El patio es un espacio privado bajo un árbol enorme que nos nos pertenece pero nos provee sombra. “Allá, usar carbón para el asado…se hace, pero es considerado casi como un delito” nos dice el argentino, mientras explica las diferencias entre el BBQ y la pasión de los gauchos por la carne: “En casa, mi madre era la que hacía los asados”.
Alguien que nunca hemos visto antes dirige la parrilla. Habla castellano, con ligero acento americano. Coloca los hotdogs y las salchichas mientras el fuego ataca la carne. “Eso no” –señala el argentino– «El fuego necesita estar controlado bajo la parrilla, muy cerca de las brasas de la leña. Eso es un BBQ, no un asado”. Nos convence de que un asado solo se puede llamar así si se hace con leña y la carne toma un poco más de dos horas para estar lista. Y nos imaginamos lo mal que le sentaría ver cocinar a un parrillero peruano, donde la materia prima es una bolsa de carbón y las llamas saltan al ataque cada dos por tres, mientras le sobamos el aderezo a la carne.
Hemos venido caminando por las calles aledañas. En los edificios cercanos hemos visto varios patios privados como éste, inundados de parrillas, una pegada a la otra: cocineros, sus familias y amigos compartiendo el calor del humo con la tibieza del clima. Sentados en las gradas de sus edificios, invitándonos a pasar. La música suena muy bien. Esta es una calle de Brooklyn desde donde no se puede ver el Empire State, pienso. Miro sobre unos árboles donde creo que debería de estar Manhattan. No lo veo. Bedford es el nombre de la estación. Hay un supermercado en la esquina donde podríamos comprar papitas si faltara comida.
Sin embargo, la carne sobra. Nuestro vino de Mendoza se une a otras botellas que nos miran vacías horas después, cuando cae la noche y la hielera en el centro del patio no nos ofrece cerveza. Bailamos salsa, bailamos merengue. Conversamos sobre el cable submarino que traía las noticias desde Europa y unía a París con Lisboa y con Buenos Aires. Un pedazo de alambre que solo traía ocho palabras, con las que los reporteros en el sur armaban la noticia para el diario. “Por algún motivo, a Colombia no llegaba el cable. Se iba hasta Lima y luego a Valparaiso, por el sur se juntaban los dos cables que venían por el Atlántico, el que era controlado desde París, y por el Pacífico, controlado por los Estados Unidos”. Un poco después, aparece la oscuridad y se aparecen los mosquitos.
Esto somos los Estados Unidos, gente reunida que se empieza a reconocer en las historias del fútbol. Una polaca nos dice que su país tiene un equipo terrible, que no pudo ganar en un grupo clasificatorio donde la tenía bastante fácil. «Solo una vez he llorado por un partido de fútbol. Tenía 9 años y Polonia nos metió 5 goles y nos sacó del mundial de España» dice un peruano que toma cerveza Big Daddy. Lato, la pesadilla del fútbol peruano. La polaca dice estar un poco harta de los comentarios políticos de Tomaszewski en la televisión: el arquero que se volvió héroe sacando a Inglaterra del mundial del 74. El colombiano menciona la historia del brasileño que tapó contra Uruguay en el Maracanazo. De algún modo todo el país lo acusó por aquella derrota y terminó de vigilante en el estadio. Cuando supo que iban a renovar el estadio y tirar todo abajo, pidió que le entregaran los palos del arco donde se definió el resto de su vida aquella tarde en 1950. “Se los llevó a su casa y quemó los palos”.
¿Habrá matrimonio en Colombia? Todo parece indicar que el invierno será mejor en Villa de Leyva, la ciudad colonial donde el colombiano se nos casa. Por ahora, lo más importante es el mundial. Claro: aterrizar en Río y llegar hasta Salvador, tomar el café de otra manera, como los locales, ir a ver un par de partidos. Hay que vivir la fiebre que empezará cuando el colombiano termine de juntar los cromos de Panini: esa pasión desarrollada entre correcciones de examenes y lecturas para las clases del doctorado. Un mexicano discrepa de mis gustos por Villoro: “todo lo que escribe parecen Tweets”. “Yuri Herrera es bueno”, me dice. Y recuerdo que uno de los libros de Herrera debería de llegar esta semana a la casa, vía Amazon.
