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Mientras tantoDespués de la burbuja: sobre Promesas de papel, de Philip Coggan

Después de la burbuja: sobre Promesas de papel, de Philip Coggan


 

Crack del 29

 

“Toda la historia económica puede contemplarse a través de este prisma: la lucha entre aquellos que prestan dinero y aquellos que lo piden prestado. Los primeros quieren recuperarlo con intereses y en moneda fuerte; en épocas de crisis, los deudores no pueden permitírselo”.

 

Esta “lucha secular” sustenta el análisis que Philip Coggan, Editor para Mercados de Capitales de The Economist, expone en su cuarto libro, Promesas de papel. Dinero, deuda y un nuevo paradigma financiero, obra aparecida originalmente en 2011 y publicada en español esta pasada primavera por El Hombre del Tres, que rastrea las causas que originaron la actual crisis económica.

 

Hasta esbozar ese nuevo paradigma, que se perfila tras alcanzar este “punto crítico de la historia” en el que nos encontraríamos, el que fuera durante más de veinte años colaborador del Finacial Times emprende un excitante viaje tratando de atrapar la evolución del dinero y la deuda a lo largo de la historia, vinculando algunas de las crisis más resonantes de los tiempos modernos con la malograda estructura del sistema financiero actual. Un itinerario que no se comprendería sin partir de una evidencia fundamental, de la que deja constancia desde las primeras líneas:

 

“Ya en mitad de la vida estamos en deuda. Tenemos que pedir préstamos para pagar nuestra educación, nuestros bienes de consumo y nuestras cosas. Y, como naciones, nos endeudamos porque los impuestos que estamos dispuestos a pagar rara vez se corresponden con el gasto público que deseamos ver”.

 

De más está decir que este hecho perfectamente constatable por cada uno de nosotros se basa en un modelo económico propio del mundo desarrollado cimentado en la deuda: consumidores endeudados para financiar su estilo de vida, empresas endeudadas para optimizar sus ganancias, bancos endeudados para disponer de más dinero con el que especular en los mercados, países endeudados para que sus economías superen las recesiones… Una apuesta arriesgada que demostró la extrema vulnerabilidad en que se cimentaba cuando en 2007, al estallar la burbuja, descubrimos un sombrío panorama que lleva al autor a arriesgar una de las principales tesis del volumen y que confieren a esta obra de divulgación económica, a la luz de los acontecimientos que mantienen en vilo a los ciudadanos de las sociedades occidentales en los últimos años, cierto aire de thriller:

 

“Las ingentes deudas acumuladas en los últimos cuarenta años no se pueden pagar íntegramente, y no se pagarán. Las crisis de deuda de Grecia, Irlanda y Portugal son solo el principio. Las perspectivas económicas para algunos países, especialmente en Europa, son precarias debido a una demografía en deterioro: la proporción de jubilados es cada vez más alta en relación a la de trabajadores. En consecuencia, los ingresos de estos países no crecerán lo bastante rápido como para afrontar el servicio de la deuda”.

 

Cómo hemos llegado a este callejón sin salida es una de las cuestiones a las que Coggan dedica un mayor empeño. Crédito, proviene del latín credere, “creer”; es decir, pedir o prestar dinero es un acto que descansa en un acto de confianza en las posibilidades del otro y las nuestras. “Los prestamistas tienen que confiar en que el deudor devolverá el dinero. Los que se hipotecan en lugar de alquilar confían en que aumente el precio de las casas. Los bancos permiten que sus clientes contraigan deudas en sus tarjetas de crédito porque confían en que pagarán tanto el capital como los intereses”. Durante décadas, las sociedades avanzadas, apoyadas en la construcción de aparentemente sólidos Estados del Bienestar, pudieron desarrollarse apoyadas en esta confianza. La economía crecía, los baches eran pasajeros, salarios y activos se incrementaban. En resumen, el sistema funcionaba, Marx dormía el sueño de los justos y todo lo más que se le podía echar en cara al modelo era su deriva, señalada por Marcuse, hacia la “imbecilización” de un ciudadano convertido en mero consumidor. Miel sobre hojuelas. Nada, en definitiva, que pudiera quitarle el sueño a ningún economista clásico, a ningún analista financiero. Pero, de pronto, todo cambió. “Como uno de esos personajes de dibujos animados que sigue corriendo sin percatarse de que ha cruzado el borde del precipicio, hemos cometido la equivocación de mirar abajo”. Imagínense al fondo a Deudzilla con sus fauces abiertas y la imagen será completa. Es más o menos lo que sucede cuando el valor total de la deuda es tres o cuatro veces el valor del rendimiento económico anual.

