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Detroit, esperanza entre las ruinas

 

Cada año son exhumados alrededor de trescientos cuerpos del cementerio de Detroit y una procesión de restos humanos marcha destino a alguno de los camposantos de las ciudades que componen el condado de Wayne. Dicen que aquellos que en algún momento han vivido en la ciudad, o sus descendientes, creen que esta ya no es un buen lugar ni para los muertos.

       La primera vez que visité Detroit, hace unos cinco años, me invadió la sensación de caminar por el escenario de una película post apocalíptica. Detroit era escenario (figurado, la cinta se rodó en unos estudios en Texas) de uno de los filmes distópicos por excelencia, Robocop, el éxito de los ochenta dirigido por Paul Verhoven. Sin embargo, lejos de ser un set de filmación, Detroit es hoy real.

       Su historia es la del auge y caída del capitalismo, sistema económico abrazado por todas las sociedades desarrolladas cegadas por una luminaria que impide ver su lado oscuro y cruel, y cuyas cenizas se esparcen a los cuatro vientos en este desierto de asfalto, rascacielos y grandes factorías abandonadas. Sus esqueletos, imponentes ante la mirada del visitante, se erigen como símbolos de que, aquí sí, cualquier tiempo pasado fue mejor.

       En los albores del siglo XX, Detroit fue bautizada como el París del Oeste debido a la magnificencia y belleza de su arquitectura, resultado también de otro de sus sobrenombres, Arsenal de América, cuando sus fábricas abastecían las necesidades del imperio que salió victorioso de ambas contiendas mundiales. Eran los años cincuenta y la industria automovilística, santo y seña del estado de Michigan y de todo el país, constituía una suerte de gallina de los huevos de oro que parecía inagotable.

       Pero lo era. Junto al drama económico, el social y, en los convulsos años sesenta, la ciudad ardió como la pólvora a causa del odio racial. Nada invita a la esperanza en la ciudad más pujante de uno de los estados más golpeados por la cara mala del capitalismo. Pero, Detroit, como el ave Fénix se resiste a resignarse a su suerte. La ciudad del Motor (otro sobrenombre) ha sido capaz de reinventarse cada cierto tiempo. Algo que se debe, fundamentalmente al orgullo de sus ciudadanos. Y ahora, algunos, están empeñados en protagonizar este renacer.

 

La huella de la historia

Alumbrada como punto comercial a finales del siglo XVII, fue en 1701 cuando un ambicioso oficial francés llamado Antoine de la Mothe Cadillac fundó un enclave fortificado que llamó Fuerte Pontchartrain du Détroit, haciendo referencia a la orografía del terreno. Detroit es el nombre del río que separa a Estados Unidos de Canadá y, en el original francés, Détroit, significa estrecho. Allí se unen el Lago Sainte-Claire con el Lago Erie. Muchos años después, muchas guerras también, primero entre ingleses y franceses, de las que los primeros salieron victoriosos para enfrentarse luego con las tribus indias que poblaban aquellas tierras (ottawas, hurones y potawatomis) y de las que no hace falta decir quién fue el ganador; el apellido del fundador dio nombre a la división de vehículos de lujo del gigante de la automoción General Motors, los míticos cadillacs.

       La gran historia de la ciudad comienza con el desarrollo industrial. En 1900, la habitaban apenas un cuarto de millón de personas. A mediados de siglo pasado, la población superó los dos millones. El milagro corrió a cargo de la industria automovilística. En 1896, Henry Ford construyó su primer automóvil en un taller alquilado de la Avenida Mack, y en 1904, salió a la calle el primer mítico Modelo T.

       El monocultivo de los coches daba sus primeros pasos que siguieron otros pioneros como William C. Durant, los hermanos Dodge, y Walter Chrysler. Las fábricas necesitaban mano de obra y la ciudad se convirtió en destino de trabajadores que llegaban a Grand Central Station desde todos los puntos del país, especialmente muchos de los inmigrantes que poco tiempo atrás habían puesto sus pies en Estados Unidos.

       Ford, además de fundar una nueva industria puso en práctica una de las máximas capitalistas: el gran patrón sabía que su producto debía de generalizarse y los mismos trabajadores que fabricaban coches serían, en algún momento, posibles compradores. En 1925, la planta de Higland Park, hoy un simple esqueleto con ventanas tapiadas, era capaz de producir 9.000 vehículos al día. La planta de River Rouge situada en el suburbio de Dearborn era en 1932 el complejo industrial más grande del mundo con un tamaño que doblaba en dos veces y media al Central park de Nueva York y empleaba a 100.000 personas. El sistema de producción en cadena despertó incluso la admiración de la Unión Soviética situada entonces en los antípodas ideológicos del modelo capitalista.