“No hay españoles”, me dice el colombiano, en un descanso de la conversada sobre fútbol. Y de pronto, como si fuera un descubrimiento, se nota más que antes su ausencia: faltan sus voces. Casi todos han volado hacia Europa ni bien terminó el semestre. Tal vez ahí se marca una distancia terrible entre lo que es España y somos los latinoamericanos viviendo en esta ciudad ¿Facilidad de escapar? ¿Necesidad de estar lejos apenas se corta el único vínculo que los conecta a lo americano? Durante el largo semestre siempre hemos escuchado las zetas de Zaragoza, los tonos graves del castellano pronunciado en el País Vasco, el canto gallego, la tonada de los catalanes y los valencianos. Es un grupo grande el que se ha reunido esta tarde y ni rastros de la península que nos convoca. Hoy se han marchado todos.
La venezolana que acaba de llegar esta tarde de una conferencia en Chicago, no puede irse –así quisiera– a Caracas. “Ahora las aerolíneas dicen que no te pueden asegurar si cumplirán con la fecha del boleto de regreso. Por culpa de unas restricciones del gobierno. No me puedo arriesgar a perder el semestre”. Se escuchan más acentos argentinos, voces chilenas, “Cuando estuve en Nueva York la primera vez, terminado el semestre, regresé a Buenos Aires, desesperada”, dice una argentina. “Yo estuve ocho años sin poder volver” dice un peruano. Y claro que 8 años sin ver a tu país te enseñan muchas cosas (y te hacen perder otras tantas). “Una vez conocí a un salvadoreño en un autobús en San Francisco que no veía a sus padres en 13 años”, dice otro.
La conversación me trae el recuerdo del profesor Alves, en un seminario de medio semestre, hablando de “la estranheza” en los poemas de Camoes (¿por dónde viene la conexión, Sigmund bróder? ¿solo la palabra?¿Somos tan extraños quienes bailamos en este patio con sombra? Todos conversamos de tantas cosas que al parecer nos acercan. Y sin embargo, también hablamos mucho de alejarnos. Irnos, marchar, no volver. Nos despedimos de Nueva York con cada historia que nos remonta a otros lugares donde estuvimos. Como si entendiéramos que liberados de la carga académica, del peso del trabajo, nuestros recuerdos son mucho más pesados y nuestra tierra –que no será jamás ésta– nos llama.)
Y donde había un solo peruano, hubo dos peruanos. Entonces los nombres propios empezaron a sonar muy familiares “Oye, se murió Fritz Dubois” dice uno. Y el otro: “ni enterado”. Dubois, el cuestionado director de El Comercio, empresario de ideas muy de derecha, poco más de 50 años, de un ataque fulminante. Dos norteamericanas, sentadas en sillas al borde del patio, bajo la sombra del árbol, conversan acerca de Machu Picchu. Hablan del mal de altura, de la necesidad de aclimatarse antes de tomar el tren, de no hacer lo que hizo una de ellas: correr y comer mucha grasa la primera noche cusqueña.
No hace tanto calor aún. Se puede respirar entre el humo de la parrilla y la brisa que viene y va entre las sillas. Nos terminamos los platos servidos, las fuentes en las que cada uno ha traído algo para compartir. De vez en cuando se nos escapa alguna mención a eso. «No menciones eso» decimos todos. Y todos sabemos lo que «eso» significa. Y de todos modos, algo hablamos también de aquello: de nuestra calidad de zombis haciendo lo que debería de hacer un estudiante de un doctorado de letras hispanas para cerrar el semestre. Un argentino recomienda dos restaurantes en Nueva York: el Buenos Aires en Manhattan y El Chivito de oro en Queens. «El chivito es uruguayo y sigue clavado en los años 70s. Yo entré y mi memoria me llevó de golpe hacia mi infancia. El Buenos Aires de Manhattan también está muy bien».
Sin embargo el verano que comienza en Newyópolis lo que más parece prometernos son los viajes: una muchacha tímida de Connecticut ya debe de estar camino a Dublín, una profesora que ama el fútbol no ve las horas de subirse al avión y ver el mundial en Varsovia. Otros mencionan a Santiago, a Lima, al DF, a Bogotá. Todos viven el principio del verano en Nueva York, pensando en sus destinos de fin de curso.