Chaplin es el cineasta más famoso del mundo
François Truffaut
A pesar de que, como confesó con posterioridad, si hubiese sido consciente de los horrores de los campos de concentración no hubiera rodado El gran dictador (The Great Dictator, 1940), nadie duda que no pudo haber mayor y mejor venganza, aunque según André Bazin fuera por el hecho de que Hitler le robara el bigote a Charlot, que la planeada por el cineasta Charles Chaplin contra el inefable dictador alemán, máximo responsable de un de los episodios más vergonzosos del siglo XX.
Cuando en la secuencia final de la película, el protagonista, un barbero judío que por un juego de equívocos ha suplantado el lugar del dictador Astolfo Hynkel, debe proclamar un discurso para arengar a la masa nacionalsocialista se consuma la venganza y entonces ya no es el personaje, sino su autor, el propio Chaplin, quien espeta un discurso –es la primera vez que articula uno inteligible frente la pantalla- que apela a la solidaridad, la tolerancia y el humanismo. El yo del autor toma la palabra, se sitúa en primer plano, despojado definitivamente de máscaras. Es un gesto definitivo y desde el punto de vista histórico trágicamente profético -tal vez de otra forma no nos hubiésemos lamentado de que el cine, en palabras de Jean-Luc Godard, se hubiese traicionado a sí mismo al no asistir al horror de los campos de concentración-.
En esos instantes, evidentemente, el popular Charlot ha quedado atrás y se pone de manifiesto que seguramente no haya un cineasta donde la interrelación entre el propio autor y la obra sea mayor, aunque si cabe considerar la obra de Chaplin como extremadamente autobiográfica, no hay que hacerlo de un modo literal, sino teniendo en cuenta la relación que entre creador y criatura se establece dentro de un contexto histórico -ejemplo de El gran dictador– y un contexto cinematográfico -ejemplo de Luces de la ciudad (City lights, 1931)-.
Es en esta última película, rodada intencionadamente de forma silente a pesar de que el cine sonoro está en pleno auge, cuando Chaplin decide en un gesto cargado a la par de patetismo, conmiseración y dignidad sacrificar al personaje mítico detrás del cual se ha camuflado, detrás del cual se ha convertido en el más grande de forma anónima. Entonces decide que ante la aparición del sonido, Charlot, tal y como sugería Víctor Erice en un maravillosos artículo, debe desaparecer porque si hablara su relación con el público cambiaría sustancialmente, perdería su carácter abstracto y universal. De nuevo en la escena final, tras el rostro del personaje del vagabundo aparece su creador, ahora no para ajustar cuentas con Hitler, sino para despedir al icono cinematográfico más popular del siglo.
Saber si es posible hablar de Chaplin sin hacerlo de Charlot se plantea como una cuestión difícil de resolver ya que desde un principio la imagen de la pantalla se impone y de ella se nutren nuestros recuerdos -como diría Borges, citando a su padre, los recuerdos son una rememoración de imágenes prolongadas perpetuamente-; recuerdos que tienen, en este sentido, como protagonista al mito más grande que haya producido el siglo XX. De forma que la batalla está desde el principio perdida, cuando te enfrentas a una presencia caracterizada por unos enormes zapatos, un bastón inseparable, un adherido y recortado bigote y un sombrero en forma de hongo. Resulta entonces paradójico que debido a tu propia creación el que tal vez sea el cineasta más importante de la Historia del cine vea como la valoración y el conocimiento de su obra no se correspondan con la importancia que como artista conviene otorgarle. Un desconocimiento que por ejemplo hace que la primera aparición de Chaplin en la pantalla, un mediometraje titulado Charlot periodista (Make a living, 1914), se incluya dentro del ciclo de “películas de Charlot” cuando en realidad no está protagonizada por el célebre vagabundo, sino por un personaje caracterizado como un lord, con un sombrero de copa y unos grandes bigotes.
Será en la siguiente aparición en pantalla, titulada Carreras sofocantes (Kid auto races at Venice, 1914), cuando Chaplin aparezca bajo el aspecto que prolongará 25 años y que está inspirado en un traje de vagabundo que utilizaba en la compañía teatral Karno y que según su propio creador es un trasunto del hombre de la calle, con ese esfuerzo por parecer digno, elegante, seguro de sí mismo y descarado, pero a la vez un punto ridículo y patético. Esa actitud queda reflejada perfectamente en la secuencia de la carrera de coches infantiles, un simple telón de fondo para que Charlot se presente al mundo.
Con la excusa de que se está rodando un reportaje de la carrera, Chaplin introduce un gag haciendo que Charlot se interponga frente a los reporteros. Sin embargo no sólo es eso, hay algo más. En realidad, el personaje, el mito está naciendo allí mismo ya que el creador ensaya los gestos, las muecas, los movimientos que caracterizaran posteriormente a la criatura. Finalmente, un osado primer plano enfrenta al espectador con, ahora sí, Charlot, quien mirando directa y fijamente a la cámara -de nuevo Chaplin detrás de su creación- le dedica una especie de mueca cómplice. Ha nacido el mito.