La inteligencia se puede definir como «la capacidad de analizar, comprender y resolver problemas de forma creativa». Pero entonces parece que sin la existencia de problemas no existiría ninguna idea. Estamos pues ante la importancia de la exterioridad y sus contingencias, a veces inhumanas, para la razón de los hombres. Además de probables factores hereditarios, la inteligencia tiene que ver con los sucesos que vivimos y con la habilidad que tenemos para afrontarlos. Para poder desarrollar nuestro pensamiento tenemos que vivir, y esto significa atravesar irregularidades reales fuera de la fluidez on line y la vida fácil que hoy se nos vende como panacea.
De ahí que el instinto algunos humanos sea el de empujarse a retos anómalos, a situaciones nuevas, no rutinarias, para obligarse así a desarrollar la inteligencia, precisamente frente a la incertidumbre y las sorpresas del afuera. Lo contrario es buscar la inteligencia fuera de la tierra, sea en Marte o en la realidad virtual, mientras aquí abajo confiamos en los expertos para todo. El prestigio actual de estos, que no tiene mucho que envidiar al de los antiguos sacerdotes, es el reverso de una desactivación de potencias personales, sensitivas e intelectuales, que difícilmente tiene comparación con ninguna otra época.
Lo que Aristóteles decía sobre la filosofía, insistiendo en que el asombro es su origen, vale para la inteligencia en general. Pensamos sobre lo que nos sorprende, lo que nos amenaza o capta nuestra atención. Inteligencia es ante todo capacidad de penetración, de infiltración. La famosa «adaptación» es a veces sólo un camuflaje, una actuación que hace parecer que estamos adaptados. Y no lo estamos. Simplemente permanecemos escondidos, a la espera de otra oportunidad. Esto suena un poco al estrés de la vida animal en el bosque. Pero tal vez existir es siempre algo parecido a sobrevivir en un bosque.
Evidentemente hay muchos tipos de inteligencia, algunos difícilmente detectables. Es cierto que la inteligencia tiene a expandirse y manifestarse en cualquier terreno. Pero debido también a esta apertura, difícil de cuantificar por un profesional especializado, las pruebas de inteligencia son discutibles. El mejor test puede equivocarse al ser la inteligencia algo tan fluctuante. Como a los amigos, a la inteligencia -mezclada siempre con cualidades morales- se la conoce en las dificultades.
Otra aproximación a la inteligencia la vincularía con la capacidad para empatizar con un entorno. Esto incluiría la posibilidad de crear conceptos a golpe de experiencia, improvisando en las contingencias diarias. Nuestra inteligencia dependería de la potencia para adaptarnos a las variaciones de un medio. Es probable que personas que han sido importantes en algún campo no tenga una biografía normal, sino que su vida haya estado marcada por diversas oscilaciones. En ellas, se habrían entrenado. La inteligencia dependería entonces de la curiosidad y la honestidad de hacernos preguntas; incluso, diría Blanchot, del coraje para ser amigo… de «lo desconocido sin amigos».
Es cierto que la inteligencia está relacionada con la capacidad de adaptación, de integrarse y sobrevivir en entornos cambiantes. Pero «adaptación» es un término ambiguo, pues hay muchas formas de encontrar un lugar en una situación nueva. Y está también lo contrario a lo que la palabra adaptación sugiere: la inteligencia para resistir, para esquivar, ocultarse y defenderse de las presiones que nos rodean. De ahí que Tiqqun, con cierto humor negro, llegue a decir: «Si la inteligencia fuese solamente la capacidad de adaptación, sería algo propio de esclavos».
Podemos suponer incluso que la inteligencia, al margen de nuestras obsesiones políticas, es independiente de la resistencia o la adaptación. Quizás está relacionada con la capacidad de abstraerse y tomar distancia con la media aritmética las situaciones. Pero si la inteligencia es esta capacidad para lo abstracto, para extraer datos implícitos y latentes, también en este punto resultará difícil de medir. Con frecuencia esa inteligencia serán inadaptada y torpes en un entorno medio o normal. Algunas cabezas poseen una extraña potencia de invención que rechaza instintivamente las explicaciones de segunda mano. Tienen una capacidad para lo nuevo y anómalo. Esta inteligencia tiene una íntima relación con la curiosidad -un poco infantil- hacia lo desconocido. Se trataría de un cierto valor intelectual para la indefinición, para ver caminos en el desierto y crear conceptos ex–nihilo, «desde la nada». Por esto no es tan extraño que, desde las normas habituales, algún profesor le diga a los padres de Einstein, de Camarón o Borges, que su hijo no valía para estudiar.