 

Sí. El futuro ya está aquí.

 

 

Un mundo “flotante”


La más prolongada etapa de hegemonía occidental, tras la Segunda Revolución industrial, se articuló desde un punto de vista financiero en torno a una serie de modelos conocidos por cualquier alumno primerizo de historia económica, fundamentalmente el “patrón oro”, primero, y la vinculación al dólar, más tarde. Básicamente, como nos recuerda Coggan, en las fases iniciales del capitalismo la moneda buscaba su respaldo en los metales (el oro, especialmente). La estabilidad absoluta se alcanzaría toda vez que cada uno de los billetes pudiera ser cambiado por el metal precioso. Sin embargo, una vez que se adoptó el papel moneda con la idea de crear más dinero y que la actividad económica no se viera restringida por el rendimiento de los yacimientos, el equilibrio se volvió más precario. Desde el punto de vista del crecimiento, y de su traducción, al menos teórica, en bienestar, resultaba inevitable ir más allá. No parecía tan mala idea, al fin y al cabo, pero cuando a principios de los 70 se declaró la inconvertibilidad del dólar en oro y Estados Unidos comenzó a cubrir su enorme déficit inundando con su divisa todo el sistema, algo se alteró definitivamente. Qué ocurriría si el crédito escapaba a todo control, si no se establecía ningún límite, si se dejaba cabalgar sin freno a la especulación. De las bondades del “maravilloso crédito” ya había dejado elocuente testimonio aquel especulador de tierras y minas del siglo XIX que afirmara ufano: “Hace años yo mismo no valía un centavo, y ahora debo dos millones de dólares”. Pero, incluso aquella simpática anécdota resultaría irrisoria en 2008.

 

Contra lo que se pueda pensar generalmente, en los Estados Unidos, paradigma del capitalismo salvaje, de la economía de casino y demás etiquetas halagadoras, existieron a lo largo de la historia contemporánea voces que clamaron airadamente contra la avaricia financiera. Williams Jennings Bryan, político populista defensor de los granjeros y contrario al “oro”, se ganó más de una ovación en la convención del Partido Demócrata de 1896 al decir cosas como esta: “No ceñiréis la frente de los trabajadores con esta corona de espinas. No crucificaréis a la humanidad en una cruz de oro”. Y aún antes que él, el segundo presidente norteamericano John Adams, había declarado: “continuo abominando y moriré abominando de […] todo banco cuyos intereses deban ser pagados o cuyos beneficios de cualquier tipo proporcionados por el depositante”. Un discurso parecido contra la usura, de resonancias contrarreformistas –y, por lo tanto, muy poco weberianas–, lo podemos encontrar también en Thomas Jefferson y otros prebostes del republicanismo estadounidense. Efectivamente, en aquella época se podía escuchar todavía a un hacendado de Virginia jurar que “antes lo pillarían entrando en una casa de mala reputación que en un banco”. Tiempos…

 

Pero cuando el sistema fijado en Bretton Woods y que había acompañado a tres décadas de continuado crecimiento fue dado por muerto, ni siquiera el santo patrón de la demanda agregada, Keynes, se libraría del golpe de timón dado a la economía.  Los tipos de cambio flotantes implantados en las grandes economías de Estados Unidos, Japón, Europa continental y Reino Unido –en contraste con los países emergentes, con China a la cabeza, con tendencia a controlar sus tipos de cambio vinculándolos a una divisa fuerte– permitieron una expansión de los déficits comerciales y un mayor movimiento de los capitales internacionales. La liberalización de los mercados financieros permitió también que se acelerara la expansión del crédito con los riesgos que esto conllevaba y que ya hemos apuntado más arriba. Las finanzas ya no serían más aquella cosa aburrida y un tanto desalmada que nos ofrecían ciertas películas de Capra.

