Ana Rayo (Madrid, 1971) habla de su propia vida y de la de su madre, muerta en 2015, un recorrido vital que es también un paseo por las últimas décadas de lo que en nuestra realidad social ha significado y significa ser mujer y un retrato de cómo ha ido evolucionando también la vida cotidiana desde un punto de vista personal e intransferible, una casi crónica que arranca en pleno franquismo, desde antes el noviazgo de los padres de la narradora y el intento de suicidio de su madre cuando la niña tenía apenas dos meses al descubrir una infidelidad de su marido, y se traslada, no necesariamente de forma lineal, yendo y viniendo en el tiempo, al Madrid de la movida, los años noventa, los comienzos del siglo XXI o la actualidad.
Es un itinerario con claroscuros tapizado por un humor entre sarcástico y terapéutico, porque tal vez no haya mejor y más creíble manera de hablar de uno mismo que desde la distancia amable de la autoironía certera. La actriz cuenta todo de primera mano, claro, con inmediatez y desparpajo, a veces desafiante, como quien está seguro de haberse ganado cada año que ha vivido o por lo menos haberlo intentado. Es un texto propio sentido y estupendamente respirado por la intérprete, a la que Natalia Menéndez ha marcado unas líneas de actuación muy eficaces, entre la proximidad cómplice y el desgarro lenitivo de la autoconfesión, una suerte de descargo de conciencia con bastante coña autocrítica.
Nos acercamos así a la vida de la ciudadana Ana Rayo: sus estudios de periodismo, su pertenencia agotadora a un grupo de teatro independiente –qué bien retrata a esa especie de secta, por definir de algún modo su carácter absorbente, dicho sea esto con todo el cariño y el respeto– y algunos de sus avatares personales, sentimentales y económicos. Pero también surge de sus palabras el retrato de su madre, una mujer culta y sensible que abandonó su carrera de teatro cuando se casó para entregarse por entero a los cuidados de la casa, que se separó del marido en su momento y encontró una nueva pareja que intentó cortarle el cuello y la dejó inválida. En ese punto se reencuentran la madre y la hija díscola e independiente, que descubre en la enferma a una mujer distinta, brillante, irónica y cariñosa, a la que cuida con el mayor de los afectos y a la que logra devolver a la vida en medio de un coma cuando le susurra en el oído la palabra “despierta”. Dos mujeres próximas y contrapuestas que dialogan, sí, dialogan de algún modo, por medio de una curiosa añagaza escénica: la madre se hace patente por medio de una gran bombilla acoplada a un pie de madera, una luz que chisporrotea cuando la hija dice algún taco o el espíritu más o menos burlón no está de acuerdo con lo que relata.
Alfonso Barajas firma un espacio escénico abstracto dominado por una estructura de madera veteada como si fuera mármol y que conforma dos triángulos que se encuentran en sus bases, una suerte de materialización de la unión entre madre e hija; en torno o sobre ella, con puertas y cajoneras, se levantan los lugares de la imaginación, de la casa familiar a una discoteca, y de ella saca las diferentes indumentarias que luce, diseñadas por Lorenzo Caprile que aúna en el envite lo dramáticamente práctico y lo elegante. Un montaje aparentemente sencillo que es emocionante, profundo y divertido, y en el que la actriz, embarcada en la nada cómoda tarea de remover con atrevimiento las aguas de su propia vida, logra transmitir la impresión de que se encuentra muy a gusto, y el público con ella.
Título: Despierta. Autora e intérprete: Ana Rayo. Dirección: Natalia Menéndez. Escenografía: Alfonso Barajas. Vestuario: Lorenzo Caprile. Iluminación: Juanjo Llorens. Composición musical: Mariano Marín. Coreografía y movimiento: Mónica Runde. Coproducción: Teatro Español y Barco Pirata. Voces en off: Alma Baeza Ortega, Ana Rayo, Benito Sagredo, Juan Margallo, Merlín Baeza Ortega, Óscar Martínez Gil, Petra Martínez y Pili Margallo. Sala Margarita Xirgu del Teatro Español. Madrid. 10 de septiembre de 2021.