       No deja de ser llamativo que fuese precisamente un comunista, el pintor mexicano Diego Rivera, el que dejara constancia de la revolución industrial vivida por la ciudad. Sus murales del Instituto de Artes de Detroit y los que pintó en varias de las fábricas de Ford (encargados por Edsel Ford, hijo de uno de los capitalistas más ricos del mundo) constituyeron la plasmación de aquel sueño donde el sistema de producción en cadena daba sus frutos, pero, a su vez, se cobraba unas víctimas: los obreros cosificados como los mismos automóviles que producían.

 

 

       Con el desarrollo empresarial comenzó también la lucha obrera (con todas las reservas que hay que ponerle a este concepto tratándose de Estados Unidos) espoleada en buena medida por la Gran Depresión de 1929. El activismo laboral trajo amargas luchas que encumbraron a líderes legendarios como Jimmy Hoffa o Walter Reuther. En 1932, miles de obreros desempleados marcharon hacia la sede de la Motor Ford Company provocando unos disturbios en los que murieron cinco personas. Tras la tormenta llegó la calma y con el paso de los años, los trabajadores consiguieron unas condiciones envidiables (al menos en lo salarial) y que, a la postre, en los años setenta y ochenta, se convertirían en otra de las causas de la muerte de la ciudad a unir al pecado original de vivir en un monocultivo industrial.

       Cada vez más automóviles y cada vez más caros, pero que, sin embargo, podían permitirse unos trabajadores privilegiados gracias al poder de un sindicato, el United Auto Worker (UAW), presidido por W. Reuther. Tal era el poder del lobby de la automoción que si alguien quería optar a cualquier cargo electo debía de contar con el beneplácito de la llamada Big Four: GM, Ford, Chrysler y, por supuesto, el AUW. En 1940, Detroit fue el lugar donde se construyó la primera autopista subterránea del mundo, mientras que el resto del país era dibujado con millones de kilómetros de asfalto para que los automóviles circularan.

       Reuther es hoy considerado un visionario, pues en la década de los cuarenta supo ver lo que el futuro le deparaba a la por entonces invisible industria de la automoción norteamericana. Fue él quien propuso a las compañías bajar los emolumentos de los trabajadores si éstas se decidían por la construcción de coches más pequeños y baratos. Su propuesta cayó en saco roto. El lobby presionaba en Washington y cualquier política industrial tenía al automóvil como principio y fin en sí mismo.

       A principios de los años ochenta la Big Four era una sola voz a la hora de conseguir prebendas. Tal que así que el sindicato logró un acuerdo salarial que consistía en que trabajadores de cualificación y veteranía semejantes cobrasen 25$ la hora independientemente de la compañía en que trabajasen y, lo que era peor, con independencia del estado de las cuentas de cada firma. No había competencia ni un mercado racional. La llegada de fabricantes extranjeros y la crisis del petróleo se convirtieron en el golpe definitivo.

 

El rescate del símbolo

Al poco tiempo de llegar al gobierno y con la crisis en su momento más dramático, Barack Obama tuvo que decidir si dejar caer a la quebrada GM (tercer productor mundial de automóviles y uno de los símbolos de Estados Unidos) o insuflarle 60.000 millones de dólares que se sumaran a los 25.000 que, un año antes, le había proporcionado su predecesor en el cargo, el republicano George W. Bush. Obama eligió la segunda opción, lo que no impidió que el Partido Republicano tachase esta maniobra como propia de un gobierno socialista. La tormenta desatada todavía dura hoy, pero también los resultados: tras años en la cuerda floja y miles de despidos, en 2009 GM creó 55.000 nuevos empleos y la esperanza está puesta ahora en la construcción de coches eléctricos. General Motors ha invertido mucho dinero y esperanzas en un modelo que, a cuentagotas, comienza a verse por las autopistas del Estado: el Chevrolet Volt. Ford y Chrysler también preparan sus propios modelos eléctricos. El gran problema es su elevado precio, en torno a los 40.000 dólares. Sobre todo para las clases medias norteamericanas, que siguen pagando el recibo de una crisis económica a la que no se le atisba fin cercano.