 

“El modelo bancario –dice Coggan a este respecto– era el del 3-6-3: endeudarse al 3 por ciento, prestar al 6 por ciento y llegar al campo de golf a las 3. En cuando a la gestión de fondos, había un chiste que decía: ¿Por qué los gestores de fondos no dedican la mañana a mirar por la ventana? Porque entonces no tendrían nada que hacer por la tarde”. J. K. Galbraith sentía un desdén particularmente arrogante por la profesión financiera. «En los asuntos monetarios, como en la diplomacia, un talante agradable y conformista, un buen sastre y la capacidad de articular el tópico en ese momento de moda han resultado más útiles para el éxito personal que una mente excesivamente inquisitiva»”.

 

Muchos se frotaban las manos. Había nacido un mercado de derivados ingente y rentable. Pero, ¿hasta qué punto seguro?

 

 

La burbuja


“Hacer que cada americano posea una casa no es el Sueño Americano, sino el sueño de la Asociación Nacional de Constructores Inmobiliarios y el de la Asociación Nacional de Agentes de la Propiedad (…) Cuando la gente se endeuda para comprar una cosa y esta sube de precio, se sienten más ricos. Se sienten listos. Se lo cuentan a sus amigos. Esos amigos empiezan a fantasear sobre los beneficios que obtendrían de la compra de una casa. La predisposición a endeudarse aumenta”. Estas elocuentes palabras de Russell Roberts, de la Universidad de Stanford, ejemplifican de un modo sencillo, asumiendo el punto de vista del profano, cómo se forman esos mundos sutiles, ingrávidos y poco gentiles que son las burbujas. Coggan, que no se olvida de citar a Charles Kindleberger –que las ha estudiado de forma exhaustiva para demostrar cómo la más reciente encaja en el modelo que hizo posible desde la tulipomanía del siglo XVII, pasando por el sistema de John Law hasta la crisis asiática de finales de los noventa–, recurre para explicar la cíclica irrupción del fenómeno a la llamada fase Ponzi (en honor del estafador Charles Ponzi), conocida también, en palabras del economista de Chicago Hyman Minsky, como el proceso “del más tonto”. Este poskeynesiano discípulo de Schumpeter estudió la euforia especulativa que en tiempos de prosperidad hace aumentar el volumen del crédito y que conduciría, según expone Coggan, a una fase en que los compradores no creen que los precios estén justificados, pero piensan que podrán encontrar a un “inocentón” dispuesto a pagar aún más. De esta forma, “compran apartamentos sin haberlos visto y acciones de internet sin dividendos, sin ni siquiera ingresos. Los inversores que participan en este tipo de burbujas acostumbran a pensar que son más sofisticados que esos bobos ingenuos que pican en estafas piramidales, pero están cometiendo un error parecido”.

 

