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Desventuras de la pobre Chon

Este texto corresponde a la novela por entregas La Privada Moderna

Capítulo 16  Más desventuras de la pobre Chon

Chon había sido nacionalista de toda la vida. En la República lo había pasado mal y fue almacenando odio y acumulando agravios. Por eso, cuando el glo­rioso acontecimiento, ella se tomó la revancha. Aquel día de julio bajó al puerto antes del alba. Se tomó una taza llena de aguardiente con unas gotas de café. Esco­gió unas cajas de sardinas para que se las asaran para el almuerzo que tomaría hacia las siete de la mañana. No quería cargar el estómago. Por eso no le añadió su habitual docena de huevos fritos con tocino. Aunque nacionalista, tenía algunas costumbres anglosajonas. Como, por ejemplo, bostezar y otras parecidas liberta­des. Cuando la Chon se estiraba, si había amanecido había eclipse y si no cambiaba el orden de las estrellas llenando de confusión a los marinos mientras se repa­raba. Cierto que los barcos alemanes ya tenían noticia de ello, pero los ingleses y franceses se desesperaban.

Cuando llevaron el aviso a la Chon de que el alza­miento había estallado, se subió a una pila de cajas de pescado vacías y lanzó un impresionante rugido que hizo que todos lo estibadores de la UGT, CNT, FAI y afines se lanzaran al mar y aún hoy es el día que conti­núan nadando. A no ser que vuelvan a reclamar dere­chos pasivos y el patrimonio sindical, que, evidente­mente, les habían de disputar los de Comisiones cuan­do nacieran y no digamos las/los Nosotras podemos. Por eso, en el puerto de aquella ciudad no hubo realmente enfrentamientos. La Chon se convirtió en la Corleone del puerto. ¿Qué digo? En la hermana del jefe de Marlon Brando de la Ley del Silencio aun­que sin palomas. La verdad es que era una mujer de pocas palabras.

Ella se sentaba en cuatro banquetas y decidía con el pie qué barcos se descargaban y cuáles no. Asimis­mo, ella establecía el orden de carga de los camiones que iban con el pescado «a la fecha» a la capital. Es de­cir, los que tenían que llegar con el pescado fresco y cargado de hielo en veinticuatro horas a la puerta de Toledo. ¡Ay del camión que por cualquier causa no lle­gase! Por eso, como solían ir dos conductores por ca­mión para turnarse, hubo alguno que tuvo que hacer de palier, o de diferencial o de cigüeñal, si estos fallaban. Y no fueron pocos lo que se enrollaban y hací­an de ruedas cuando las siete de repuesto que llevaban se habían pinchado. En aquellos tiempos, después de la guerra, ir a la capital por carretera era una proeza porque los rojos, al retirarse, habían dejado las carrete­ras llenas de clavos y, lo que es peor, torcidísimas, lle­nas de curvas y con puentes de través. Se necesitaron doce siglos para ir enderezándolos.

Chon también se ocupaba de los «retornos». Y unas veces era harina, otras, espías disimulados, y las más, chatarra para embarcar con incierto destino aun­que no desconocido. Lo de incierto era porque salir sa­lían los barcos, y la carga iba asegurada pero casi nunca llegaban. De ahí surgió la leyenda o rumores de que la Chon y un cierto banquero balear pero que «funcionaba» en El Palace de Madrid habían tenido algo que ver. En el buen sentido se entiende. Ya se sabe que ese señor, en eso de las mujeres, era escrupuloso y muy mirado. Hombre, no tanto para la «financiación» y «aseguramiento» de los barcos cargados de wolframio… o de arena. Estos últimos iban bien asegurados porque el chivatazo a los contrarios funcionaba siempre. ¿No iba a funcionar si, con la antelación suficiente, un agente del banquero avisaba a los «supuestos recipiendarios del wolframio» por donde iba a navegar, la ruta y el punto detallado el barco, ya pagada la mercancía en Suiza, sí, la de siempre, que en realidad iba cargado de arena. Y con los otros hacia, de vez en cuando, otro tanto. Parece que los de los submarinos de uno y otro bando eran tremendamente eficaces. Ah, y no se olvide que un banco que dependía de un entramado en un paraíso fiscal que estaba, como quien dice, a la vuelta de la esquina … era el encargado de «asegurar» a unos y a otros… en una empresa de Suiza. Sí, la misma. Y ahora vienen estos, unos y otros, a contarnos historietas de paraísos fiscales. Es que es para m… y no echar nada. Pero lo de que el tal banquero, antes de firmar cualquier contrato (imagino que leonino) subía a una habitación que tenía siempre alquilada en El hotel Palace y con una suripanta, lumia o entretenida que hacía calceta mientras esperaba a que el banquero subiese para que le hiciese un alivio, así como estaba, de pie y sin desvestirse…antes de firmar un contrato… bueno lo de contrato, habría que ponerle comillas. Al menos así lo cuenta uno de sus biógrafos a los que no pudo acallar con wolframio mezclado con arena. Y como por entonces no había cremalleras para pretinas pues la coima lo abotonaba y volvían ella a su calceta y él a sus finanzas.

