear algo nuevo e infringir las normas de una conformidad siempre variable. Puede castigar con el silencio o con la agresión directa, pero en principio nuestra normalización no perdona… excepto que con una diferencia, como logró Prince, se logre crear una empresa.