Las burbujas inmobiliarias, como las que en la primera década del siglo, se crearon en países como Estados Unidos, Irlanda, Islandia o España, resultan difíciles de detener porque benefician a mucha gente mientras se están inflando. Bancos, despachos de abogados, tasadoras, etc. obtienen grandes ganancias, mientras que a los propietarios, con independencia de su posición en la escala social, les invade la sensación de que son más ricos por la sencilla y engañosa razón de que sus casas ahora valen más. Pero, además, quienes podrían arbitrar medidas para desinflar el globo tampoco tienen ningún interés en hacerlo. Coggan pone como ejemplo el caso estadounidense para demostrar que ni desde la derecha ni desde la izquierda la intervención podía ser considerada una iniciativa oportuna. Para los primeros no existían razones de peso cuando, al fin y al cabo, “los propietarios de una vivienda se consideraban partidarios factibles del capitalismo”. Pero, ¿y desde la izquierda, suponiendo que esta categoría se le pueda aplicar desde estándares europeos al Partido Demócrata? ¿Por qué también a los teóricos defensores de las políticas redistributivas, a los valedores de un Estado fuerte tal perspectiva les resultaba hostil? Pues por la sencilla razón de que en este caso pinchar la burbuja sería “negarle a los pobres y las minorías étnicas la posibilidad de acceder al mercado hipotecario”. Algo verdaderamente impopular y, aunque Coggan no lo explicite, poco eficiente desde una óptica meramente electoral. Así las cosas, con unas reducidas tasas de interés que facilitaban a los propietarios el pago de los préstamos, y con un alza del precio de la vivienda que reforzaba el valor del colateral para el prestamista, las entidades financieras lo tenían todo a favor para empezar a competir duramente por el rentable negocio de las hipotecas. Los criterios de crédito se fueron reduciendo progresivamente, “y la cuantía de la entrada exigida se redujo a de un 25 por ciento a un 10,5 y por último a cero”. Al incrementar el multiplicador de ingresos los bancos permitieron, en el momento culminante de las hipotecas subprime y mientras los “controladores” miraban para otro lado, que personas con bajos salarios y con un historial crediticio pésimo, pudiesen comprar casas de cientos de miles de dólares.

 

Como señaló Michael Lewis en su libro Boomerang: “Cuando uno pide prestado un montón de dinero para crearse una falsa prosperidad, está importando el futuro al presente. Pero en realidad no es tanto el futuro como una versión grotesca y siliconada de él. El apalancamiento le reporta un atisbo de prosperidad que no se ha ganado realmente”. Se deduce, pues que a la larga, “el valor de un activo debe estar relacionado con los rendimientos que puede generar”. Esto es, de manera global, que “los precios de las acciones y de las propiedades están constreñidos a la tasa de crecimiento de la economía, que depende a su vez de las reservas de capital productivo (fábricas nuevas y similares)”. Algo que, como sabemos, no ocurrió, lo que explica que antes que tarde, al dar la espalda a la “economía real” el círculo virtuoso se convirtiera en un círculo vicioso, el equilibrio entre oferta y demanda saltase por los aires, el mercado se sobresaturase, los prestatarios no pudieran hacer frente a sus deudas, llegasen las quiebras, los embargos, los desahucios… Alguien podría pensar que los “mercados” sí podían tener una razón de peso para actuar de una forma más prudente. Si llegado a cierto punto, tras una fase especulativa final de recalentamiento, los deudores no pudiesen hacer frente a los compromisos, los inversores podrían arruinarse por completo, viendo cómo se hundían en el lodo, con ellos dentro, su desaforada ambición. Sin embargo, la crisis bursátil de 1987, les brindó una valiosa (o ruinosa, según se mire) lección: “si los mercados de activos caían lo bastante y lo bastante rápido, los bancos centrales correrían al rescate. En cierto modo, los bancos centrales los habían cubierto frente a sus enormes pérdidas”.

 

“La put Greenspan”, como se denominó a este dispositivo de rescate llamado a salvaguardar los intereses de los especuladores, resultaría a la postre un mecanismo diabólico. En palabras de Russell Roberts: “La expectativa de los acreedores de que podrían ser rescatados permite que las instituciones financieras sustituyan su propio capital por dinero prestado, a pesar de realizar inversiones cada vez más y más arriesgadas”.

 

La crisis financiera de 2007 y 2008 fue la prueba más palpable de que los gobiernos –con el dinero de los contribuyentes– no podrían resistir la tentación de salir al rescate de los bancos, especialmente cuando las consecuencias del hundimiento podían ser (más) desastrosas. Esto, por no mencionar la connivencia entre los partidos políticos y las entidades que los financiaban, lo que se ha sustanciado de un tiempo a esta parte en la conformación, puerta giratoria mediante, de una verdadera oligarquía a escala trasnacional.