       En el plano económico, los préstamos gubernamentales a las grandes compañías han dado sus frutos. Primero fue Ford Motor, después General Motors. Y hace unas semanas, dos años después de entrar en el taller por la suspensión de pagos, fue Chrysler la que se apuntó a los beneficios.

 

Descenso a los infiernos

Basta con dejar a un lado la autopista 75 dirección sur y adentrarse en la interminable avenida Woodward para hacerse una idea de la caída en picado protagonizada por Detroit. Pongamos por ejemplo el punto de salida de esa ruta en Bloomfield Hills, uno de los suburbios que rodean a la urbe. Junto a este, otros como Rochester, Birmingham, Royal Oak o Ferndale componen el próspero Oakland County, otrora el condado con la renta per cápita más alta de Estados Unidos y una isla que separa Detroit de su hermana pequeña en desgracias, la ciudad de Pontiac, nombre de la tribu india originaria de aquellas tierras y, cómo no, de una marca de coches hoy desaparecida por cuestiones del mercado. Esos suburbios intermedios nacieron como destino de las miles de personas que huyeron de Detroit desde 1967.

       El trayecto es rápido. Sólo interrumpido por los semáforos de una carretera estatal convertida en avenida de facto. A medida que se recorren sus treinta millas, se observa el cambio en la morfología urbana. Las casas de ladrillo rojo con aire victoriano reluciente bajo el sol de agosto van dando paso, poco a poco, a viviendas unifamiliares en contrachapado imitación a madera. Desconchado. Cuanto más grande se hace el perfil de Detroit ante los ojos del viajero, más palpable se hace el abandono. De viviendas y de naves que en otro tiempo fueron prósperos negocios. Restaurantes, gasolineras, lavanderías y tiendas se esparcen a ambos lados de la carretera con las ventanas cubiertas por tablones de madera.

       El viaje protagonizado por la ciudad ha sido descrito de muchas maneras. Para la periodista Rebecca Solnit, Detroit es el ejemplo más palpable de lo que ella llama Post-América: “Detroit es una ciudad en la que parece que el reloj corre hacia atrás. (…) Este continente no ha visto una transformación como la de Detroit desde los últimos días de los mayas”.

 

 

1967, arde Detroit

La economía no fue lo único que mató a Detroit, pues en su seno guardó un pecado original que, a la postre, no hizo más que precipitar su caída: unas profundas desigualdades sociales ligadas al color de la piel. Si a mediados del siglo XX la ciudad llegó a tener dos millones de habitantes de los cuales solo 400.000 eran de raza negra, hoy la situación ha cambiado radicalmente y, según el censo del año 2000, unos 112.000 blancos habían abandonado la ciudad en la década anterior en orden a casi 10.000 por año. Hoy el 80% de la población de la ciudad es de raza negra.

       Durante la convulsa década de los sesenta, los aún acomodados ciudadanos de Detroit creyeron que los disturbios que prendían por todo el país no llegarían a una ciudad cuyos vecindarios estaban radicalmente divididos. Se equivocaron. Mejores casas, mejores trabajos e incluso trabajos y casas a secas. En julio de 1967 la minoría negra dijo basta y lanzó su violento descontento por toda la ciudad: en los enfrentamientos murieron 47 personas y ardieron más de 2.000 inmuebles.

       Detroit cambió para siempre. Miles de blancos lo dejaron todo para comenzar de nuevo en pequeños suburbios de los alrededores reproduciendo el sistema de segregación que había reventado a sus espaldas. En 1973, Detroit eligió a Coleman Young, su primer alcalde negro. “Ahora es nuestro turno” fue su lema. Sin embargo el destino estaba sellado y al marcharse el poder económico, la ciudad quedó a su suerte. Ahí comenzó su leyenda negra, donde la depresión económica y la violencia han ido siempre de la mano.

       Durante las décadas de los 80 y 90 un nuevo fenómeno violento se apoderó de la ciudad, las llamadas Noches del Diablo. Una orgía de fuego y destrucción que tenía lugar la víspera de Halloween en la que el objetivo eran los inmuebles abandonados. La estadística habla solo en 1984 de la destrucción de 800 viviendas en sólo 72 horas. Y así durante años en una peculiar costumbre que los padres blancos utilizaban incluso como cuento para asustar a sus hijos que, absortos, observaban el infierno hacerse realidad en sus televisores en la festividad del miedo por excelencia.

