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Deudas y culpabilidad

 

 

En la última reunión de los ministros de economía europeos, el ministro alemán manifestó la  negativa de su país a conceder una nueva reducción parcial de la deuda institucional griega. Si hace unos meses, los acreedores privados aceptaron una reducción de la deuda griega a cambio de una amplia cesión de soberanía a la troika, los acreedores estatales se niegan ahora a realizar concesiones similares. Se calcula que en torno a un 70% de la deuda griega está en manos de acreedores públicos.

 

El ministro de economía francés se sumó a la negativa de su colega alemán: los alemanes pueden excusarse diciendo que en unos meses se celebrarán en su país elecciones federales, pero ¿y los franceses? Ambos países disponen grandes derechos sobre la deuda griega.

 

Los acreedores –públicos o privados- están en su derecho a exigir la devolución de los préstamos realizados. Falta saber, sin embargo, si al reclamar tan insistentemente la satisfacción de sus derechos no conseguirán forzar la situación hasta un punto de no retorno: la quiebra de Grecia. ¿A quién reclamarán entonces esas deudas? Las ruinas sociales no pagan, bastante tiene con sobrevivir.

Mientras se retrasa una solución estable para Grecia que permita al país remontar su situación económica, los intereses de esa deuda siguen creciendo, hipertrofiando un problema ya de por sí complicado si considerásemos sólo el principal acumulado de la deuda.

 

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Al término de la Primera Guerra Mundial, las potencias ganadoras se sentaron a negociar el futuro Tratado de Versalles. Además de repartirse estúpidamente gran parte del mundo conocido –en especial, territorios africanos y los despojos del difunto Imperio Otomano-, los estadistas europeos lograron ponerse de acuerdo sobre un punto que, por aquel entonces, consideraban irrenunciable: Alemania, la gran derrotada en la guerra, tendría que pagar un alto precio por su responsabilidad en la mayor hecatombe humana y material de la historia de la Humanidad hasta la fecha.  Alemania enfrentó los años de la posguerra condenada a un futuro imposible: empobrecida, humillada y endeudada. La crisis de 1929 terminó de complicar el panorama.

 

 

Dos décadas después, terminada ya la Segunda Mundial, Alemania se volvió a encontrar de nuevo en un situación complicada –es un eufemismo-: había vuelto a desencadenar la nueva mayor hecatombe humana y material de la Historia; su tejido industrial había quedado prácticamente destruido; los países que había invadido y ocupado (y fueron muchos, incluida Grecia) reclamaban que las nuevas autoridades alemanas se comprometiesen a financiar su reconstrucción y, a nivel psicológico, la humillación moral del país era inconmensurable. Una Alemania semejante seguramente habría sido inviable a largo plazo: las deudas originadas por la Segunda Gran Guerra vinieron a sumarse a las deudas aún pendientes originadas por la Primera Gran Guerra.

 

Las potencias vencedoras –sobre todo Estados Unidos, pero también Inglaterra y Francia- comprendieron que la situación requería de medidas excepcionales: en juego estaba no sólo la reconstrucción de Europa, también la necesidad de consolidar a Alemania como bastión anti soviético. Además del flujo de dinero hacia la Alemania occidental que supuso el Plan Marshall, activo desde 1948 –y del que se beneficiaron también Francia e Inglaterra-, las tres potencias comenzaron a preparar un plan para aliviar las deudas de Alemania. Las negociaciones culminaron con el Acuerdo de Londres sobre la deuda alemana, firmado en 1953. Los acreedores –incluida Grecia, entre otros muchos- consintieron una quita o reducción parcial de la deuda germana de entre un 50 y un 60%. Se incluyeron también cláusulas que reducían los tipos de interés sobre la deuda restante y se aumentaron los plazos de satisfacción, sin excluir que se pudieran renegociar en un futuro algunas obligaciones. El Acuerdo de Londres contribuyó, sin duda, a favorecer que se produjera el hoy llamado milagro económico alemán de la posguerra: en alemán, el Wirtschaftswunder (¿hay alguna diferencia entre una palabra alemana y una interjección?).

