De Santa Cruz a Sucre (15 horas),
a la altura del retén Angostura, a 53 kilómetros de Samaipata y a 158 de Vallegrande, por la carretera vieja de Cochabamba, nuestra flota Bolívar se queja por la edad. Por cuarenta bolis, qué ni qué. Mientras el bus paga el peaje, docenas de ñoras se agolpan en los laterales del vehículo y berrean: ¡palta! ¡mandarinas! ¡charque! ¡cuñapé calientito! ¡agua, soda! ¡ungüento de coca! ¡comida llévese, señorita, para su viaje!
Mi acompañante de hoy es choven; lleva un polo celeste y cuando se ríe se le menea el pelo, derramándose a los lados. No cesa de mirar por la ventana: parece auténticamente asombrado por su propio país. Sonríe plácido cuando le ofrezco mandarina. La malla entera costaba cinco bolivianos: él lo preguntó.
El calor infernal cruceño había desaparecido a la altura del peaje y empezaba a sustituirlo una cadena montañosa repentina. El verde brillante de la selva se retrae en favor del verde oscuro, ese que le gustaba a mi madre para las faldas plisadas. Mucho más sobrio, dónde va a parar. Llega ya un poco de frescor. Menos mal que se me ocurrió subir la chompa, aunque en Santa Cruz pareciera sacrilegio.
Anochece ya. Se recorta el perfil de mi compadre sobre el verde favorito de mi madre. El reflejo de unas estrellicas en su nariz incaica me sacude las lumbares. Lo miro y él se lo dedica al firmamento, por el que parece guiarse y que le provoca algún que otro desvelo en forma de respingo casual, de a poco. Apoya la muñeca en la ventanilla en un gesto de romanticismo tardío, como sin querer. Chanchito, pienso, ternura infinita, susurro. Masca chicle de frutilla: me autoinvito al bucle de su mandíbula, poderosamente angulosa. Han aparecido mil millones de estrellas. La luz nocturna se distribuye por los contornos de su cara morena. Embelesada, no cacho que me mira, y ni me entero cuando pregunta: ¿qué escribes? Sobre ti, carajo.