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Mientras tantoDespués de los objetos

Después de los objetos


 

En el principio los parlamentos eran como escenarios donde actuaban los mejores tribunos que enardecían al pueblo e inspiraban a los poetas. En la Nueva España el último verboso que inspiró a alguien fue Rajoy a Umbral, a quien le gustaba el entonces opositor disertando en el Congreso. Quizá cuando el actual Presidente se marche de la Cámara, incluso antes de hacerlo, la retórica será como el mohicano de Fenimore Cooper, una última indígena cuya raza ha sido borrada de la faz de estas tierras. Allí en Nueva Inglaterra los culpables fueron los ingleses y aquí una decadencia cultural que más hubiera querido Mao para facilitarle su revolución. Ya no quedan tribunos ni poetas. No se lleva la oratoria ni el verso y hasta la simple palabra corre peligro pues, no sólo en los plenos patrios sino también en los extranjeros, los representantes españoles recurren ya a los objetos (y hasta a la gestión de residuos, igual que los Soprano), como las banderas y las camisetas, y las pegatinas y los carteles, y  los cascos o  los candiles, para expresarse. Hubo un tiempo (o tempora, o mores!), en que la verdad, o la mentira, había que buscarla en la esencia y la virtud de los discursos  y no en su sonido o en su apariencia. Después de los objetos viene el fuego y el sílex (una vez que algunos ya han comenzado a sustituir con regularidad las corbatas por los taparrabos), y uno ya ve la apertura de las sesiones al son de las trompetas y los tambores de Strauss y su Zaratustra, mientras en los escaños unos monos primitivos, excitados, se desahogan a golpes.

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