 

Cómo afecta esto a la democracia no es una cuestión que ocupe a Coggan en ningún momento. Cómo el capitalismo corporativo moderno, aquel que un renacido Dahl denunció tras distanciarse de su cándida visión pluralista, cercena las posibilidades de muchos, tampoco es algo que se aborde ni de pasada en el libro. En cualquier caso, el autor, sin menospreciar la capacidad del Estado para impulsar sus propias políticas, sí condena abiertamente la rendición de los gobernantes a unos intereses no ya más altos y poderosos, sino con los que colaboraron horizontalmente en provecho mutuo.

 

No es, pues, conspiranoia. Llámenlo(s) X.

 

 

Codiciosos y gorrones


Evidentemente, nada de lo anterior sería posible sin tener en cuenta un factor en absoluto desdeñable, el desaforado afán de lucro de los grandes ejecutivos, que en un marco de desregulación global, provocó que buena parte de las mentes más lúcidas –la flor y la nata, los matemáticos y los “ingenieros lumbreras” que podían modelar los mercados, en palabras de Coggan– salidas de las universidades de todo el mundo pusieran sus miras en el sector financiero. La razón era bien sencilla: allí estaba el dinero. El villano Gordon Gekko, aquel personaje encarnado por Michael Douglas protagonista de la película Wall Street de Oliver Stone, había demostrado resultar algo más que una caricatura de un ejecutivo despiadado en la edad de los yuppies y los primeros teléfonos móviles. Era un retrato realista tanto como una premonición. Al fin y al cabo, más allá del histrionismo de la escena, ni siquiera el memorable speech que lo hizo célebre (“La codicia, a falta de una palabra mejor, es buena; es necesaria, funciona”, etc.) era original. La justificación del egoísmo, de los vicios privados, de la codicia tiene una larga progenie, encontrando en la famosa “fábula de las abejas” de Mandeville, a principios del siglo XVIII, uno de sus máximos exponentes.

 

Como los gobernantes que no ven más allá de las siguientes elecciones, los modernos responsables de la banca de inversión, convertida en un haz de “sofisticadísimos conglomerados hacelotodo”, decidieron asumir cada vez más y más riesgos. Como dijo una vez Chuck Prince, antiguo director de Citigroup: “Cuando la música pare, en términos de liquidez, las cosas van a estar complicadas. Pero mientras la música siga sonando, uno tiene que ponerse de pie y bailar. Aún estamos bailando”.

 

No era difícil prever que tarde o temprano el disco tocaría a su fin. Siempre fue así, pero mientras el guateque continuara nadie estaría dispuesto a ser el aguafiestas que se negase a atacar un nuevo bis, especialmente si cada nueva pieza era más excitante que la anterior. Si recordamos, en la mediocre aunque a estos efectos representativa Wall Street II, estrenada más de veinte años después, el propio Gekko añadiría oportunamente que la avaricia no sólo seguía siendo “buena”, sino que había pasado a ser “legal”. Sólo hay que echar un vistazo al ritmo en el que los sueldos de los ejecutivos se fueron elevando por encima del nivel medio de las retribuciones de los trabajadores para darse cuenta de cómo los primeros eran los menos interesados en encender la luz. Si entre 1940 y 1980, periodo denominado como “la Gran Convergencia”, en Estados Unidos, en parte a causa de unos impuestos altos y de las ganancias obtenidas por trabajadores cualificados, se redujo la desigualdad de los ingresos, después de 1980, la brecha entre ricos y pobres comenzó a ampliarse a ritmo acelerado. Coggan ofrece unos datos muy representativos a este respecto: si en 1990, el 1 por ciento más rico de la población percibía el 12 por ciento de los ingresos totales; en 2007 el porcentaje había ascendido al 17 por ciento”. Por su parte, si en 1973 un director ejecutivo promedio ganaba en Estados Unidos 27 veces más que la media de trabajadores; en 2005, la ratio era de 262. Visto desde otro ángulo, mientras muchas empresas se deslocalizaban y buena parte de la producción, en especial la consagrada a productos manufacturados, se trasladaba a las economías del mundo en vías de desarrollo, en Wall Street y el resto de plazas financieras, algunos se repartían enormes dividendos a golpe de ratón.