       Hoy las estadísticas no mienten: Noventa y dos mil viviendas abandonadas, una población de alrededor de 900.000 habitantes, según el censo de 2009 (un millón menos que hace veinte años), el 83% de raza negra y una de las tasas de desempleo más altas del país (15,5%, frente al 9,7% nacional). Pero hay más. Según el estudio sobre inseguridad urbana realizado en 2010 por la Florida Atlantic University, Detroit vuelve a ser la tercera ciudad más peligrosa de América, la sexta en cuanto a número de muertes violentas, 365 asesinatos de un total de 17.868 delitos cometidos, frente a las 15,241 muertes y 1.318.398 delitos a escala nacional.

       Las malas noticias no impiden que aflore el sentido del humor. En la web local Detroit Yes, uno de los foros solicita a los internautas un nuevo lema para la ciudad. Una de ellas lo tiene claro: “Let’s stop killing each other. Duh-uh!” (¡Dejemos de matarnos unos a otros!)

       El cartel de la Milla 8, vecindario popularizado por ser el lugar de origen del rapero Eminem, marca el límite norte de la ciudad. Más allá de la Milla 8 se extienden los suburbios blancos, con una economía y un nivel de vida más o menos pujantes. Al sur, hacia el centro de la ciudad, todo es abandono, simbolizado por algunos de los más importantes rascacielos de Estados Unidos, levantados en la época de esplendor y que hoy se han convertido en gigantes con pies de barro y ventanas tapiadas que sirven de resguardo a los sin techo que deambulan por sus calles.

       La sabiduría popular de la ciudad dice que cada vez que nace un nuevo edificio, otro es abandonado, y lo mismo ocurre con los escasos nuevos vecindarios. El más reciente de ellos, levantado a apenas unos cientos de metros del estadio de los Tigers, es el Comerica Park. El gancho para los futuros compradores es un arma de doble filo: vive donde está la acción.

       El estado de los barrios residenciales es todavía más dramático. En la mayoría se pueden observar casas de gran belleza todavía habitadas que comparte calle con decenas de viviendas deshabitadas o simples solares con los trazos de la casa que un día se levantó en ellas todavía visibles. Así transcurre buena parte del trayecto hacia el centro, por avenidas como Wabash Street en el lado oeste de la ciudad o Pennsylvania o Fairview en el lado este. Dentro de ese paisaje apocalíptico solo hay dos islas. La primera de ellas, al noroeste, se sitúa en los alrededores de Boston Edison, un barrio de elegantes casas donde vive la élite afroamericana. Allí está The Turkel House, una de las viviendas de diseñadas por Frank Lloyd Wright en 1955. Tras años de abandono ha sido recientemente comprada por 400.000 dólares, un precio de subasta, según los expertos.

              Woodward muere a los pies del Renaissance Center, el conjunto de tres rascacielos plateados que sirve de cuartel general de la otrora todopoderosa General Motors y de imagen turística para la ciudad. Más allá, el río Detroit separa Estados Unidos de Canadá. Más que otro país, otro mundo.

 

De la resistencia a la acción

El lema oficial de la ciudad es “Esperamos cosas mejores, resurgirá de sus cenizas”. En espera de que se cumpla hay ciudadanos empeñados en poner su grano de arena para, entre otras cosas, revertir uno de los versos acerca de Detroit del cantautor oriundo de Michigan, Sufjan Stevens: “Una vez fue un lugar fantástico, ahora es una cárcel”. Una de esas personas es Phillip Cooley. Tras una exitosa carrera como modelo internacional, Cooley ha regresado a Detroit convencido de que esta es “una ciudad llena de oportunidades”. En poco tiempo ha abierto un restaurante, Slows Bar BQ, y se ha puesto al frente de varios proyectos de revitalización de la ciudad.

 

 

       “Detroit está hambrienta de nuevos y pequeños negocios”, dice. Detroit evidencia grandes carencias, indica, pero es un lugar lleno de espacios que son óptimos para llevar a cabo esa masiva rehabilitación, para crear nuevos negocios y poner en práctica nuevas ideas, las cuales pronto darán sus frutos a nivel local. Cooley es el prototipo de los nuevos habitantes que poco a poco están volviendo a la ciudad que un día abandonaron. Jóvenes, con estudios, emprendedores y profesionales liberales con interés por construir cosas por sí mismos. Su gran proyecto es transformar el Parque Roosevelt, una gran explanada delante de la abandonada Estación Central de Michigan: “Detroit necesita más espacios verdes en los que los habitantes de la ciudad puedan interactuar entre ellos fuera de sus casas”, señala.

