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Destellos bolivianos (II)

 

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Conmadre


El cafecito aguado del terminal de bus de Cochabamba, que me templa las manos. Lo que me templa el espíritu es entrar a los baños públicos. No por ellos per se, sino por su trajín: he dejado de apreciar su olor intrínseco porque me embelesan las decenas de mujeres que los abarrotan tejiendo abanicos de melenas. Cepillan sin pausa su pelo eterno, exacto; de un negro concentrado, epicéntrico, cautivador. Lo pasean de un extremo a otro ladeando una mirada que no resiente los madrugones, acostumbrada a una vida áspera y bruta, ésa que pisa los charcos con los pies en chalas. Estructuran el cuero cabelludo simétricamente, con la precisión de un tajo en la ingle. Tarareo la tónica de algún inicio por soleares, que siempre me trae paz y conexión; me concentro en el vaivén de sus movimientos, busco ese negro, me arrimo al aroma; me arrincono para disfrutar la hipnosis de seguir las manos expertas manejando el azabache. Encuentro su mirada en el reflejo del espejo mugriento y granate. No sonríen: ¿será la disciplina de sus trenzas brillantes la esclavitud?

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