 

Los bancos se fueron volviendo cada vez más osados. Sus directores comenzaron a operar como crupieres de casino y antes de que nadie tuviese tiempo para decir “colapso” ocurrió lo inevitable, es decir, se desató el pánico. Todo había alentado en los años anteriores a seguir echando carbón a la locomotora sin importar que esta avanzase directamente hacia el barranco. Así, cuando se acabó el material fósil hubo que meter en el horno los asientos y cuando estos se hubieron consumido a los propios pasajeros, que eran naturalmente los que viajaban en clase turista. No en vano, cuenta Coggan, las empresas se habían acostumbrado a clasificarse “como depredadoras o como presas: si no se apoderaban de sus competidores, se arriesgaban a caer ellas en su poder. Una absorción exitosa permitía a los directores ejecutivos justificar un aumento salarial; ser absorbidos significa que estos directores ejecutivos perdían su trabajo”. De este modo, tras años de expansión de la oferta global de dinero, cuando la burbuja explotó incluso aquellas entidades “demasiado grandes para caer” demostraron ser gigantes con pies de barro y el denostado Estado tuvo que acudir, como el séptimo de caballería, al rescate. Las convicciones ideológicas, como recuerda el autor, fueron una vez más inmoladas “en el altar del oportunismo” y el mundo contempló atónito, literalmente en estado de shock, cómo un presidente republicano permitía que el gobierno pasara a ser accionista de los bancos como parte del rescate.

 

El panorama no podía resultar más desolador. Y una sensación de culpa colectiva se fue extendiendo como un océano de aceite. Tocaba expiar los pecados. Habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades. Sobre todo porque también del lado de los deudores se había actuado con pareja negligencia o, al menos, por decirlo más suavemente, haciendo gala de una ingenuidad imperdonable. Aunque Coggan no lo expresaría en estos términos, salta a la vista que pecaron, pecamos, de un exceso de fe en el sistema. La riqueza extra que había afluido en los años de prosperidad había exonerado a los baby boomers de la necesidad de ahorrar. “¿Para qué tener el dinero ahí quieto en el banco cuando el mercado inmobiliario engrosaba su patrimonio año tras año?”. Millones de ciudadanos en países como Estados Unidos, Reino Unido o los PIGS –expresión que el autor utiliza sin embarazo en más de una ocasión– se dedicaron a gastar más de lo que ingresaron gracias al endeudamiento de las tarjetas de crédito y similares. No así, ay, en la prudente Alemania, donde no hubo burbuja. Lejos de ahorrar para su jubilación, por ejemplo, una significativa parte de la población occidental, confiada en el mantenimiento indefinido del crecimiento económico, optó por vivir al día gastando el grueso de sus ingresos y viendo cómo su patrimonio “crecía” igualmente. Muchos no tardaríamos en recordar con pesar aquella humorada de Robert Frost: “Un banco es un lugar en el que prestan a usted un paraguas cuando hace buen tiempo y se lo piden cuando empieza a llover”. Y ahora arreciaba.

 

Coggan, en este sentido, trata a las personas como actores que actúan en busca de su propio y exclusivo beneficio, hasta el punto de llegar a tomar decisiones irracionales para el conjunto. Y si bien esto último es cierto, precisamente es ese carácter imprevisible de la conducta humana el que con frecuencia se ve disminuido en el análisis. El propio autor constata cómo el propio Isaac Newton, tras perder gran cantidad de dinero en la burbuja de los Mares del Sur de principios del XVIII, llegó a afirmar: “Soy capaz de calcular las trayectorias de los cuerpos celestes, pero no la locura de la gente”. Por este motivo, contemplar a los deudores como entes egoístas que tratan de rehuir su responsabilidad y a los acreedores como seres sin escrúpulos que tratan de cobrarse los riesgos por anticipado, a pesar de que en muchos casos tal imagen pueda resultar certera, no sólo supone adoptar una visión reduccionista sino maniquea y, especialmente, en lo que atañe al primer grupo, conlleva por abstracción olvidarse del drama de aquellos millones de ciudadanos dispuestos a dejarse la última gota de su sangre por afrontar las deudas contraídas, no ya sólo por mantener sus bienes o evitar la acción de la justicia, sino por un sentido del honor que el autor sólo parece apreciar en tiempos de Dickens, pero no en la voraz sociedad actual que apocalípticamente dibuja.