       Dentro de esa búsqueda de nuevos espacios verdes se sitúa el movimiento que persigue la instalación de granjas urbanas en los vecindarios de Detroit. Mark Covington, de 38 años, es uno de esos ciudadanos empeñados en cambiar el destino del lugar en el que ha vivido desde que era un niño. Aprovechando la fisonomía de unas calles que albergan la increíble cifra de 33.000 solares, con la ayuda de otros como él ha puesto en marcha proyectos de agricultura urbana. Partiendo de  modelos como las llamadas comunidades en transición (Transition Towns), y la agricultura de guerrilla, entre otras tendencias contemporáneas sobre urbanismo sostenible, muchos solares están siendo convertidos en huertos urbanos.

       Un ejemplo de ello es la granja de Linwood Street, un oasis rodeado de inmuebles semi-derruidos por el fuego, edificios vacíos, maleza y basura. Con una extensión de varias manzanas, cumple su cuarto año de cosecha.  En ella los vecinos plantan maíz, calabazas y patatas, a la vez que se ocupan de mantener el vandalismo alejado. Este huerto ha sido desarrollado y promovido por Urban Farming, organización creada por Taja Sevelle, antigua protegida del cantante Prince.

       Ashley Atkinson es la directora de otro de estos proyectos vecinales, The Greening of Detroit, que apoya un centenar de huertos ciudadanos en la ciudad. “Se trata de recuperar la ciudad pero también y más importante es abastecer de productos básicos a nuestros vecinos”, dice. “La agricultura urbana, dólar por dólar, es el agente de cambio más efectivo que nunca podrá haber en una comunidad”.

       Al lado de estos huertos ciudadanos existen proyectos de mayor envergadura, como Hantz Farms que, respaldado con millones de dólares, tiene la intención de erigir la mayor granja urbana del mundo, justo en el centro de Motor City.

       Todo este movimiento verde tiene una explicación social, pero tratándose de Estados Unidos, también económica: el tremendo auge que la agricultura ecológica está cosechando en Norteamérica. Desde hace unos años son frecuentes en las grandes ciudades la celebración de los llamados Farmers Markets (mercados de granjeros), donde los pequeños productores ofrecen cada fin de semana productos agrícolas recién llegados de sus granjas. ¿Es una moda? Sí. El precio de estos productos es sensiblemente superior a los que se pueden encontrar en las grandes superficies y sus consumidores potenciales son gentes de cierto nivel económico y cultural. Pero también puede llegar a ser el punto de partida para un cambio de tendencia.

       “Al final, de lo que estamos hablando es de una utopía”, reconoce Cooley, consciente de los retos que hay por delante. “Detroit es una gran ciudad segregada a causa de enormes estructuras y espacios abandonados por lo que volver a conectarla resulta muy complicado”.

 

Lecciones del desastre

Hay quien dice que todavía queda esperanza en esta ciudad que parece olvidada por el resto de Estados Unidos siguiendo una costumbre muy americana: si algo falla, no intentes arreglarlo, simplemente compra algo nuevo. Daniel Okrent, periodista de la revista Time, visitó su ciudad natal para escribir un artículo intentando no caer en el derrotismo. Lo consiguió a medias y dejó la que podría ser una moraleja para esta historia. La historia de esta ciudad símbolo del capitalismo estadounidense “es también la erosión de las industrias que ayudaron a construir el país tal y como hoy lo conocemos. El destino último de Detroit nos revelará muchas cosas sobre el carácter de Estados Unidos en el siglo XXI”. Lo que pudo ser y no fue, o el anticipo de la caída de un imperio. Por el momento, el presidente Obama ya ha lanzado una advertencia.

       Mientras, Detroit sigue posada en el canto de la moneda. En la cruz se sitúa el abandono gubernamental a causa de una escasez de fondos que semeja eterna y cuya última víctima es el sistema público de educación. La cara la pone esa sociedad civil que va por libre anclada en un largo historial de ebullición social y cultural. Capaz de lo mejor, ahí está la historia musical de la ciudad, y de las iniciativas más extrañas.

       Si en la película de Paul Verhoven, el cyborg regresaba para salvar la ciudad, es ahora un grupo de gente el que pide la vuelta de Robocop, aunque sea en forma de polémica estatua. Ya se han recaudado 67.000 dólares lo que recuerda que en Detroit todo es posible. 

 

 

* Diego E. Barros es periodista. En FronteraD ha publicado, entre otros, El gran desengaño  y Miami, 30 años después del Mariel

 


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