 

Del ejemplo histórico de la reconstrucción alemana se puede deducir que deuda y culpabilidad –y también humillación- pueden estar profundamente relacionadas. Si pensamos en deudas, deudor y acreedor, no resulta difícil engarzar un silogismo moral en el que, invariablemente, el deudor resultará culpable: culpable de no pagar sus deudas, culpable de haber gestionado mal el préstamo, e incluso culpable de haber pedido un préstamo.

 

Alemania terminaría de pagar sus deudas derivadas de la I Guerra Mundial en 2010.

 

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El antropólogo inglés David Graeber ofrece en su última obra –En deuda. Una historia alternativa de la economía (Ed. Ariel, 2012)- una reflexión sobre el origen, el valor y el uso del dinero a lo largo de la historia. Hablar del dinero implica también hablar de la deuda. Las variadas fuentes de Graeber incluyen estudios de algunos colegas antropólogos, textos clásicos de economía y filosofía y hasta historias de Nasrudín, el necio más sabio de toda la cuenca mediterránea.

 

Las deudas, afirma Graeber, han estado presentes en la configuración social de todas las civilizaciones conocidas –y en muchas ocasiones ha jugado un papel destacado en su auge y su caída-. La importancia de la deuda, además, se puede rastrear en todas las relaciones humanas, incluidas las interpersonales que constituyen nuestros círculos sociales más inmediatos. Como todo fenómeno importante en la vida cotidiana de las personas, la relevancia de la deuda se puede rastrear fácilmente en el lenguaje cotidiano, como ejemplifica el Graeber en el siguiente párrafo del libro:

 

«En inglés, thank you (“gracias”) proviene de think (“pensar”); en su origen significaba “recordaré lo que has hecho por mí” (lo que tampoco suele ser nunca cierto), pero en otros idiomas (el portugués obrigado es un buen ejemplo) el término estándar sigue la forma del inglés much obliged (“me siento obligado”), y en realidad significa “estoy en deuda contigo”. El francés merci es incluso más gráfico: proviene de mercy, “piedad”, como cuando se suplica piedad. Al decirlo, uno se coloca simbólicamente a merced de su benefactor, dado que un deudor es, al fin y al cabo, un criminal. Al responder you are welcome, o it’s nothing –en francés, de rien; en español, “de nada”: esta última forma tiene al menos la ventaja de ser a menudo literalmente cierta- estás tranquilizando a quien has pasado la sal diciéndole que no estás inscribiendo su deuda en tu imaginario cuaderno de cuentas morales. Otro tanto con my pleasure: estás diciendo “no, en realidad es un crédito, no un débito; eres tú quien me ha hecho un favor porque al pedirme que te pase la sal me has dado la oportunidad de hacer algo que en sí mismo es gratificante».

 

El lenguaje, sin embargo, a fuerza de usarse suele perder sus connotaciones. Según Graeber  para contar la historia de la deuda “es necesario también reconstruir cómo el lenguaje de los mercados ha llegado a permear todos los aspectos de la vida humana, hasta proporcionar la terminología que incluso portavoces morales y religiosos emplean ostensiblemente” contra los propios mercados.

 

El lenguaje de los mercados (es decir, el lenguaje de los acreedores) está condenando a Grecia,  Irlanda, España y Portugal a un futuro no deseable. Con independencia de las culpas de los deudores, no se debería obviar que el tozudo y encorsetado lenguaje de los acreedores puede forzar acuerdos que a largo plazo se demuestren suicidas: Versalles es un ejemplo, con retórica política bélica sedimentada en unos acuerdos de paz escritos.

 

Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo, afirmó Wittgenstein. Unamuno, por su parte, tal vez esperanzado con nuestras posibilidades de escape de la prisión que puede suponer el lenguaje, escribió que las lenguas, como las religiones, viven de las herejías, que las hacen avanzar contraviniendo incluso el Zeitgeist imperante.

 

Por desgracia,  ya sabemos cuál fue el destino de los herejes en Europa durante siglos: la hoguera. Se les obligaba así, mediante el sufrimiento, a saldar sus deudas con un Dios que les había prestado la vida – Ratschluß Gottes – y al que habían traicionado derrochando pecados culpables,  poniendo en riesgo además, con su inflación moral, a los puros y severos ahorradores de sus instintos más concupiscentes. Comprensible que fueran tratados como dios manda: o, si se prefiere, Wie es sich gehört.

 

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