 

Como sea, más allá de este esquemático retrato de una hobbesiana lucha de todos contra todos, queda la constancia de que cuando la vía se acabó el tren desbocado cayó directamente sobre una trampa crediticia de proporciones desconocidas de la que fueron víctimas especialmente los países que habían crecido sobre una ilusoria prosperidad en la periferia europea. El dinero se había ido porque realmente nunca había estado. Aunque, como siempre, cuando la jarra tocó el suelo, algunos habían tenido tiempo para meterse unos billetes en el bolsillo del delantal mientras que otros ya no tenían ni jarra, ni leche, ni delantal. Pero sí deudas. Enormes. De por vida.

 

 

Austeridad y nuevo paradigma


El desproporcionado sector bancario de países como Irlanda, Grecia o España, pronto quedó en entredicho, por no decir que patas arriba. Tras el boom llegó el crack y al muñeco, hecho en Bangladés o Tailandia, no tardaron en vérsele las costuras. “Una economía poco competitiva marcada por constantes déficits de cuenta corriente; un sector público abotagado, y un alto índice de desempleo en el sector privado” produjeron, como recuerda Coggan, una subida vertiginosa de la deuda pública en relación el PIB. Tras remedar el esquema clásico de negación, ira y aceptación frente a estos problemas, las autoridades europeas tuvieron que intervenir. Había llegado la hora del rescate. O lo que es lo mismo, de la austeridad. Y aquí el autor, crítico con la forma en la que se permitió que se llegara a la presente situación, y pese a detenerse brevemente en el concepto de “deuda odiosa” acuñado por Alexander Sack, no puede sino avalar las medidas, aunque mal y tarde, adoptadas en la Eurozona para hacer frente a los problemas de liquidez y solvencia. Sólo con unos costes nacionales más bajos se podría mejorar la competitividad de los países infectados y esto implica necesariamente atravesar un periodo largo y penoso de austeridad y devaluación vía salarios –una “década perdida”, en palabras de Rogoff– que, en países democráticos generará, como de hecho está sucediendo, importantes oleadas de protestas. De cara a la sostenibilidad a largo plazo, apunta, está claro que cuanto antes se reduzca el déficit, mejor. Este pensamiento es el que parece alentar a los dirigentes europeos y a los integrantes de la “troika” quienes, por el contrario, no parecen haber ponderado debidamente, o al menos esa es la impresión que desprenden, un peligro que sí preocupa seriamente al autor del libro: que al subir los impuestos y recortar el gasto en un momento en que la economía mundial está débil, un gobierno “se arriesga a empujar la economía del país a una recesión” haciendo más pesada si cabe la losa de la deuda.  

 

Si a una ralentización del crecimiento, a una fiscalidad más alta, a un aumento de los subsidios (por desempleo o jubilación), le sumamos factores como el alza de los precios energéticos, la competencia con las economías emergentes o, de manera singular, el envejecimiento del mundo desarrollado, no es de extrañar que los gobiernos occidentales estén terriblemente nerviosos. Durante siglos las nuevas generaciones fueron más numerosas que las anteriores, con lo que podían hacerse cargo de las deudas de sus padres, pero por primera vez esto no es así. Más aún, llegamos a ese punto de inflexión no sólo sin haber hecho previamente los deberes sino, como la cigarra en invierno, con todas las asignaturas, especialmente las troncales, por recuperar: las matemáticas, la ética, el inglés, el mandarín…

 