Recordemos aquella idea de Steve Jobs en Stanford: «Aunque tú todavía no lo sepas, hay algo en ti que lo sabe». La inteligencia no siempre es cerebral. Entre mil ejemplos, en las Cartas a un joven poeta, en apenas cien hojas y aprovechando el secreto de una correspondencia privada, Rilke es libre pensando porque lo hace tal vez con todo el cuerpo, con su entera experiencia.
Se da quizás la paradoja de que la sofisticada abstracción es un rasgo primario. Cada vez que pensamos radicalmente, lo hacemos con lo más primitivo de nosotros mismos, sin tópicos ni convenciones estándar. De ahí que Nietzsche comente: «Con frecuencia nuestro egoísmo no es suficientemente inteligente, ni nuestra inteligencia suficientemente egoísta».
No hay que descartar que pensar sea algo un poco amargo en cuanto a las facilidades que se venden al por mayor, sea esa ironía al estilo de Sócrates o al estilo de Onetti en «Bienvenido, Bob». Sea incluso un poco frustrada, al estilo de Fred (M. Caine) o Jimmy (P. Dano) en la maravillosa Youth de Sorrentino. Tal vez la vitalidad de la inteligencia le lleva instintivamente, por orgullo y exceso de fuerza, a ser jovialmente «pesimista» ante la pesadez y la inercia de las convenciones.
Como a los amigos, mezclada siempre con los sentimientos, a la inteligencia se la conoce en lo que ocurre de improviso. Y es difícil hacer una prueba de esas dificultades que vienen sin avisar… En todo caso, saber o ser culto –hoy en día cualidades bastante escasas– no significa ser inteligente. En Descartes y en cualquiera la inteligencia depende, más que de la erudición del experto, del saber común del hombre de carne y hueso, del genio –en varios sentidos de la palabra– para pensar a partir de intuiciones elementales.
Hoy y siempre, las situaciones y las personas pueden ser algo muy complejo. Toda inteligencia practica la abstracción: toma distancias y selecciona datos; olvida un amasijo de factores para escoger sólo unos pocos que puedan ser significativos. Seleccionar lo principal y eliminar lo secundario: pensar no se puede separar de un arte de la esgrima. Hay ciertas situaciones que requieren mucha abstracción para entenderlas. Con frecuencia nuestros conceptos no serán lo suficientemente abstractos para pensar esa rareza de lo concreto. De ahí que, por instinto, pensar «en abstracto» sea algo propio de seres humanos elementales, precisamente pegados al terreno: seres que intuyen algo distinto en las situaciones. Las diversas capas del «aquí y ahora» es algo que los profesionales formados en la seguridad de una escuela no siempre captan.
Casi todos los creadores, de alguna manera, son personas que no han olvidado una cierta potencia intuitiva. Pensadores muy distintos coinciden en que, cuando pensamos algo verdaderamente nuevo, lo hacemos con los más atrasado de nosotros mismos. Para extraer nuevos datos de un caso hay que pensar mal, de manera anómala.
Esto está relacionado quizás con el enigma de la inteligencia animal. Hay animales, no sólo los simios o algunos temibles depredadores, que son diabólicamente inteligentes. Y esto no depende sólo del tamaño del cerebro, una de nuestras obsesiones, sino de mil factores difíciles de evaluar. La inteligencia animal puede estar potenciada por el peligro, el instinto y los sentidos. Algunos animales sienten que algo va a ocurrir, capacidad que nosotros tenemos un poco atrofiada. Los animales suelen detectar un terremoto o un tsunami –el desastre que somos los humanos– y huyen. Mientras nosotros aún no hemos notado nada, como en la fábula del Titanic.