Lo de lo submarinos alemanes surtos de incógni­to en puerto también dependía de la Chon, o, al menos, ella era un importante eslabón de aquella cadena en la que también figuraba Gonzalo Fontela. Sí, el hermano de Lily, aquel que paseaba a los contrarios al amanecer y los dejaba literalmente con los huevos en la boca, y que, años más tarde, había de aparecer el pobre de se­mejante guisa en una cuneta. Era tan burro que, des­pués de un paseo, se iba afeitar a la peluquería y, sa­cando un reloj o una pitillera de plata, le decía ufano al barbero «El dueño de esto aún tiene calientes los hue­vos». Y se reía el muy necio.

Lo cierto es que la Chon imperaba en el puerto y fue siempre muy patriota y muy dolida de haber naci­do mujer. Ella hubiera querido ser caballo. Lo que la perdía era el genio. O el temperamento, como ella de­cía. La Chon casi no hablaba. Pero cuando se incomo­daba… Un día había acabado de descargar a los pes­queros y se suscitó una pequeña discusión entre dos camioneros y otra remitente que no tenía los antece­dentes muy claros. Por si sí o por si no, el caso es que ésta, no se sabe por qué, aunque con muy mala idea, le gritó a la Chon «¡Te voy a llamar lo que nadie te lla­mó!» La gente enmudeció. El mar se retiraba. Los bar­cos quedaban escorados como gaviotas con un ala rota. Los camiones se subieron a los cables de la luz, como en una partitura de golondrinas. Las cajas de pescado, que estaban apiladas por millares, se conmovieron y formaron un gigantesco Yugo con las flechas flanquea­das de una Svástica monumental y la Concha de San­tiago vistos de perfil.

Sea de ello lo que fuere, la Chon tomó todo el aire que pudo con sus chatas y casi aindiadas narices, pro­vocando más de una lipotimia entre los circunstantes, mientras ponía los brazos en jarras ocasionando el des­carrilamiento del ferrocarril de Vigo a la capital, por un lado, y un corrimiento de montes en la Penín­sula de Morrazo, por el otro. Que aquí habría mucho para contar, pero basta por hoy que tengo que oír el «parte» en la radio …¿en qué estaría yo pensando si lo que voy es a cualquiera de las teles a ver sus diz que informativos desde su piscina azul y su ambiente de cabaret, saliendo y entrando personajes inverosímiles a los que uno casi se espera cantando lo de «Compre usted nardos, caballero si es que…» Me he salido algo del plató de variedades, Ay la Gámez y sus legiones.
Entonces, estalló la voz suicida de la remitente ro­ja, «¡Mujer honrada!»

Lo dijo con tal odio, con tal fuerza, con tal despe­cho que se le saltó uno y salió disparado hasta las islas Cíes, ese es el origen de la playa diz que de los alemanes, pero, en realidad, debería llamarse de la Chon. Esta es la historia del misterioso torpedo que produjo tal marejada que hundió un convoy americano duran­te la guerra y que hasta ahora traía locos a los del Pen­tágono.

Todos miraron hacia la Chon. A lo lejos, mugieron las vacas indias y se escuchó el bramido de los toros de Guisando. La leche se les retiró a las mujeres que esta­ban criando. Una cochina parió pentallizos. Las nu­bes se arremolinaron y el sol se metió por el ombligo del Budha de Rasmachinaputra.

En aquel silencio, la Chon lanzó un rugido, un gri­to, un trueno que retumbó en las montañas Rocosas e hizo salir a los indios de sus reservas y extenderse por las praderas. Por eso, los americanos tardaron tanto en entrar en la guerra, aunque lo mantuvieron en secreto.

Se oyó también el eco del retumbar de los cosacos del Volga que, atolondrados, cargaron con los caballos y llegaron a los Urales. Pero allí no les había llamado nadie y tuvieron que seguir hasta Siberia dando lugar así a uno de los primeros capítulos de la ópera omnia de Soljenithzin.

Después… no hubo nada. Todo volvió a su cauce. Nadie se atrevió a comentar nada. Se lavaron las me­morias, se las puso en remojo con salmuera, se las pasó por varias aguas con aguarrás y lejía. De ahí que en los libros de historia no figuran todas estas noticias que yo os cuento.

No. Entonces, no llovió. No se atrevió el cielo y se llevó las nubes cerca de Las Malvinas, de ahí lo que habría de suceder después con aquel Secretario de Estado gringo que había cruzado el Atlántico seis veces seguidas en dos días sin reponerse.

José Carlos Gª Fajardo. Emérito U.C.M.

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