Quienes esperen encontrar en Promesas de papel fórmulas para salir del actual atolladero saldrán decepcionados con la lectura de este libro. Claro está que algunas de ellas pueden colegirse de las duros zarpazos que suelta frente al cinismo, la rapacidad o la negligencia de banqueros, economistas, políticos y ciudadanos, pero el autor tiene bastante con trazar la genealogía de un desastre, echarse no sin motivo las manos a la cabeza y en último término levantar debidamente el acta de defunción de un modelo hasta ahora cíclico pero que da la sensación de estar periclitado. Nevermore. Un nuevo comienzo, en este sentido, sólo será posible no repitiendo los incesantes errores del pasado, oponiendo al frenesí, la confianza, al sálvese quien pueda la fe en las instituciones, empezando por un Estado capaz de mantener “el valor de nuestro dinero (o al menos, que impida que este se deteriore demasiado rápido), y que haga cumplir nuestros contratos de deuda en los tribunales de justicia”. Financiarse a sí mismo a una tasa razonable, convencer a sus acreedores, nacionales y extranjeros, de que sus políticas económicas son fiables, y promover que los contribuyentes tengan la capacidad de reintegrar las deudas son otras tantas recetas apoyadas en esta defensa de la ley de raigambre liberal que señala este reconocido comunicador. Dicho de otra forma: actúa de tal forma que puedas al final pagar tus deudas.

 

Un objetivo deseable, aunque proyectado al futuro, pues parte de las deudas actuales, no lo olvidemos, ya se paguen con dinero inflacionario, o con una moneda devaluada; ya se transfieran a otros gobiernos con mayor capacidad de pago; o den lugar, directamente, a una suspensión de pagos, no se pagarán. Llegados a este punto, casi podemos decir que la película no podía tener otro final. Que el auge y caída del imperio occidental sólo podía divisar este horizonte. “Si Reino Unido estableció los términos del patrón oro, y Estados Unidos, los de Bretton Woods, es probable entonces que los términos del próximo sistema financiero queden establecidos por el mayor acreedor del mundo”. Como tantas de las cosas que se venden en los supermercados occidentales esta reordenación fundamental del sistema económico internacional”, este nuevo orden, este paradigma, será made in China. Como escribiera no hace mucho el analista Robert D. Kaplan, en Monzón. Un viaje por el futuro del océano Índico (título publicado también en español por este mismo sello editorial): “China se está poniendo al día lentamente, pero lo bastante rápido como para alertar a los estadounidenses de que su periodo de dominio no es eterno”. O como dirían esos flamantes licenciados en finanzas por Harvard, Chicago o la London School of Economics: el dinero ahora está allí.

 

Claro que siempre conviene tener en cuenta, como el propio Coggan señala, la etimología de una palabra clave. “Moneda” (y también “money”, en inglés) provienen del epíteto de la diosa romana Juno: Juno, Moneta, la consejera y avisadora, “lo que constituiría un apropiado augurio para aquellos que confían demasiado en el valor del dinero”. El título de la obra, qué duda cabe, está más que justificado. Por eso mismo resulta tan desalentador que el autor, capaz de explicar de manera tan clara y amena la relación entre la deuda y el dinero, ofreciéndonos valiosas claves para comprender los graves desajustes del sistema financiero global, no haya querido elevarse siquiera por un momento sobre la perspectiva del homo economicus, para avizorar un futuro que sea capaz de vertebrarse sobre otros valores, a escala más humana. Aunque quizá este déficit quede únicamente del lado del lector (de este en particular), que incurriría así en pecado de lesa utopía. 

 

Decía Antonio Machado, que todo necio confunde valor y precio. Este último es el reino de los economistas, del papel salmón, del Breaking News; el otro, de poetas y filósofos. Y a estos, ¿quién los escucha?

 

 

Promesas de papel

FICHA DEL LIBRO.

Promesas de papel: El dinero, la deuda y un nuevo paradigma financiero.

Philip Coggan.

Traducción de Inga Pellisa.

El Hombre del Tres.

400 páginas.

ISBN: 978-84-940161-8-9.

PVP: 24€.

Fecha de publicación: abril de 2013.

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