Tenía pensado escribir sobre la Fundación Antonio Gala, pero al final no lo voy a hacer. No fui a la presentación de un libro a la que pensaba ir, así que prefiero dejar el tema para otro día. Cosas que pasan. Como cambiar de planes ante la posibilidad de irme de cervezas.
En mi opinión, tuve suerte cuando mi amigo aceptó mi propuesta sin haberlo avisado con tiempo. Pero últimamente leo por todas partes que eso de la suerte es una patraña. Por lo visto, todo suceso es el resultado de los anteriores; cualquier decisión determina nuestro futuro, aunque nos resulte insignificante. Y ahora temo las consecuencias del giro alcohólico que di aquella tarde.
Según la doctrina determinista, todos los acontecimientos futuros son predecibles a partir del presente. Puesto que todo tiene una causa, puesto no existen sucesos azarosos, se puede pronosticar el futuro en función de nuestras posibles decisiones. Es decir, un determinista, cuando iba de camino a la presentación del libro, me habría parado y me habría dicho que adónde iba. «Es viernes, tu amigo va a responder y, cuando os veáis, dejaréis la literatura por los bares», diría armado de razón. Con su determinante intervención, quién sabe, igual habría disfrutado del primer sorbo de cerveza antes. Pero no tuve esa suerte, o no me la trabajé. ¿Acaso existe el azar?
Entregado a estas reflexiones estaba cuando, por desconectar, empecé a leer Noche de tahúres, de Raúl del Pozo. Pero me encontré con la siguiente afirmación: «La palabra azar carece de sentido y fue inventada para expresar la ignorancia de la humanidad sobre ciertas cosas». Ahí está: no fui afortunado, sino ignorante. Qué sorpresa.
Por no perseverar en mis defectos, profundicé en el asunto (Wikipedia) y comprobé que hay dos tipos de determinismo, el fuerte y el débil; si bien el primero no contempla la existencia de sucesos azarosos, el segundo no descarta que se produzca alguno de vez en cuando. Se ve que un sector doctrinal se fue relajando. Por salud, imagino, porque menudo estrés. Creer en la suerte nos permite cederle la responsabilidad a un ente abstracto, que siempre resulta liberador.
Días después, enfangado en mis obligaciones, volvió a asaltarme el objeto de mis tribulaciones. Según la Ley de Régimen Jurídico del Sector Público, «no serán indemnizables los daños que se deriven de hechos o circunstancias que no se hubiesen podido prever o evitar según el estado de los conocimientos de la ciencia o de la técnica existentes en el momento de producción de aquéllos». Toma ya: al parecer, la Administración es tan determinista como consciente de nuestras limitaciones, lo cual le ahorra algún dinero.
No fue la última vez que me crucé con la suerte, pero sí la última que le hice caso. He tenido suficiente, y he forzado una conclusión: puede que todo tenga una explicación, pero vivir buscándola es un engorro. Por eso viene bien aludir a la suerte de vez en cuando, con o sin razón. ¿O alguien prefiere llamar consecuencia lógica de una serie de sucesos a una grata sorpresa?